Traducido por Antoni Jesús Aguiló y revisado por Àlex Tarradellas
Los desasosiegos de Portugal son a largo y medio plazo, y sólo ellos nos ayudan a entender de qué modo respondemos a las crisis a corto plazo. Durante el siglo XVIII, los barcos que traían el oro de Brasil atracaban en el puerto de Lisboa, pero a menudo continuaban hacia Inglaterra para que nuestra deuda soberana fuese pagada. Quien quiera ver un paralelismo con lo que pasa hoy en día, basta que sustituya los barcos por Internet e Inglaterra por acreedores sin rostro.
Portugal es desde hace tiempo un país semiperiférico o de desarrollo intermedio. En el actual sistema mundial es muy difícil salir de este estado, ya sea por arriba (promoción a país desarrollado) o por abajo (descenso a país en desarrollo). Las convulsiones o grandes transformaciones políticas crean oportunidades y riesgos, y los países mejoran de estatus si aprovechan las oportunidades y evitan los riesgos. De este modo, Italia en la posguerra fue ascendiendo a país desarrollado, mientras que Portugal, debido al fascismo y la guerra colonial, desperdició esa oportunidad.
El 25 de abril y el ingreso en la Comunidad Económica Europea (CEE) de Portugal crearon nuevas oportunidades y trajeron otros riesgos, y una vez más no aprovechamos las primeras y no evitamos los segundos. La tentativa socialista estatalizante de 1975 fue un gran riesgo; los términos de la integración en la CEE no preservaron ni la agricultura ni la pesca portuguesas ni las relaciones históricas con las ex colonias. Por otra parte, los fondos estructurales de cohesión fueron desbaratados, hecho que representa la historia más secreta de la corrupción en Portugal .
El euro, en combinación con la apertura de la economía europea al mercado mundial, fue el último golpe a las aspiraciones portuguesas, pues teníamos textiles y zapatos para vender, pero no aviones ni trenes de alta velocidad. Los términos de la integración iban siendo más desfavorables para nosotros, el proyecto europeo se fue desviando de las voluntades originales y los mercados financieros se aprovecharon de las brechas creadas en la defensa de la zona euro para lanzarse al pillaje en el que son expertos, agravando las condiciones del país mucho más allá de lo que puede ser atribuido a nuestra negligencia o incompetencia.
Vivimos la hora de los grupos dominantes, cuyo poder parece demasiado fuerte para ser desafiado. La democracia, que aparentemente controla su poder, parece secuestrada por él. Vivimos un tiempo de explosión de la precariedad, concentración obscena de la riqueza, empobrecimiento de las mayorías e incontrolable pérdida del valor de la fuerza de trabajo. Y si es cierto que todas las crisis son políticas, no es menos cierto que no se politizan por sí.
La lucha por definir los términos de la crisis es siempre el primer momento de la politización y el más adverso para los grupos sociales que más la sufren. Los grupos sociales que producen la crisis mantienen en general, y salvo casos raros de colapso sistémico, la capacidad de definir la crisis con el fin de perpetuar sus intereses durante y después de ella. La crisis sólo deja de ser destructiva en la medida en que se transforma en una nueva oportunidad para las clases sociales que más la padecen. Y, para ello, es necesario que los términos de la crisis sean redefinidos para emancipar y hacer más creíble la posibilidad de resistencia, lo que implica lucha social y política.
En nuestro caso, la posibilidad de redefinición de la crisis es más consistente que en otros países. Sólo por mala fe o derrotismo puede decirse que la situación de la economía justificaba los ataques especulativos de los que fuimos objeto. Basta consultar las estadísticas más recientes (febrero) del Eurostat relativas a la evolución de la actividad económica: en el período analizado, Portugal fue uno de los países de la Unión Europea en el que más crecieron l os nuevos pedidos a la industria. Si hay un país intervenido que tiene legitimidad para exigir la renegociación y reducción de la deuda, ése es Portugal.
Esta legitimidad justifica la lucha, pero no la hace emerger. Para ello es necesario que los ciudadanos y partidos disconformes transformen el inconformismo en acción colectiva de desobediencia financiera.
Artículo original del 4 de mayo de 2011.
Fuente:
http://www.cartamaior.com.br/templates/colunaMostrar.cfm?coluna_id=5040
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo y profesor catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coimbra (Portugal).