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Guatemala

¿Ahora por qué protestar?

Fuentes: Rebelión

«La actual Fiscal General Thelma Aldana, de derecha, mandó presos muchos más funcionarios de gobierno que la anterior Fiscal, Claudia Paz, de izquierda, que no pudo terminar con la impunidad. ¿Llamativo, no? ¿Habrá agenda oculta en todo esto?». Post leído en una red social En Guatemala por espacio de cuatro meses se vivió una situación […]

«La actual Fiscal General Thelma Aldana, de derecha, mandó presos muchos más funcionarios de gobierno que la anterior Fiscal, Claudia Paz, de izquierda, que no pudo terminar con la impunidad. ¿Llamativo, no? ¿Habrá agenda oculta en todo esto?». Post leído en una red social

En Guatemala por espacio de cuatro meses se vivió una situación inédita: una población que estaba acostumbrada al silencio, a la apatía política y a la falta de protesta, pareció despertar. Durante cuatro meses ininterrumpidamente se pidieron medidas de cambio en la esfera política: renuncia del presidente y la vicepresidenta, cese de la corrupción en la esfera gubernamental, reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos, aplazamiento de las elecciones generales del 6 de septiembre para buscar nuevas condiciones en la arena política; y hubo peticiones que fueron más lejos aún, pues se llegó a plantear una Asamblea Constituyente para la refundación del Estado.

Según se quiera ver el fenómeno, puede sacarse la conclusión que esas movilizaciones fueron un gran avance para la sociedad. O, visto de otra forma, constituyeron parte de un montaje muy bien orquestado, abriendo la real posibilidad de cambios profundos, aunque en realidad no existen las condiciones efectivas para que los mismos puedan llevarse a cabo en lo inmediato.

Los cuatro meses de movilizaciones, en cuyo desarrollo se tuvo en principio la renuncia y detención de la ex vicepresidenta Roxana Baldetti, concluyeron con la dimisión y posterior captura del entonces presidente de la república, el general Otto Pérez Molina. Inmediatamente a este hecho se sucedieron las elecciones, con resultados bastante inesperados por cierto. Hasta el sábado anterior a las elecciones hubo gente movilizada en la plaza, frente al Palacio Nacional. A partir de los comicios, cesan las movilizaciones. La pregunta inmediata es en relación al efecto de toda esa movilización. ¿Se terminaron? ¿Se las puede continuar? Y en tal caso, ¿para qué?

De todo esto pueden sacarse varias conclusiones:

1. Movilizaciones: entre lo espontáneo y el plan urdido

Sin dudas las movilizaciones de estos meses fueron masivas. El motivo disparador fue la denuncia presentada por la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala -CICIG- junto al Ministerio Público (con información aparentemente proporcionada por servicios de inteligencia de Estados Unidos) en relación al ilícito de defraudación aduanera conocido como caso La Línea, y luego el desfalco en el Seguro Social. Hacer públicos estos hechos constituyó una bomba que levantó la indignación de buena parte de la sociedad.

Pero aquí hay que introducir una consideración (¿abogado del diablo?): ¿quién se indignó? Como apareció escrito en alguno de los agudos afiches que poblaron las demostraciones sabatinas en el Parque Central de la ciudad capital: «A los empresarios, Otto Pérez los indigna, pero el Comandante Tito Arias no». Debe puntualizarse esto -y con ello ya se puede empezar a entender lo formulado como título del presente parágrafo- en relación al talante general que animó la «indignación» contra la corrupción.

Al mismo tiempo que se destapan estos casos de corrupción, en el país había otras movilizaciones, mucho menos mediáticas, mucho menos entronizadas como el «despertar ciudadano» que vino de la mano con las concentraciones sabatinas, sus vuvuzelas y el himno nacional entonado «con fervor patriótico» en cada movilización. Desde siempre, pese a las actuales apatía política y falta de organización popular (diezmada sangrientamente durante la guerra), continúan protestas contra numerosas temáticas en la Guatemala profunda: protestas contra toda la industria extractiva depredadora (la minería a cielo abierto, las hidroeléctricas, la monoproducción para agrocombustibles que quita tierras a la producción de alimentos), reivindicaciones varias, actos de protesta, huelgas de hambre. Junto a eso nunca se silenciaron del todo las protestas campesinas por condiciones más dignas de vida, por tierra y acceso al crédito, por los satisfactores elementales, siendo eso hoy día el foco de resistencia popular quizá más dinámico. Ni tampoco salieron de escena -aunque no ocuparan los titulares de los principales medios- las reivindicaciones por mejoras salariales de los trabajadores rurales y urbanos, las protestas por la carestía de la vida en relación a los salarios básicos, la lucha de los estudiantes de secundaria y de algunos sectores de la universidad pública por mejores condiciones educativas, las protestas de ciertos gremios por reivindicaciones puntuales.

En otros términos: la protesta social nunca se terminó, aunque no fuera la noticia «de moda», con cortes de caminos, plantones frente a organismos de gobierno y peticiones nunca cumplidas por las autoridades. Llamativo fue que de buenas a primeras, en un país marcado absolutamente por la corrupción como práctica cultural normalizada, surgiera esta actual cruzada anti-corrupción, casi con un valor de empresa ética.

El destape formulado por CICIG y Ministerio Público sirvió para «indignar» a vastos sectores de clase media urbana. El efecto fue muy bueno en tanto inicio de toma de conciencia política de estos estamentos adormecidos, pero rápidamente pudo constatarse que ahí había agenda oculta. El foco de atención pasó a ser la «maldita, pérfida y atroz corrupción» que, como plaga bíblica, destruye la sociedad guatemalteca. Se dejaron de lado así, de un plumazo, los factores de injusticia estructural por los que se inició una guerra monstruosa para la década de los ’60 del siglo pasado, y que al día de hoy siguen sin resolverse, por lo que continúan las protestas, los bloqueos de caminos y todas las formas de lucha que arriba se mencionaban.

La lucha frontal contra la corrupción pasó a ser -o eso intentó al menos el proyecto dominante en cuestión- el nuevo «caballo de batalla» en la lucha de poderes que se libró. Los sectores históricamente postergados, olvidados y reprimidos (trabajadores varios, movimiento campesino, sub-ocupados y desocupados, amas de casa, estudiantes, pobrerío en general), si bien tienen mucho que decir también de la corrupción, no vieron ahí el principalísimo problema en cuestión. La indignación ciudadana que se prendió -por cierto muy válida- fue la de la clase media. Y ahí radica lo importante a destacar: esa «lucha» parece obedecer más a un proyecto de Washington que a una situación política propia del país.

Sin dudas la corrupción es dañina. De acuerdo a un estudio d el Instituto Centroamericano de Ciencias Fiscales -ICEFI- y la organización no gubernamental Acción Ciudadana, entre 1998 y 2013 se «esfumaron» del presupuesto nacional 31,000 millones de quetzales (4,000 mil millones de dólares) en concepto de corrupción. Ese monto representa la quinta parte de la suma de las cantidades aprobadas en los últimos 15 años en los presupuestos nacionales para la inversión en obras públicas (157 mil 699 millones de quetzales), según calculan ambas organizaciones. Pero la raíz de los problemas no radica sólo en esos desvíos (crímenes a todas luces, sin dudas) sino en el acceso a la riqueza producida como sociedad. La gran mayoría de la población tiene una pequeñísima participación en el pastel de bienes y servicios que constituye la riqueza nacional, mientras unos cuantos grupos de poder se reparten la enorme cantidad restante.

La cruzada anti-corrupción en marcha, refrendada muy mediática, casi peliculescamente por la Embajada de Estados Unidos, tenía como objetivo limpiar un poco la cara de impresentables (las mafias enquistadas en el aparato de Estado), preparando condiciones para la implementación de la «Alianza para la prosperidad», un plan de recolonización del área centroamericana para blindarla en varios sentidos: para frenar su perfil de exportadora de indocumentados hacia suelo estadounidense, para frenar su perfil de principal bodega y ruta de tránsito de buena parte de la droga que llega al territorio del norte, y para asegurar la región como intocable traspatio de la gran potencia en la lucha hegemónica contra los nuevos retos mundiales dados por China y Rusia.

En síntesis: se preparó todo, al modo de las «democrática y cívicas» revoluciones de colores donde la estrategia de Washington ya funcionó exitosamente (en algunos países de Europa del Este, o en la Primavera Árabe), para sacar un gobierno mal visto y molesto para el proyecto regional de la Casa Blanca. Las movilizaciones sabatinas, que tenían mucho de «fiesta» y no tanto de movimiento político como las protestas campesinas y de trabajadores existentes con anterioridad, podrían haber avanzado hacia una radicalización de la lucha popular. Pero, de momento al menos, las condiciones no estuvieron dadas. Si se quiere creer que fueron ellas las que lograron sacar a Baldetti y a Pérez Molina, se está analizando muy parcialmente la situación: fueron parte -imprescindible- del montaje necesario, pero el proyecto de roll back (reversión) del binomio del Ejecutivo guatemalteco ya estaba escrito desde hacía un año atrás.

2. Elecciones: más de lo mismo

De todos modos, si bien la agenda estaba trazada, como pasa en los procesos políticos, o humanos en general, no todo se puede predecir/manipular. El proyecto apuntaba a sacar «malos de la película» dejando todo lo demás intacto. Tal como dijo el ahora ex presidente, Otto Pérez Molina en algunas declaraciones cuando ya estaba ligado a proceso judicial: «Si hay una Línea-1 [funcionarios de gobierno corruptos], también hay una Línea-2 [empresarios corruptores]«. Ese es el núcleo del asunto.

La CICIG en alguna ocasión «amenazó» con dar a conocer los nombres de esos corruptores, pero eso no sucedió, y fuera de un empresario maquilero de origen oriental, de poca monta en términos políticos y mediáticos, nadie de esta Línea-2 fue detenido, ni siquiera mencionado, y muy probablemente el montaje acabe con el sacrificio de estos, por ahora, «malos de la película». Otto Pérez Molina, hombre funcional al sistema (al empresariado guatemalteco y a la geoestrategia estadounidense cuando fue fundamental actor de la guerra contrainsurgente -el Comandante Tito Arias-), cae ahora preso, junto con su amante y ex vicepresidenta. ¿Se repite lo de Arnoldo Noriega en Panamá? ¿Juego bien calculado, con unos meses en prisión y luego disfrute de los millones embolsados?

De momento su encarcelamiento -junto con el de Roxana Baldetti- tiene ribetes de culebrón del peor gusto. De hecho, sirvió para terminar con el clima de movilización que existía hasta antes de las elecciones, y para hacer que las mismas se lleven a cabo dentro de la «normalidad» esperada.

El sistema se sabe defender y retroalimentar. Si en algún momento pareció que la protesta popular se podía ir de las manos al proyecto de derecha de «limpieza de cara» y encarcelamiento de un par de símbolos, la llegada de las elecciones (cuestionadas, realizadas bajo las mismas condiciones que se ponían en cuestión por amañadas e ilegítimas) desactivó todo ese calor cívico, esa sana rebeldía que iba creciendo. Las elecciones se hicieron, y la preconizada «fiesta democrática» llenó una vez más el espacio mediático.

La democracia, en tanto «gobierno del pueblo, gobierno de todos», difícilmente existe en algunos puntos del globo. Lo que sí está absolutamente claro es que estas formaciones que se presentan como «la democracia» y que se dan en los países pobres y dependientes del Sur del mundo, son una farsa. Según puede constatarse empíricamente, en Guatemala hace ya tres décadas que «el pueblo» manda, que «el pueblo elige» a sus representantes a través del acto eleccionario. ¿Es eso la democracia?

¡Tremenda mentira! Nos encaminamos ya hacia la octava administración surgida de las urnas luego de los años de generalato y las causas históricas y estructurales que encendieron la guerra más de 50 años atrás no han cambiado prácticamente un milímetro. Estas democracias representativas, donde la población (en muchos casos acarreada, comprada, engañada, vilmente manipulada) deposita un voto (decir que «elige» sus autoridades es un exceso), no tienen como objetivo real modificar nada en las condiciones concretas de vida de las grandes mayorías. Son, en definitiva, una forma de mantener el statu quo. Dicho de otro modo: cambiar algo (la administración de turno) para que nada cambie.

De todos modos, con estas elecciones del 6 de septiembre se tuvieron sorpresas que vale la pena analizar. El candidato Manuel Baldizón, no alineado con los poderes tradicionales (CACIF) ni con la Embajada de Washington, quien parecía en un momento el claro ganador, apenas llegó a ocupar el tercer lugar. Es sabido que el empresariado tradicional mantiene una lucha de poderes con las mafias ascendentes (nuevos ricos, enriquecidos a la sombra del Estado contrainsurgente de las últimas décadas, ligados a las cúpulas militares). Baldizón, de hecho, representa los intereses de esos sectores emergentes. Y como no se sienta a dialogar con los poderes tradicionales, la derecha le terminó bajando el dedo.

Más aún, el embajador estadounidense Todd Robinson -verdadero poder político en el país, como todo embajador de la gran potencia del norte- ya lo había anticipado meses atrás, cuando comenzaban las movilizaciones: difícilmente Baldizón pudiera ganar las elecciones. Y efectivamente: no ganó.

¿Quién ganó? «El pueblo» o «la democracia», como pomposamente suele decirse una vez terminados los comicios, seguro que no. El pueblo de a pie, los campesinos, los trabajadores, los desocupados y sub-ocupados, la juventud sin mayores expectativas, el «pobretariado» dominante (para usar una certera expresión de Frei Betto) aunque concurrieron a las urnas, no ganaron nada sino la repetición, una vez más, de un acto ritualizado que sólo ofrece «más de lo mismo». O, en todo caso (conclusión a tomar muy con pinzas, porque el volumen del ganador de la primera vuelta: Jimmy Morales, no fue especialmente grande): no se pasó de la sensación de no votar por «los mismos corruptos de siempre».

Proceso complejo, contradictorio incluso: después de semanas de movilización con aire político, se vota por la «no-política», según se puso de moda decir ahora. Es decir: se votó por la imagen de alguien «no contaminado» con los peores vicios de los políticos profesionales de siempre, los que siguen en el Poder Legislativo, los que seguirán manejando en muy buena medida las palancas del Estado (nacional o municipal).

Ahora bien: el candidato ganador de la primera vuelta, más allá de esta supuesta cara de «no quemado» con los vicios ya conocidos, no ofrece mejores perspectivas que los ya conocidos. Más aún: no se sabe con exactitud qué ofrece, porque no hay propuesta concreta. Sólo se sabe que tiene el respaldo de sectores militares de línea dura, lo cual ya es mucho decir. Pero siendo más rigurosos en el análisis: ¿qué candidato puede ofrecer reales perspectivas de mejoramiento sustancial en un país donde la asimetría entre ricos y pobres es de las más altas del mundo, y donde la ideología de la Guerra Fría aún no ha desaparecido?

La otra contendiente para la segunda vuelta, Sandra Torres, ahora limpia de su presunto pasado guerrilleril (buscó un acaudalado empresario de los capitales tradicionales como compañero de fórmula) puede ofrecer programas asistencialistas con un sesgo de beneficencia. Más allá del peligro del clientelismo, está claro que esas no son verdaderas salidas para el campo popular, que sigue siendo el convidado de piedra en todo esto.

El 30% de abstencionismo, el 5% de voto nulo y otro 5% de voto en blanco, más allá de la pompa con que el Tribunal Supremo Electoral presenta las cosas, marcan que la población no espera mucho de este sistema político.

3. La población es manipulada (guerra de cuarta generación)

La gran masa, aquí como en cualquier punto del planeta, es cada vez más producto de una refinada manipulación.

Años atrás los métodos para «controlar» a las masas que utilizaban los grupos de poder, además de los distractores de siempre (el «pan y circo» es tan viejo como el mundo), consistían en la represión abierta. Los gobiernos militares que se sucedieron casi sin solución de continuidad durante todo el siglo XX (en Guatemala y en el resto de Latinoamérica) no tenían otro objetivo que ese: evitar el «avance comunista» (eufemismo por decir: que la lucha de clases no termine derrotando a los propietarios actuales a favor del pueblo trabajador). Hoy las cosas no han cambiado mucho, aunque ya no asistamos a golpes de Estado cruento, sangrientos y con tanques de guerra en la calle. Las tecnologías de control se han superado. Asistimos así a lo que los estrategas estadounidenses llaman «guerra de cuarta generación».

El «pan y circo» contemporáneo alcanza ribetes inimaginables. Esto que más arriba se mencionaba como «revoluciones de colores», estos movimientos cívicos presuntamente espontáneos que con métodos no violentos (cantando el himno nacional y haciendo sonar cornetas en la plaza) quitan el poder a personajes indeseables (¡exactamente lo que pasó en Guatemala!) no son tan espontáneos: son parte de las estrategias de geodominación que pone a circular Washington. La «democracia» que así se alienta -igual para todos los países del mundo, sean ricos o pobres- es la democracia representativa. Se dijo, incluso, que la CICIG es un globo de ensayo para futuras intervenciones similares en el resto de América Latina, tomando la corrupción como un eje aglutinante que puede servir para preconizar «democracias serias», sin mafias ni impresentables en el poder, con lo que se preserva magistralmente la roca dura del sistema: la empresa privada. Con la presente jugada, se refuerza el estereotipo que «estamos mal por culpa de los políticos». Y definitivamente, la cuestión es más compleja que eso. No importa el político de turno, pues las cosas de base no se alteran.

Como se apuntó más arriba en relación a un afiche: indigna que se toque la propiedad privada (por eso no se perdona a un presidente ladrón, ladrón de fondos públicos para el caso), pero no se perdona que el «pobretariado» atente contra esa propiedad (pidiendo aumento de sueldo, por ejemplo). Por eso el actual presidiario ex presidente es juzgado por su rapiña, pero no por haber defendido esa propiedad privada a capa y espada cuando dirigía las campañas de tierra arrasada en la guerra anticomunista de décadas pasadas. ¿Qué defiende esta democracia formal sino el mercado?

Pregúntese el lector cómo se llama el diputado que lo representa en su circunscripción. ¿Lo sabe? ¿Cuántas veces lo contactó en la legislatura anterior para conocer su punto de vista, o fue convocado a un Cabildo abierto con otros pobladores para tratar temas de interés común? Pues bien: ¡eso es la democracia que nos rige! Lo importante -para quienes la dirigen, claro- es que el mercado siga funcionando (léase: empresa privada lucrativa). De ahí que la población debe ser instruida en ese tipo de democracia, y después de cada elección (aunque sea amañada como la que acaba de pasar, con diputados y alcaldes plagados de prácticas corruptas, mafiosas, más cerca de Al Capone que de un servidor público) se cante con estridencia que «la libertad y el voto popular se impusieron».

El salario básico (que la mitad de los trabajadores de la ciudad y el 80% de los trabajadores rurales ni siquiera cobran), que ya de por sí es bajísimo (cubre apenas la mitad de la canasta básica), ¿cambia después de cada elección? ¿Cambia la tenencia de la tierra? ¿Y los servicios públicos mejoran? Pareciera que esto de votar cada cuatro años (o ser llevado a votar, acarreado, con compra de votos y toda práctica corrupta que se pueda imaginar) no influye en la calidad de vida real de la población.

Pero a la gente se le intenta hacer creer que «eligió», que es el «poder soberano» de la nación, en tanto emite su voto. La comparación con el fantasma de la no-democracia nunca falta (ayer Cuba, hoy Venezuela, presuntos ejemplos del desastre social personificado).

Un teórico de estas manipulaciones, el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky, lo dijo con claridad hace años, en 1968:«En la sociedad tecnotrónica el rumbo, al parecer, lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón». Definitivamente asistimos a esas estrategias: manipulación de emociones (la corrupción toca fibras íntimas, llama a reacciones emocionales) para controlar la razón. Las campañas políticas de los candidatos, al igual que la promoción de cualquier producto comercial, no son sino eso: una venta bien maquillada de emociones baratas, de manipulación de sentimientos, de aprovechamiento de los miedos más irracionales. ¿Cómo votar por la «no-política» en medio de un interesante despertar político? Decir que «la gente es tonta» y por eso actúa como lo hace, además de ser despectivo y altanero, es erróneo. La gente no es tonta… ¡sino manipulable! Es más fácil pensar con cabeza ajena que hacer el esfuerzo crítico de pensar más allá de las apariencias. Las actuales tecnologías de la información y la comunicación (televisión, internet, redes sociales) apelan de un modo descomunal a este principio: «¡no piense y mire la pantalla!». Las consecuencias son harto elocuentes.

4. Faltan propuestas reales de transformación, no hay fuerzas de izquierda

No hay dudas que la movilización de la población en estos meses, aunque pudo ser provocada y tuvo un inicio de indignación clasemediera contra el «malo de la película» de turno sin ir más lejos (renuncia de la pareja «satánica» de presidente y vice, sin apuntar a las razones estructurales de fondo), abrió nuevas posibilidades.

Hay que ser cautos en este análisis: si buena parte de las marchas sabatinas tenían en su origen una manipulación fríamente pensada, abrieron también un escenario que no estaba en el guión. Algunos de esos sectores clasemedieros indignados, en alguna medida se fueron radicalizando. En el medio de esas protestas anti-corrupción aparecieron voces que pedían ir más allá: terminar con el sistema político corrupto, atacar no sólo a La Línea-1 sino a sus verdaderos beneficiarios: la clase empresarial, los corruptores. Yendo más lejos en la protesta, se pidió la postergación de las elecciones en las actuales condiciones, con las mafias enquistadas en el Estado y como financistas de buena parte de los partidos políticos. Y se llegó a pedir una Asamblea Constituyente para pensar en la reformulación del Estado. Dicho de otro modo: un profundo cambio en las relaciones de poder.

Ahora, visto tranquilamente, es claro que el pedido tenía una buena intención, pero en las condiciones actuales del campo popular y de su correlación de fuerzas políticas, no podía prosperar. De hecho, no prosperó. El encarcelamiento del presidente y la realización de las elecciones, en este momento vinieron a enfriar el estado de movilización.

En todo caso, se cumplió a cabalidad el guión estratégico de la «revolución de colores», se sacó de en medio a un símbolo de la corrupción (como era el binomio del Ejecutivo), se puso a prueba la estrategia de una comisión contra la corrupción y su funcionalidad para el sistema (gatopardismo: cambiar algo para que no cambie nada), se le cerró el camino a un político díscolo no alineado con las fuerzas tradicionales como es Manuel Baldizón, se le dio un mensaje fuerte a los sectores mafiosos que siguen ligados al Estado en relación a quién manda aquí -sectores, de todos modos, que no desaparecieron ni van a hacerlo- y se mandó a la población movilizada en las plazas a votar para cumplir una vez más con la presunta «fiesta cívica». La cabeza rodando de Pérez Molina unos días antes de los comicios completó el cuadro, tranquilizando así las aguas.

Pero las aguas, por supuesto, siguen borrascosas. Por más que se intente tranquilizarlas (¿para eso las «revoluciones de colores»?), hay corrientes turbulentas en lo profundo. De hecho: nunca dejaron de estar agitadas, pese a la «lavada de cara» que se pretende con este combate contra la corrupción. Los motivos por los que hace unos meses atrás la población rural protestaba -por ejemplo: la lucha contra las mineras-, no desaparecieron. Más aún: los motivos profundos por los que protestar, por los que hubo una Primavera Democrática en 1944 y se encendió la prolongada guerra interna hacia los años ’60 del siglo XX, no han desaparecido. Hoy por hoy, producto de la inmensa represión de décadas atrás (200,000 muertos, 45,000 desaparecidos y un terror instalado que no se ha esfumado del todo aún), más políticas neoliberales que hicieron retroceder vergonzosamente históricas conquistas populares, ante todo ello la clase trabajadora y las fuerzas de izquierda están alicaídas.

Eso no significa que las aguas se tranquilizaran. Significa, más patéticamente, que las protestas se desactivaron, se ensordecieron, se criminalizaron. Esas protestas históricas por mejores condiciones de trabajo y de vida de la inmensa mayoría de la población, con la actual jugada se reemplazaron por una «indignación» contra la corrupción. Como dice el epígrafe de este texto: ¡ahí hay agenda oculta! En la elección pasada, cuando ganara Pérez Molina, el fantasma azuzado era la violencia delincuencial, las maras; el mensaje funcionó. Hoy es la corrupción. ¿Queda claro cómo funciona eso de la guerra de cuarta generación?

Ese descontento que salió a la calle en la ciudad de Guatemala, y luego en muchas cabeceras departamentales, no pasó de momento a más. La respuesta a ello: porque no hay fuerzas alternativas, de izquierda, que puedan liderar políticamente ese malestar.

Hoy día las propuestas políticas de izquierda, o dicho de otro modo: las propuestas transformadoras que puedan anidar en el campo popular, estás desarticuladas, producto de toda la historia mencionada, y de la formidable lucha ideológica que libra día a día la derecha, nacional e internacional. La izquierda que se presenta a elecciones, penosamente queda cooptada por las reglas de juego del sistema, teniendo un caudal electoral irrelevante. El neoliberalismo campea triunfante. La historia no terminó, como había proclamado triunfal Francis Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín, pero propinó un gran golpe a las ideas de cambio social del que aún es difícil reponerse.

De todos modos, aunque no hayan aparecido propuestas concretas que logren ir más allá de las vuvuzelas y el himno nacional, es preciso reconocer que se abrieron escenarios nuevos, impensables cinco meses atrás. Las protestas históricas (por tierra, por mejoras salariales, por dignificación de las condiciones de vida, contra el machismo, la lucha contra el racismo) pueden -¡y deben!- articularse con este nuevo descontento urbano, donde confluye de todo un poco, hasta incluso jóvenes de universidades privadas. Quizá sea ampuloso llamarlo «despertar ciudadano»; pero sin dudas, hay nuevas posibilidades abiertas.

Todo ello lleva a la última conclusión, y sin dudas la más importante.

5. ¡Hay por qué seguir protestando!

No es cierto que el país «entró en una nueva era de civismo», de democracia, de ciudadanía responsable. Ese es el discurso mediático que la derecha impone. Con esta masiva salida de población a las calles en las ciudades, poco ha cambiado en la estructura profunda de la sociedad. Esa es la cruel realidad. Tenemos un ex presidente y una ex presidenta presos, junto a otros funcionarios también entre rejas. Pero no está ahí el cambio real. Lo que ha sucedido y resulta verdaderamente importante es que se abrió una perspectiva novedosa, inédita un corto tiempo atrás.

La población ha perdido el miedo. Eso es sumamente importante, marca un cambio. Guatemala, no hay que confundirse, sigue siendo un país tremendamente injusto, desigual, con profundos problemas que se arrastran desde siglos. Eso no cambió, ni puede cambiar, porque una Fiscal General (¿presionada por la Embajada de Estados Unidos?) o una instancia internacional como la CICIG han denunciado unos cuantos ilícitos. Nadie puede negar que esas denuncias, estos nuevos aires anti-corrupción que ahora corren, ver a altos funcionarios presos por los desfalcos cometidos, aunque no constituyan un cambio en lo profundo, son alentadores. Son, por supuesto, una buena noticia. Pero lo esperanzador que se nos abre en estos momentos es la rebeldía, el inconformismo, la pérdida de la apatía que comienzan a darse. Ahí está el germen de un auténtico cambio. Lo importante, en ese sentido, es lograr que el calor de meses atrás no se disipe.

Se terminaron las marchas de los sábados; ya pasó la primera vuelta electoral y ahora «la democracia» (léase: el sistema de libre mercado de un país dependiente y agroexportador) pareciera dirigirse hacia la segunda vuelta el próximo 25 de octubre para elegir «civilizadamente» la nueva administración que regirá los destinos nacionales por cuatro años. En el medio de todo ese libreto bien organizado quedan muchas, muchísimas razones para seguir saliendo a la calle (y articulando esas protestas con otras que siguen estando, aunque no ocupen las carteleras). ¿Por qué protestar entonces?

· El sistema electoral y los partidos políticos siguen regidos por la misma Ley que permite y fomenta la corrupción.

· La corrupción sigue siendo un mal endémico en la estructura, que no desaparece porque algunas funcionarios hoy estén presos (la Línea-2 sigue existiendo, no olvidarlo).

· La impunidad es el pan nuestro de cada día en el ejercicio de cualquier forma de poder.

· La pobreza del 54% de la población que sobrevive con 2 dólares diarios no ha terminado.

· El salario básico -que cobra apenas la mitad de los trabajadores en relación de dependencia- sigue siendo famélico, pues cubre apenas la mitad de la canasta básica.

· El Estado sigue teniendo la segunda carga fiscal más baja del continente americano.

· La tierra cultivable continúa monopolizada por un pequeño grupo de propietarios, mientras la gran mayoría de campesinos no tiene tierra, o tiene parcelas minúsculas que no permiten ir más allá de pobres economías de subsistencia.

· Los servicios públicos siguen siendo deficientes.

· La empresa privada, más allá de su preconizada eficiencia, es eficiente para ganar dinero, sin reparar en explotación y costos ambientales.

· El racismo visceral que marca toda la historia no ha desaparecido.

· El machismo patriarcal, que es una cultura metida a sangre y fuego, aún persiste casi intocable.

· La población desesperada sigue saliendo en masa (huyendo) como inmigrante irregular en búsqueda del sueño americano.

· A la población se la sigue engañando continuamente con sucesivos y nuevos espejitos de colores.

En otros términos: sobran motivos por los que seguir en pie de lucha. Como se dijo por ahí: ¡Que la calle no calle!

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.