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A nuevos problemas, nuevas (y mejores) instituciones

Fuentes: Revista PAPELES, Número 122

La hondura de las transformaciones en curso nos está situando entre dos mundos: uno que no acaba de morir y otro que no termina de nacer. Los fundamentos de la sociedad están cambiando y, en el ámbito de la economía, nos encontramos ante el fin del capitalismo tal y como lo hemos conocido. Es difícil […]

La hondura de las transformaciones en curso nos está situando entre dos mundos: uno que no acaba de morir y otro que no termina de nacer. Los fundamentos de la sociedad están cambiando y, en el ámbito de la economía, nos encontramos ante el fin del capitalismo tal y como lo hemos conocido. Es difícil pensar que se vaya a reeditar otra larga expansión económica como la que se vivió tras la segunda posguerra. Esta se produjo en unas condiciones históricas muy excepcionales que no se van a repetir.

La llamada «edad de oro» del capitalismo en el Atlántico Norte fue fruto de una combinación de factores de distinta naturaleza. Entre otros, fue el resultado de un proceso histórico de larga duración que terminaría por conformar un sistema neocolonial altamente beneficioso para los países centrales del capitalismo mundial. Por otro lado, se apoyó en el uso masivo de combustibles fósiles de alta densidad energética, fácil manejo y transporte, enorme versatilidad en cuanto a sus usos y aplicaciones gracias a su abundante disponibilidad a unos precios muy asequibles.

Finalmente, el pacto keynesiano que alumbraría el Estado del Bienestar en la Europa occidental fue hijo de un mundo bipolar marcado por el antagonismo ideológico entre capitalismo y socialismo.

Son factores que ya no están presentes o que se han transformando profundamente. Las modalidades de inserción en la economía mundial de los llamados países emergentes han alterado la geoeconomía internacional y han desplazado el centro de gravedad del poder económico hacia Asia oriental. En el plano energético, nos encontramos ante el fin de la era del petróleo barato y no se vislumbra ninguna fuente alternativa capaz de cubrir las ingentes demandas que el metabolismo socioindustrial ha generado. Por último, el consenso social de posguerra cristalizó un cuerpo jurídico garantista y democrático relativamente atento a las necesidades y derechos humanos que la contrarrevolución antisocial neoliberal y neoconservadora lleva varias décadas haciendo trizas.

No cabe sentir nostalgia por ese mundo en extinción, pues no era ni mucho menos el mejor de los mundos posibles para la mayor parte de la humanidad. Sostenido sobre unas bases patriarcales, unas estructuras económicas injustas y unas políticas imperialistas, provocó un profundo deterioro ecológico y social; conformó un patrón de acumulación global asentado en la extracción masiva de recursos naturales y en la apropiación de innumerables bienes comunes; explotó todas las modalidades del trabajo humano (mercantil y reproductivo) y distribuyó de manera desigual -social y geográficamente las rentas, los costes y los riesgos asociados a la generación del producto social.

No obstante, tuvo una gran virtud: aunque no consiguiera librarse de la opresión patriarcal y del dominio del capital, logró instituir mecanismos de protección frente a los riesgos de la mercantilización capitalista. La construcción del Estado de Bienestar y el reconocimiento de unos derechos de ciudadanía al margen de la propiedad, se pueden interpretar como parte del «doble movimiento» al que se refiere Polanyi al caracterizar el desarrollo del liberalismo en el mundo contemporáneo: la exposición ante los riesgos que la autorregulación mercantil impone a una sociedad ahogada en las gélidas aguas del cálculo egoísta se ve acompañada de un movimiento reactivo, en sentido contrario, que reivindica una regulación y unos mecanismos públicos de protección social. Esta tensión entre la expansión mercantil y la protección social dio forma durante la larga posguerra a Estados sociales y democráticos de derecho en muchos países de la Europa occidental.

Un punto de inflexión

La crisis actual, la más grave desde la Gran Depresión de los años treinta, representa un punto de inflexión en esta reconfiguración del orden social. Sólo atendiendo a su carácter multidimensional -es una crisis económica, social y ecológica resulta posible percibir cómo afecta a los diferentes planos de la realidad: al de la base material, al de las estructuras económicas y al de las instituciones sociales. Lo enunciaba en las páginas de esta misma revista David Schweickart al señalar que nos encontramos «cara a cara con una crisis de diferente índole (…) más real en un sentido profundo, que la actual crisis económica, puesto que tiene una base material , y no «meramente» estructural». Pensar que con ajustes se puede volver a la senda de la normalidad es un engaño; primero, porque lo que hemos considerado normal era una excepción que no se podía mantener durante mucho tiempo; segundo, porque ante una crisis estructural y de base material los ajustes no son suficientes y la solución reclama un cambio de modelo. Y es aquí donde se percibe con claridad que la crisis es también institucional, porque todas las instituciones (normas, principios, organizaciones, etc.) aún vigentes surgieron en un momento diferente para un mundo que ya no existe y parecen estar diseñadas para reprimir cualquiera de las soluciones imaginativas que están reclamando los nuevos problemas que emergen.

Una crisis también institucional

 Cada vez resultan menos válidos muchos de los principios presentes en la organización de los Estados y las sociedades. Por ejemplo, será difícil manejar las viejas pugnas distributivas, cualquiera que sea la escala en la que se muestren: entre clases sociales, territorios o Estados con unas instituciones pensadas en la confianza de un crecimiento económico duradero, porque esa expansión permanente de la economía global, en cuanto que suponga mayores cantidades de energía y materiales, simplemente no se producirá en un «mundo lleno» que ha topado ya con los límites naturales. En un escenario sin crecimiento real, criterios que eran asumibles por todas las partes pueden dejar de serlo. La crisis lo ha puesto de manifiesto en nuestro contexto más cercano con el cuestionamiento de los acuerdos sobre pensiones y financiación autonómica y las múltiples reformas en el ámbito tributario y laboral.

Seis años de crisis han afectado además a la legitimidad y credibilidad de la mayoría de las instituciones fundamentales de la sociedad. Las organizaciones sindicales y empresariales, los partidos políticos, la monarquía, el parlamento y la judicatura, por no hablar de los bancos centrales y las entidades financieras, generan poca confianza entre la población, mientras que aquellas instituciones que la ciudadanía aún valora muy positivamente -como la sanidad y la educación pública se ven asfixiadas presupuestariamente cuando no privatizadas.

La desafección ha alcanzado también a la Constitución española. Las Constituciones sirven de marco para organizar la convivencia en una sociedad, siendo el constitucionalismo un instrumento de organización del poder del Estado. Las sociedades capitalistas llevan en su seno el conflicto al desarrollar posiciones e intereses mutuamente incompatibles. Las conexiones entre las bases materiales de una sociedad y sus realidades jurídicas hacen que las Constituciones se encuentren atravesadas por esas contradicciones. A lo largo de la historia han sido numerosas las oleadas antidemocráticas que han tenido reflejo en diseños institucionales elitistas que rebajan el alcance y las posibilidades reales de materializar libertades y derechos. Estas oleadas han buscado, por lo general, blindar los derechos de propiedad y primar la autorregulación de la sociedad a través de las fuerzas del mercado. Ha estado siempre presente en un liberalismo elitista y conservador aterrado por el ascenso de las mayorías que se encuentra encarnado hoy con crudeza en un neoliberalismo convertido en la nueva razón del mundo.

En tiempos recientes, el constitucionalismo inspirado en el Consenso de Washington de los años noventa del siglo XX, así como el proyecto de Constitución europea y las reformas que hoy se propugnan desde la UE en el contexto de la crisis, son expresión de esta deriva oligárquica en el orden constitucional. La reforma parcial y precipitada de la Constitución española para salvaguardar los intereses de los acreedores frente a las necesidades de la ciudadanía se encuadra en esta ofensiva, y está provocando que cada día sean más los que planteen la necesidad de desbordar este marco constitucional «que se ha convertido en un cerrojo utilizado contra las demandas populares tanto en el terreno social como en el democrático, incluida la cuestión de la organización territorial».

Nuevos problemas, nuevas Constituciones

Se abren escenarios de nuevos problemas y desafíos que requieren nuevas Constituciones. A través del ordenamiento jurídico, la sociedad inserta los valores con los que quiere regirse en el espacio público. El derecho, en la medida que sirve para articular hechos y valores, «puede ser tanto un arma de agresión como una herramienta de emancipación, puesto que distintos tipos de campos jurídicos dan lugar a la apertura de nuevos ámbitos de actuación». Hasta el momento la contrarrevolución de las élites está ganando la batalla postergando la aparición de nuevos diseños institucionales que respondan a los problemas que tenemos planteados. También los marcos constitucionales deberán jugar aquí su papel. Hay que empezar por preservar en esos marcos aquellos principios que reflejan todavía las fuerzas de protección social que combaten la mercantilización. La crisis actual hunde sus raíces en el ataque que han sufrido todas las regulaciones e instituciones que pretendían contener al mercado. El neoliberalismo no es sino una reedición de esa vieja fe en las virtudes de la autorregulación mercantil que condujo durante la primera mitad del siglo XX al capitalismo hacia una crisis profunda y a las sociedades hacia los totalitarismos. Ahora, como entonces, ese credo impulsa a «mercantilizar la naturaleza, el dinero y el trabajo: los mercados globales que generan una creciente emisión de carbono, los derivados financieros, el trabajo de reproducción social, incluyendo los trabajos de cuidados a las criaturas y a las personas ancianas.

Ahora, como entonces, el impacto sobre la naturaleza ha sido devastador, como lo ha sido sobre el sostén de la vida de las personas y sobre el vínculo de las comunidades». Pero con eso no basta. También deberán anidar en el marco constitucional principios emanados de la voluntad emancipadora que combate otras formas de sometimiento y dominación presentes en la sociedad -como el patriarcalismo y el imperialismo- y que no siempre se expresan en el conflicto que se desata entre la mercantilización de la vida y la protección de la sociedad frente al mercado.

Fuente: http://www.fuhem.es/media/ecosocial/file/revista-papeles/122/Introduccion_122_A_nuevos_problemas_nuevas_instituciones_S_Alvarez_Cantalapiedra.pdf