Traducido para Rebelión por Juan Vivanco
Gran escándalo ha causado el fallo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo que, al admitir la denuncia de una ciudadana italiana, declara que la presencia de crucifijos en las aulas atenta contra la libertad de los padres para educar a sus hijos con arreglo a sus convicciones, y contra la libertad de religión de los alumnos. Escandaliza enormemente a los católicos apostólicos romanos. Pero no a los cristianos. Porque también hay cristianos que no son apostólicos romanos y no consideran que el símbolo de la cruz sea su valor esencial. Por supuesto, dista de ser ofensivo para quienes son ateos y no tienen religión, como yo, ni tampoco me parece ofensivo para quienes profesan otra religión.
El elemento extraordinario de la sentencia, destinada a provocar no sólo escándalo sino también debate y enfrentamiento, es el hecho de que irrumpe en la pantalla plana de la realidad italiana que vive ―¿vivirá?― durante milenios a la sombra del poder de la Iglesia romana. Desde este punto de vista es la crítica profunda a su símbolo por excelencia, la cruz. Propuesto hasta ahora como una simbología impuesta, colgada en todos los colegios, los hospitales y las oficinas como la seña de identidad de nuestra cultura. Una omnívora cultura de estado. Y los católicos no renunciarán fácilmente a la idea de que son los gestores de la religión de estado.
No en vano, sin embargo, el tribunal europeo ha añadido que los alumnos de todas las edades pueden interpretar fácilmente la presencia de los crucifijos en las aulas como un evidente símbolo religioso, que por lo tanto podría condicionarles: aunque es un estímulo para los niños ya católicos, puede ser un condicionamiento y un trastorno para los de otras religiones y los ateos.
Estalla la ira del Vaticano, el gobierno de centroderecha acusa, desde la oposición democrática balbucean: «Es una cuestión de cultura, de tradición». Muy bien, abramos entonces el libro negro de esta cultura y esta tradición. El catolicismo de la Iglesia romana esconde tras el crucifijo, interpretado como redención, una cultura y una historia de violencias, atropellos y guerras. En nombre de la cruz se han cometido grandes fechorías, cruzadas, inquisiciones, el saqueo y las matanzas del Nuevo Mundo, la bendición de los imperios y de los hombres de la providencia. No olvidemos que hasta el siglo XIX el catolicismo prohibió traducir a la lengua vulgar la Biblia y el Evangelio.
En nombre de ese «signo» se han cometido los crímenes más atroces. Y se cometen, con las prohibiciones contra el derecho de los hombres a administrar el conocimiento y la libertad individual y sexual. Si es «nuestra cultura», como declaran la intrépida ministra Gelmini y el «pontífice» Buttiglione, que tacha la sentencia de Estrasburgo de «aberrante», ¿por qué no hablamos del lado oscuro de la cruz como simbología de poder? Pero es como si siguiéramos diciendo: el espacio de lo visible, de la iconografía cotidiana de la realidad, es mío, lo manejo yo y pongo en él los emblemas que yo quiero. Ahí está el error.
Grita la Conferencia Episcopal que la sentencia es «ideológica». Que nos hable de la violencia en la cultura histórica de la Iglesia romana apostólica, de las hogueras contra la razón herética que por sí sola hizo avanzar a la humanidad. Si lo que se quiere defender es su origen salvador para todos, entonces hay que aceptarlo y adaptarlo al presente, porque al principio no era más que un signo para identificar los lugares clandestinos de oración y culto. No un símbolo impuesto, que podría remitir a un ritual de muerte, contra los demás, contra las otras culturas, historias y religiones.
Ojalá la realidad que nos rodea, y en primer lugar la realidad formativa de la escuela, vuelva a ser un espacio creativo más allá de las religiones, sin imponer a nadie las obligaciones opresivas de los valores ajenos.
Fuente: http://temi.repubblica.it/