Desde hace algunos meses la centralidad de la Federación de Rusia está siendo una tónica bastante habitual, tanto en materia doméstica, como en relación a determinados acontecimientos internacionales. El denominado «caso Snowden» y las posteriores tensiones con Estados Unidos, la guerra en Siria o la reunión del G-20 en San Petersburgo, han estado acompañados de […]
Desde hace algunos meses la centralidad de la Federación de Rusia está siendo una tónica bastante habitual, tanto en materia doméstica, como en relación a determinados acontecimientos internacionales. El denominado «caso Snowden» y las posteriores tensiones con Estados Unidos, la guerra en Siria o la reunión del G-20 en San Petersburgo, han estado acompañados de otros acontecimientos, en clave local, como las inundaciones en las regiones del este de Rusia, el llamado «caso Navalny», la detención de centenares de emigrantes en Moscú, junto al auge de determinadas posiciones xenófobas y los ataques contra homosexuales, y las recientes elecciones municipales.
La decisión de Moscú de conceder asilo a Edward J. Snowden no gustó nada en Washington, y a pesar de las presiones que desde la Casa Blanca, los dirigentes rusos se mantuvieron firmes en su decisión. En ese contexto se produjo la cancelación por parte de EEUU de la cumbre que en septiembre debía tener lugar entre Obama y Putin, y ello se quiso presentar como un serio revés para los intereses del presidente ruso.
Sin embargo, esa lectura interesada no se corresponde con la realidad. En estos momentos Putin está interesado en los acontecimientos internacionales (el caso de Siria es un buen ejemplo), pero la prioridad de su agenda también estába en clave doméstica. Por eso desde el Kremlin se apuntó las pocas ventajas que se podían obtener en la actual coyuntura, y sí únicamente demandas unilaterales por parte de EEUU, en materias como Snowden, Siria, liberalización de visados, derechos de la comunidad gay o reducciones en los armamentos nucleares.
Por ello Putin entendía la imposibilidad de llegar a acuerdos importantes en materia como las relaciones económicas, el control de armas o los conflictos regionales. Y ello no sólo por las evidentes dificultades que atraviesa Obama a nivel doméstico, sino por la filosofía que rige las relaciones entre ambos estados desde el prisma de Washington.
Desde EEUU se rechaza tratar a Rusia de igual a igual, pretenden configurar un escenario donde se produzca una «relación de igualdad entre socios evidentemente desiguales». Como apuntaba un analista, «Estados Unidos espera deferencia, Rusia insiste en la independencia. Para Washington, la asociación con Rusia significa que Moscú ayude en la agenda de EE.UU., para Moscú, significa respetar la diferencia. Para muchos EEUU, Rusia representa un régimen político autoritario y ese es el principal obstáculo para las relaciones normales, mientras que muchos en Rusia, creen que el verdadero obstáculo es la política intrusiva de los norteamericanos».
Las presiones por su parte seguirán protagonizando la actitud de EEUU hacia Rusia. Los Juegos Olímpicos de invierno en Sochi el próximo año, la reunión del G-8 en Rusia ese mismo año o el posible aumento de la lista Magnitsky, por la que ciudadanos rusos (muchos de ellos funcionaros de la Administración rusa) tienen prohibida la entrada a EEUU y están sujetos además a una seri de restricciones financieras.
La reunión que celebró en San Petersburgo el llamado grupo de los G-20 es una buena muestra también de ese pulso que mantienen Rusia y EEUU. Esa especie francachela internacional, como la ha definido un periodista recientemente, «una reunión de varias personas para comer, beber y divertirse», cuanta con una supuesta agenda oficial que gira en torno a diferentes materias económicas.
No obstante, tras esa fachada oficial, los protagonistas llevan su propia agenda de intereses, y es en torno a las mismas donde se producen los encuentros bilaterales o a varias bandas. Y sin duda en esas reuniones, Siria, las nuevas leyes aprobadas en Rusia y los juegos de Sochi estuvieron sobre la mesa.
La fotografía entre Putin y Obama, las declaraciones previas del dirigente ruso en televisión, o la reunión del propio presidente norteamericano en San Petersburgo con destacados miembros de la oposición rusa muestran parte de lo que caracterizará a las relaciones entre ambos estados en los próximos meses.
Desde Occidente (su élite política y determinados medos de comunicación) se tiende a presentar una realidad distorsionada e intersada de Rusia, que en gran medida es producto de «expectativas irreales y precipitadas» que muchos sacaron tras la desapariciónd el llamado espacio soviético, y la reacción de los citados actores al reciente artículo de Putin en el New York Times es una buena muestra de ello.
La política exterior rusa ha ido variando en los últimos trece años. La primera etapa presidencial de Putin estuvo caracterizada por una colaboración con EEUU (al hilo del 11-s) y una mayor relación con la Unión Europea, lo que algunos definieron como «la elección de Europa» por parte de Rusia. Sin embargo, el segundo mandato trajo consigo algunos cambios estructurales en ese ámbito. Con un alejamiento de la órbita occidental y una oposición a EEUU en asuntos globales. La guerra contra Georgia (2008) y el discurso de Putin en Munich (2007) son dos ejemplos de esa nueva tendencia.
Con la presidencia de Medvedev se apostó por un «reajuste de las relaciones con Washington, y por fomentar los acuerdos con estados desarrollados». Y ahora, ante la nueva etapa presidencial de Putin, la política exterior rusa está teniendo en cuenta diferentes factores, tanto domésticos como internacionales.
La situación doméstica y las condiciones económicas tienen un peso importante en estos momentos a la hora de definir la actuación del Kremlin en la escena internacional. Los cambios en la sociedad rusa y los deseos de Putin de preservar su imagen en el futuro tienen su peso, pero también es importante resaltar que los asuntos domésticos rusos están siendo utilizados por EEUU a la hora de afrentar sus relaciones.
La apuesta por un mundo multipolar puede suponer el final de un mundo dominado claramente por EEUU y sus aliados occidentales, quienes además mantienen una política internacional «más destructiva que constructiva, y es ahí donde Rusia debe defender su independencia».
Rusia busca un sistema internacional donde la seguridad se base en las instituciones de Naciones Unidas, y sobre todo en el consenso de los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad. En definitiva, que no se tomen medidas de gran calado sin la aporbación rusa. Por ello, para Putin, «una equidad entre las grandes potencias es la clave para la estabilidad del planeta».
El objetivo de una política exterior «renovada» trae consigo lo que se ha definido como la presencia rusa «en todos lo frentes». Desde Moscú se ha dejado claro cuales son las prioridades rusas en esta materia: importancia a las relaciones dentro del antiguo espacio soviético (algunos hablan incluso de una especie de Unión Euroasiática), y los viajes de Putin demuestran esa centralidad; aumento de las relaciones con otros estados asiáticos, pero evitando salpicarse de los enfrentamientos que se producen en aquella región; unas relaciones con la EU caracterizadas por la economía y un alejamiento de las posiciones de la OTAN y de otras instituciones similares de Occidente; y de cara a EEUU, una relación basada sobre todo en la soberanía e independencia de Rusia.
Rusia está recuperando su peso en la escena internacional, es evidente que no estamos en un escenario similar al de la Guerra Fría, pero también todo parece indicar que nos dirigimos a otro mundo diferente del que surgió tras el final de la misma. Y en esta nueva situación los dirigentes rusos quieren marcar su propia agenda internacional.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.