Celso Pastrana, el conocido oficial de policía que tuvo el valor de encabezar la huelga de su institución en mayo de 1987, formuló un certero comentario a mi artículo de la semana pasada, titulado «Un fracaso más, sí importa» y que estuviese dedicado a analizar las causas del fracaso del anunciado motín policial el 5 […]
Celso Pastrana, el conocido oficial de policía que tuvo el valor de encabezar la huelga de su institución en mayo de 1987, formuló un certero comentario a mi artículo de la semana pasada, titulado «Un fracaso más, sí importa» y que estuviese dedicado a analizar las causas del fracaso del anunciado motín policial el 5 de febrero pasado.
En la parte final de su nota, Celso recuerda un episodio interesante en torno a uno de los episodios más candentes de dicho conflicto. «Recuerdo -dice- tu presencia el 18 de mayo de 1987 cuando saliste del Congreso y te entrevistaste conmigo en plena lucha en la Avenida Abancay, me acompañaste a romper el cerco de los soldados del ejército, agarraste con tu mano un fusil de uno de los soldados que apuntaba y lo hiciste a un lado, yo hice lo mismo con otro soldado, valiente tu actitud que siempre voy a reconocer. La lucha continúa, que no quede duda.»
Y así fue, claro, aquel mediodía en el que numerosos contingentes de la policía nacional -uniformados unos y de civil otros- marcharon por la avenida Abancay en demanda de atención a legítimos reclamos, pidiendo la comprensión de la ciudadanía y el apoyo concreto de quienes querían defender sus derechos.
Con Roberto Rojas Grajeda, Efraín Vásquez y Yehude Simon Munaro, de la representación parlamentaria de Izquierda Unida en ese entonces, consideramos nuestro deber acudir a ese llamamiento y nos hicimos presentes venciendo la resistencia militar que ya se había extendido por las calles y avenidas aledañas al Palacio Legislativo.
Pudimos, en ese marco, abrir paso a los manifestantes e impedir transitoriamente que, contra ellos, los soldados hicieran uso de sus armas de fuego. A esa circunstancia, es que alude el recuerdo de Pastrana. Esforzadamente llegamos a la Plaza Bolívar y obtuvimos una audiencia con el Presidente del Senado, el caracterizado dirigente aprista de entonces don Guillermo Larco Cox quien recibió a los representes del Comité de Huelga con nosotros, en compañía del Presidente de la Cámara de Diputados, Luis Negreiros Criado.
Fue en nuestra presencia que el Senador aprista mantuvo una conversación telefónica con el entonces Presidente de la República, Alan García, a quien dejó constancia que -en ese momento- él era apenas «un mediador» de una gestión especial; y se permitía, en esa condición, solicitarle al Jefe del Estado el favor que concediera una audiencia a la Comisión que se hallaba en ese momento en su Despacho y que se disponía marchar hacia la Casa de Gobierno.
La respuesta de García fue afirmativa. «Que vengan de inmediato» -aseguró- «Yo los recibo». Lo que no dijo entonces es que los recibiría… a balazos. Y así fue.
Salió del Palacio legislativo una numerosa comitiva. A la cabeza de ella, el distinguido y elegante Guillermo Larco parecía estar en su garbanzal. Decía a viva voz que estaba orgulloso de encabezar una manifestación popular y que confiaba que ella culminaría exitosamente poniendo fin a un conflicto tenso y peligroso. Hizo un llamamiento a todos para que «conservaran la calma» e hicieran «una demostración pacífica y en orden» porque «el Presidente los estaba esperando». Es posible que no supiera cómo.
Se refería así a la huelga policial que había comenzado en horas de la madrugada con la toma de importantes estaciones policiales, como la VI Comandancia en la Avenida Alfonso Ugarte, y comprometido a miles de uniformados en distintos lugares de la ciudad capital e incluso otras localidades del interior del país.
El Senador Larco, que marchaba flanqueado por Celso Pastrana y sus compañeros, acompañado por Luis Negreiros y nosotros; no pudo concluir las palabras que pronunciaba tenso, caminando por las baldosas de la Plaza Bolívar para enrumbar al destino previsto.
Apenas la manifestación alcanzo el cruce de la avenida Abancay con el Jirón Junín -a solo dos cuadras de Palacio de Gobierno- una ráfaga de fusilería fue ostentosamente descargada por efectivos militares que nos cerraron el paso.
Los disparos no fueron al cuerpo, sino al aire. No tenían como propósito matar, sino intimidar. Pero la descarga fue tan desproporcionada que nadie reparó, en ese instante, en la sutil diferencia.
El ínclito Presidente del Senado se arrojó al suelo para eludir las balas y lo propio hicieron varios de sus acompañantes. Recuerdo que Pastrana y sus compañeros trastabillaron, pero luego hicieron el esfuerzo por continuar la acción entonces acompañados ya tan sólo por nosotros, que nos repusimos del susto y continuamos la brega.
Claro que el esfuerzo fue inútil. Los represores se habían dado maña no solamente para disolver a los marchantes, sino también para bloquear todas las vías de acceso a la Plaza de Armas de Lima. Los enfrentamientos callejeros se prolongaron unos minutos pero se apagaron ante la desigualdad manifiesta ante el poder de fuego de los infantes de marina movilizados en ese entonces.
El recuerdo viene al caso no solo porque evoca un episodio de una lucha concreta en el que Celso Pastrana y un aguerrido núcleo de policías se enfrentó con valor y entereza al poder establecido; sino también porque pinta de cuerpo entero el sutil manejo de Alan García en el marco de situaciones en conflicto.
Ese mediodía del 18 de mayo de 1987 él pudo haber recibido a la delegación parlamentaria y policial que le iba a tocar la puerta. O pudo haberse negado a hacerlo, arguyendo cualquier motivación.
No optó ni por lo uno, ni por lo otro. Decidió más bien intimidar al adversario, asustarlo para que escarmiente. «Meterles bala, para que aprendan». Un poco lo que años después -en su segundo mandato gubernativo- hiciera en Bagua, cuando los comuneros se movilizaron en defensa de su suelo.
En esa circunstancia -como se recuerda- García se quejó de las protestas de los Comuneros, «no tienen derecho», dijo «se creen ciudadanos de primer nivel». Y sí, claro, ése era su concepto. Sólo los ciudadanos «de primer nivel» -ante sus ojos- tienen derecho a hablar en el país. Los demás, no lo son.
No lo fueron los comuneros de Bagua, como no lo eran tampoco los policías de mayo del 87 aunque estuvieran acompañados por el Presidente del Senado a quien él mismo le había dado la certeza de recibirlos.
Esa misma ha sido la actitud del señor García en torno al tema reciente del incremento de sueldos a los titulares del Poder Ejecutivo. Tuvo el empacho de recordar que, durante su gestión, el redujo a la mitad la asignación a sus ministros, aunque calló el hecho que él hizo eso para «tapar» un escándalo en ciernes: el que venía al descubrirse que él -el mismo señor García- había cobrado en aquellos días más de dos millones y medio de soles nuevos por efecto del pago de supuestos «devengados».
La gente tiene memoria. Y los jóvenes activistas que se movilizaron la noche del jueves 13 en la Plaza San Martín, se lo hicieron saber a los gonfaloneros apristas que habían acudido al evento para «protestar» contra la medida de hoy. Así, para desconsuelo de los comentaristas de la Tele en el Canal 2, «la protesta se desvirtuó». En lugar de ser «una denuncia contra el gobierno actual» terminó siendo una queja contra Alan García y su gobierno.
Y es que la demagogia también enseña el sentido de la lucha, que no debe perderse nunca.
Gustavo Espinoza M. es miembro del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.