Cuando alguien tiene la ocurrencia de hablar sobre el aborto y defiende su despenalización, no resulta nada extraño que la más amena reunión se convierta en el mismísimo infierno. Pero si en realidad nos interesan las mujeres de El Salvador -«que tengan vida y vida en abundancia»-, no debemos perder la cabeza tan fácilmente. Si […]
Cuando alguien tiene la ocurrencia de hablar sobre el aborto y defiende su despenalización, no resulta nada extraño que la más amena reunión se convierta en el mismísimo infierno. Pero si en realidad nos interesan las mujeres de El Salvador -«que tengan vida y vida en abundancia»-, no debemos perder la cabeza tan fácilmente.
Si pensamos en lo que nos podría pasar a nosotros, debemos reconocer que nunca nos encontraremos en la situación de un embrión, pero sí podríamos hallarnos -o alguien que apreciamos podría encontrarse- en la situación de las mujeres que padecen abortos espontáneos, o se ven obligadas a recurrir a prácticas abortivas clandestinas y peligrosas.
En nuestro país, el aborto está penalizado absolutamente, es decir, no es legal practicarlo bajo ninguna circunstancia, ni siquiera para salvar la vida de la mujer. No siempre fue así, pero entre 1998 y 1999 se realizaron algunas modificaciones al Código Penal y a la Constitución Política, que dieron al embrión el estatus moral de «persona». No obstante, si es imposible dudar que las mujeres sean personas y sujetos de derechos, sobre los embriones podemos tener dudas razonables, principalmente durante el primer trimestre del embarazo, que es cuando usualmente se realizan los abortos en los países donde es legal practicarlos.
Ningún paciente masculino salvadoreño ha experimentado ni experimentará jamás algo como esto: que un médico «tenga dudas» sobre si debe salvar su vida -la del hombre sobre la camilla- o la de algún ser vivo (humano) que habite dentro de él.
Alguien dirá que esto es así porque la «naturaleza masculina» es diferente de la femenina: las mujeres son las que llevan dentro de sí a miembros de nuestra especie, así que son ellas las que deben cargar con los riesgos y consecuencias. Sin embargo, así como sucede con los hombres, no hay nada «natural» en lo que respecta a los derechos de las mujeres: la mayor parte de países del mundo reconocen que no puede ponerse en riesgo la vida y salud de las mujeres para salvar a los embriones. Los derechos humanos incuestionables de las primeras no pueden subordinarse a los supuestos y cuestionables derechos de los segundos.
Quizás se piense que poner en duda los derechos de los embriones perjudicaría nuestro acostumbrado interés en protegerlos y garantizar su desarrollo. Esto ignora una diferencia esencial entre una situación que da lugar a un aborto y todas las otras en que se quiere que culmine el embarazo: en estas últimas, el interés de la mujer -y, eventualmente, de su pareja- es que se proteja al embrión, y eso basta para garantizar su protección.
Quien quiere proteger a los embriones que se desarrollan en su vientre, y no tiene ningún interés en abortar, tampoco debe temer a la despenalización del aborto. No es una reivindicación moral que deba hacernos perder la cabeza, aunque sí podría garantizar que muchas salvadoreñas no lo pierdan todo.
Carlos Molina Velásquez. Académico salvadoreño, columnista del periódico digital ContraPunto y colaborador de Rebelión.
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