Cuando señalamos el poder y los poderosos tentáculos de la industria nuclear, la permanente y cuidada desinformación de sus portavoces autorizados, los riesgos nada ficticios de la apuesta atómica y los múltiples y abultados intereses en juego, los ciudadanos y ciudadanas que mantenemos posiciones antinucleares solemos argumentar, e ilustrar nuestra argumentación, del modo siguiente: Finales […]
Cuando señalamos el poder y los poderosos tentáculos de la industria nuclear, la permanente y cuidada desinformación de sus portavoces autorizados, los riesgos nada ficticios de la apuesta atómica y los múltiples y abultados intereses en juego, los ciudadanos y ciudadanas que mantenemos posiciones antinucleares solemos argumentar, e ilustrar nuestra argumentación, del modo siguiente:
Finales de julio de 2007, un terremoto de intensidad 6,8 golpea la provincia de Niigata, en la isla de Honsu, a 200 kilómetros de Tokio y pone fuera de funcionamiento Kashiwazaki-Kariwa, una gigantesca planta nuclear de las más grandes del mundo. Nueve personas fallecen y un millar resultan heridas a causa del terremoto. Se destruyen o dañan unas 800 casas; vías y puentes quedan impracticables; se corta el suministro de agua, gas y electricidad; se averían instalaciones industriales de la zona.
El accidente generó preocupación sobre la seguridad de ‘lo nuclear’. La planta, propiedad de la TEPCO (Tokyo Electric Power Company), posiblemente esté situada encima de la línea de una falla sísmica. Los informes elaborados en aquellos momentos hablaban de fugas radiactivas, de conductos obsoletos, de tuberías quemadas, aparte de los incendios. Centenares de barriles de residuos radioactivos se vinieron abajo. Marina Forti [1] , una periodista especializada en problemas ecológicos y mediombientales, habló de más de 1.000 litros de agua radioactiva vertidos al mar [2] y de fugas de isótopos radiactivos en la zona. Los responsables de la central, después de dudas y vacilaciones, lo admitieron finalmente: el terremoto provocó un desastre. Lo sucedido no fue una «pequeña fuga» radiactiva sin consecuencias para el medio ambiente.
Una agencia japonesa divulgó que un centenar de barriles de escoria de baja radiactividad resultaron afectados por el terremoto; otros, sin precisar el número, se desprecintaron. Un portavoz empresarial admitió que «sólo» la mitad de los 22.000 barriles almacenados cerca de la central -es decir, ¡11.000 barriles!- estuvieron bajo control los días siguientes al accidente y también aceptó que se habían producido emisiones a la atmósfera de «pequeñas cantidades» de sustancias radioactivas como cobalto 60, yodo y cromo 51. Unas doce mil personas tuvieron que ser evacuadas de Kashiwazaki, una ciudad de unos 95.000 habitantes cercana a la central.
El portavoz de TEPCO tuvo que aceptar que los reactores de la central nuclear fueron diseñados para resistir terremotos, pero sólo -insistió- hasta determinada intensidad, inferior a la magnitud del seísmo registrada aquel lunes de julio de 2007. Se desplomó con ello uno de los últimos mitos sobre seguridad de la industria nuclear: la creencia cientificista de que es posible construir plantas capaces de resistir todo tipo de terremotos.
El ahora ex primer ministro japonés, el conservador Shinzo Abe, declaró poco después de lo ocurrido que creía que las centrales nucleares sólo podían ser gestionadas con éxito contando con la confianza de la ciudadanía. Confianza ciega o cegada, se olvidó de decir.
En un escrito de Eduard Rodríguez Farré publicado como nota editorial en mientras tanto en 1981 [3] ya se hablaba de que el secreto y la tergiversación empresarial y gubernamental sobre los riesgos ambientales y sanitarios de determinadas actividades industriales habían sido puestos en evidencia de forma notoria durante un accidente nuclear en otro central japonesa, en la Tsuruga.
En esta ocasión, entre el 10 de enero y el 8 de marzo de 1981, ocurrieron fugas de líquidos radiactivos, pasando unos 40.000 litros desde los depósitos de residuos de la central a las cloacas de la vecina ciudad de Tsuruga, donde entonces vivían unas cien mil personas. El accidente, entonces el más grave desde el comienzo de la nuclearización nipona, no fue conocido por los habitantes de la ciudad, ni por la ciudadanía en general, hasta el 20 de abril, unos cien días después. Más tarde se supo que la empresa propietaria de la central, la Compañía Japonesa de Energía Atómica, conocía perfectamente los hechos desde el principio y que hizo todo lo posible para ocultarlos.
Sin olvidar lo ocurrido en Tokaimura en 1999. Este accidente nuclear, a 120 kilómetros al noreste de Tokio, no lejos de Naka-machi, se considera el más grave después del de Chernóbil. Su causa fue la reacción en cadena que se produjo por la decantación de una cantidad anormalmente elevada de solución de nitrato de uranio enriquecido debido a un error humano en su manipulación. Los dos obreros de la central que participaron en el proceso fallecieron al recibir dosis letales. E l Informe de los inspectores de la AIEA (Agencia Internacional de Energía Atómica) s obre este accidente [4] constata que se produjo por la manipulación de uranio enriquecido hasta un 19% en U 235 en cantidades tales -16 kg en total- que superaron la masa crítica – algo más de 2 kilos- iniciándose con ello una reacción de fisión. Se consigna igualmente que la planta llegaba a enriquecer uranio hasta un 50% [5] .
Los defensores de la opción nuclear suelen quitar hierro a estas informaciones: son sucesos extraordinarios, muy pero que muy infrecuentes, que exigen, eso sí, actuaciones extraordinarias y no siempre impecables. Es posible que autoridades y responsables corporativos no sean totalmente claros e incluso, puestos a admitir, que oculten algún dato y alguna información lateral, pero éste, suelen decir los intelectuales orgánicos de lo nuclear, no es el pan nuestro de cada día en la industria nuclear. Los accidentes son infrecuentes, muy infrecuentes; la vida diaria de lo atómico-nuclear marcha por otros senderos aproblemáticos y, desde luego, sin ocultamientos.
¿Será eso? No, no es eso. Se oculta información nada marginal a la ciudadanía y se oculta conscientemente los desatinos planificados y ejecutados.
Veamos otro ejemplo más que relaciona vértices distanciados de la industria nuclear europea.
Liberación y un documental de la cadena Arte TV [6] daban cuenta recientemente de los puntos esenciales de una investigación llevada a cabo por Laure Noualhat y Eric Guéret. La compañía nuclear francesa EDF lleva varios años escondiendo en Siberia, y ocultando a la opinión pública francesa e internacional de paso, cientos de toneladas de desechos radiactivos de sus centrales nucleares, desechos que ni ella ni su empresa afín, Areva, saben reciclar.
En Francia están actualmente en funcionamiento 58 reactores nucleares. De los cientos de toneladas de desechos que generan actualmente, se producen unas 810 toneladas de uranio empobrecido salido de las barras de combustible de la fusión de las centrales: 690 toneladas son almacenadas cerca del complejo de Tricastin, en el Ródano, cuyos accidentes no son infrecuentes, y 120 toneladas parten anualmente rumbo a Rusia.
Después de recorrer unos 8.000 kilómetros por mar y tierra, el uranio, publicitariamente denominado «empobrecido», es depositado, según pudieron verificar directamente los investigadores franceses, en unos contenedores a cielo abierto en Severks, una ciudad rusa que forma parte del complejo nuclear y civil de Tomsk-7, en la frontera con Kazajastán.
Ocultamientos a la opinión pública, traslados de 8.000 kilómetros de mercancía nuclear, externalidades de la industria atómico-nuclear, ciudades de una Rusia empobrecida y derrotada como depósitos nucleares, contenedores a cielo abierto,…
Otra arista oculta más, otro ejemplo del poder atómico-nuclear y de su lado oscuro. Aristas que se suman a los daños colaterales de la era de la globalización, del comercio internacional, de la subordinación de ciudadanías y de la sumisión impuesta de países, y de situar, como casi siempre, al deseado penique en el puesto de mando de cualquier consideración.
Por lo demás, que sea Rusia el país tratado colonialmente, el territorio en el que se depositan «a cielo abierto» desechos que no se saben «reciclar», dice mucho, y con claridad cartesiana, del mundo surgido tras la desintegración de la Unión Soviética y la derrota de un socialismo real que, admitámoslo, estaba errado en numerosos pronunciamientos y realidades pero conservaba frescura y veracidad para señalar sin error que la espina dorsal del capitalismo era la impiedad, el desvarío y la locura civilizatoria.
PS: Andrés Pérez, el corresponsal de Publico en París, comenta en su artículo que EDF recurrió el 12 de octubre a la típica distinción teórica entre desechos valorizables de las centrales y residuos finales. ¿Qué uranio es el transportado a Rusia? El uranio reciclable salido del tratamiento de los combustibles de las centrales de la empresa. Allí es «enriquecido», señala la multinacional. Pero tanto EDF como Areva han reconocido que sólo saben reciclar esa supuesta materia valorizable, no la enviada a Rusia.
[1] Marina Forti, que colabora regularmente en el diario italiano Il Manifesto, escribió un excelente artículo que tituló: «Japón: el desastre en la central nuclear más grande del mundo acaba con uno de los últimos mitos de la industria nuclear». http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=1332. Traducción de Leonor Març
[2] Cantidad muy alejada d el litro y medio de agua radiactiva del que se habló un día después del accidente.
[3] » El síndrome de Tsuruga (Energía nuclear y violencia institucional)», mientras tanto, nº 8, 1981 (nota editorial).
[4] A consecuencia de él, se evacuó a 161 personas residentes a varios cientos de metros de la instalación y se alertó a la población, unos 300.000 habitantes en un radio de 10 Km, para que permaneciese en sus casas
[5] Por lo demás, una pregunta sin fácil respuesta parece imponerse: ¿para qué enriquecía uanio Japón hasta estos niveles?
[6] Véase http://www.rebelion.org/noticia.php?id=93296 y Andrés Pérez, «Francia esconde en Siberia desechos radiactivos», Público, 13 de octubre de 2009, p. 36.
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