Aquella frase: «la suerte está echada» se suele usar cuando se asegura un punto sin retorno, es decir, cuando se emprende una ruta en la que ya no hay vuelta atrás. A su manera, la tuvo en cuenta Hernán Cortés, cuando quemó sus naves al desembarcar en tierra firme en las áridas costas del Yucatán […]
Aquella frase: «la suerte está echada» se suele usar cuando se asegura un punto sin retorno, es decir, cuando se emprende una ruta en la que ya no hay vuelta atrás. A su manera, la tuvo en cuenta Hernán Cortés, cuando quemó sus naves al desembarcar en tierra firme en las áridas costas del Yucatán y se dispuso conquistar el Imperio Azteca.
La frase fue dicha por el Emperador Romano Julio César, al cruzar el Rubicón, un anchuroso y turbulento río en las proximidades de las Galias, con sus legiones. La acción fue trascendente porque a ningún general se le permitía, en aquellos años, cruzar un río con su ejército en armas. Cuando resolvió hacerlo, Julio César se hallaba en las proximidades de la Galia Cisalpina, en el norte de Italia, y fue consciente que estaba cometiendo una ilegalidad que lo convertiría automáticamente en criminal, enemigo de la República. Si algo le habría de suceder en el futuro, el caso ya no tendría remedio. Sus hombres debían actuar.
Algo así -mutatis mutandi- está ocurriendo hoy en el Perú. En efecto. Luego de 35 días del inicio de la huelga regional en Cajamarca, como bien lo anota el escritor Eduardo González Viaña, el Perú no obtuvo ni agua ni oro. Tan solo sangre. Ollanta Humala se puso ante una disyuntiva similar, cruzar un río, sólo que este no trae caudalosa agua, sino turbulenta sangre. Si, finalmente lo cruza, Humala habrá forjado su propio Rubicón en cuya orilla ya se encuentra
Cinco muertos fue el desenlace -tal vez provisorio- de una confrontación que habrá de seguir, de confirmarse obcecada la voluntad del gobierno que «se cierra en banda» y se niega a revisar su decisión en torno al proyecto de Conga, que ya nace -como decía Marx en relación al capitalismo de 1848- rezumando sangre y lodo por todos sus poros, de los pies a la cabeza. Vista de cualquier ángulo, la acción represiva desatada contra el pueblo de Celendín, en la heroica Cajamarca, el martes 3 de julio no tiene la menos justificación.
Hagamos, por si aún fuera necesario- una sumaria reconstrucción de lo ocurrido: los trabajadores de Construcción Civil, que tenían un reclamo pendiente con el municipio por el pago de salarios por parte de la autoridad edil, hicieron una protesta ante el municipio. La demanda, que no fue atendida, derivó en acciones de violencia contra algunos ambientes públicos. En otras palabras, se tornó en una asonada de las que suelen ocurrir cuando los ánimos se caldean, la violencia asoma como regla y atizan el conflicto algunos provocadores no identificados. Pero, en este tema, ¿Dónde estuvieron los «antimineros»? ¿Dónde los «enemigos de Conga», como los suele llamar la prensa amaestrada? ¿Dónde Santos, Arana o Saavedra? ¡Por ninguna parte! No tuvieron participación alguna en los hechos de los que se hallaban a considerable distancia.
Entonces ¿Por qué contra ellos la carga represiva? Por una explicación muy simple: porque ella fue digitada y orientada por la empresa Yanacocha que tiene muy estrechos vínculos con los mandos policiales y militares de la región por cuanto los sustenta, como ha quedado demostrado en diversas ocasiones. Ellos y las bandas paramilitares creadas por la empresa, cumplen la tarea de amedrentar a quienes la empresa juzga «enemigos» de la inversión minera.
Los muertos, fueron civiles, y los heridos uniformados. Los primeros, recibieron bala, y los segundos piedras. Los civiles fueron perseguidos, apaleados y capturados a mansalva. Y los uniformados ejercieron odio y venganza no solamente llamando «perros» a los pobladores, sino usando contra ellos además de varas y fusiles, gruesos e impublicables improperios; resultado, seguramente de la «esmerada educación» que reciben en las escuelas antiterroristas a las que concurren bajo la sabia orientación de oficiales norteamericanos e israelitas.
Esos mismos «cazadores de perros» -según parece- detuvieron en la Plaza de Armas de la ciudad de Cajamarca -a 105 kilómetros de distancia de Celedín, y a tres horas se distancia por una ruta mitad afirmada y mitad asfaltada- al sacerdote Marco Arana. La meliflua y farisaica voz de Cecilia Valenzuela nos hizo saber que estaba bien detenido porque era «subversivo» e imperaba ya un «Estado de Emergencia». Nadie le dijo, sin embargo que no era ningún acto «subversivo» defender el agua de una región, y que si bien el «Estado de Emergencia» permitía cualquier detención sin mandato judicial previo, nada autorizaba a golpear a una persona, atacarlo a mansalva con armas en la mano y en grupo, propinarle puntapiés, arrastrarlo por la vía pública, lanzarlo en un vehículo, trasladarlo a un recinto policial y agredirlo allí brutalmente. Eso es lo que la jurisprudencia internacional llama una «detención indebida» considerando además, la tortura como accionar repudiable. Doce horas después, Marco Arana fue liberado para consternación de la Valenzuela y de Aldo Mariátegui quienes acusaron de «debilidad» por ello a Ollanta Humala y a su gobierno. Keiko Fujimori también metió su vela en este entierro. Dijo textualmente: «no basta declarar emergencia en tres provincias, ¡hay que dar una batalla total contra la subversión!». En otras palabras, hay que declarar en emergencia todo el país y detener y encarcelar en a todos los Marco Arana que pululan en nuestro territorio. La paz de cementerios es el grito de hoy.
Es indispensable que, en esta circunstancia, la gente se pregunte ¿a qué se debió el clima de violencia montado en Cajamarca? Lo primero que hay que decir es que se trató de un clima artificialmente montado. Es decir, que nunca respondió a la realidad. Fue construido a partir de una asonada callejera con algunos provocadores y generó una represión brutal, que se extendió a todo el departamento. Y es que esa era la mecha de esperaban algunos represores para actuar de inmediato. Tan artificial fue la acción que los disparos fueron hechos no con «balas de goma», como quiso decir la versión inicial, sino con balas de fusil manipuladas no por policías sino por militares que «apoyaban» a la PNP. ¿No habrían sido «tiradores emboscados» como los que asesinaron a inocentes pobladores en Espinar? ¿Y no lo habrían hecho precisamente para desplegar luego un alud de acciones represivas contra la población civil? ¿Y no habría estado la minera Yanacocha tras estos luctuosos sucesos? A todo esto, ¿dónde están y qué hacen los «comandos de acción» del APRA que suelen intervenir en acciones de pillaje de este corte, como se confirmó en Lima el 10 de septiembre de 1971 y el 5 de febrero de 1975? ¿Y dónde los fujimoristas que le dieron la victoria electoral a Keiko en Cajamarca en los comicios del 2011? ¿Se graduaron de patriotas y defendieron con su sangre los derechos de las poblaciones, o actuaron azuzando el caos, la violencia y la muerte para ahondar la crisis nacional y mostrar las miserias de un gobierno que no atina a superar sus propias limitaciones.
La nominación de «facilitadores» de la Iglesia es, en este marco, una buena señal, pero hechos como la liberación de León Alegría y la aprobación de dispositivos que amparan a personajes como Calmell del Solar, un contraste, en un país como el nuestro al que Bolívar sintetizara en dos vocablos: oro y esclavos.
Convengamos: Ollanta Humala tiene una alta responsabilidad en lo ocurrido. Debe demostrar que no está enceguecido por el resplandor del oro y que no es esclavo del Imperio. Alguien nos dijo que parecía un náufrago en un océano tempestuoso. Y, por cierto, lo parece. Ahora, para reivindicarse ante los ojos del pueblo, debe condenar estos crímenes y tomar distancia de ellos, de sus impulsores y ejecutores, comenzado por el «premier» Valdez y sus acólitos al servicio de los yanquis. Y demostrar que es consecuente con sus propias palabras y su conducta del pasado. Si, en lugar de eso, atraviesa su turbulento Rubicón de sangre, habrá dado un paso sin retorno.
Gustavo Espinoza M. Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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