Estados Unidos sabe que perdió terreno en Nuestra América y desea recuperarlo a toda costa con una explosión en cadena que haga saltar del poder a gobiernos progresistas de la región a los cuales considera «enemigos», y debe destronar de cualquier forma y por medio de «golpes blandos, bajos o violentos», da igual. Esos son […]
Estados Unidos sabe que perdió terreno en Nuestra América y desea recuperarlo a toda costa con una explosión en cadena que haga saltar del poder a gobiernos progresistas de la región a los cuales considera «enemigos», y debe destronar de cualquier forma y por medio de «golpes blandos, bajos o violentos», da igual.
Esos son los casos actuales de Venezuela, Brasil, Ecuador, El Salvador, como lo ha sido Argentina, y lo pueden ser otras naciones en lo adelante, donde el mando lo tienen ejecutivos que implementan procesos autóctonos antiimperialistas y antineoliberales, y en defensa de la integración de la Patria Grande.
Washington emplea a fondo para su objetivo a la vieja derecha anexionista latinoamericana, heredera del colonialismo europeo y entrenada después por el neocolonialismo norteamericano, y que solo sabe usar la fuerza tanto para perpetuarse en el poder, como cuando desde la oposición quiere imponerse.
Claro está que esos partidos tradicionales conservadores, desgastados por sus actuaciones represivas contra los pueblos, el paramilitarismo, los hechos de corrupción, sus vínculos con el narcotráfico y su servilismo sin fin a la Casa Blanca, conocen que en las urnas tienen escasas posibilidades de triunfar, salvo que cometan escandalosos fraudes.
Portan como lanza a los medios de comunicación bajo su control, que a su vez usan como coraza la «libertad de prensa», para mentir, difamar, llamar a la desobediencia civil, e incluso alentar y convocar sin escrúpulo alguno revueltas callejeras como las escenificadas en Brasil y Ecuador.
Violan todas las reglas de la «democracia» que dicen defender, y su exigencia es la misma: que los presidentes de los gobiernos progresistas dimitan.
Desatan verdaderas guerras económicas, como hacen aun en Venezuela creando escasez de productos de primera necesidad, e hicieron en Argentina con los Fondos Buitres, depravan políticos, militares y débiles figuras de la «izquierda», y llegan hasta utilizar a pandillas de criminales para generar situaciones de caos, como sucedió en El Salvador.
Estados Unidos a su vez aviva históricos diferendos territoriales que desgastan a los gobiernos «adversarios» de la Patria Grande, y al mismo tiempo hacen retoñar divisiones contrarias a la unidad regional.
De otro lado, terceros países, considerados «amigos» por la Casa Blanca, actúan como bases de operaciones de los servicios especiales del Pentágono para el monitoreo y apoyo de los planes desestabilizadores, en los cuales ha incrementado su presencia militar.
Por supuesto que el financiamiento para todo ello lo pone Washington, capos del narcotráfico con diferentes disfraces, y organizaciones que con «sobretodos de cooperación y ayudas para el desarrollo» esconden sus verdaderos objetivos: subvertir el orden en las bases populares, y exacerbar divergencias en las llamadas minorías étnicas, credos religiosos y diferentes grupos sociales de las clases más desposeídas, campesinos, mineros y obreros en general.
La nueva operación de gran envergadura contra América Latina y el Caribe está en pleno desarrollo, como han alertado varios dignatarios, pero lo que Estados Unidos no atina a comprender, por su prepotencia imperial, es que corren nuevos tiempos con cambios geopolíticos importantes en el mundo, que de seguro darán al traste con su delirio de dominación de la Patria Grande.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.