Una relación epistolar reciente con un amigo uruguayo sirve al autor para acercar al lector a la realidad del país sudamericano, en el que recientemente el plebiscito para derogar la Ley de Caducidad no ha conseguido el apoyo necesario al no alcanzar el 50%. Una norma que protege a quienes, durante la dictadura y amparados […]
Una relación epistolar reciente con un amigo uruguayo sirve al autor para acercar al lector a la realidad del país sudamericano, en el que recientemente el plebiscito para derogar la Ley de Caducidad no ha conseguido el apoyo necesario al no alcanzar el 50%. Una norma que protege a quienes, durante la dictadura y amparados en ella, cometieron toda suerte de crímenes y torturas. Un amargo trago que, sin embargo, no amilana a esa parte importante de la sociedad uruguaya que sigue exigiendo «que nadie le robe su memoria colectiva».
Me escribe Daniel desde Montevideo: «En las calles de la capital ya no se escuchan murgas ni candombes. Es tiempo, de nuevo, de milongas y silencios». Es, sí, un correo triste, sin aliento, redactado varias semanas después de que el plebiscito para derogar la llamada Ley de Caducidad no haya logrado el apoyo que necesitaba entre la ciudadanía. Un intento por su parte, lo sé, de reflexionar y no «escribir en caliente» ahora que sólo un poco más del 47% de los uruguayos y uruguayas que acudieron a votar en el referéndum, convocado junto a las elecciones generales del 25 de octubre, se hayan mostrado favorables a eliminar una norma y su vergüenza colectiva. No han llegado al 50% necesario. Ni siquiera todos los votantes del Frente Amplio (que logró un 48,2% de las papeletas electorales) han apoyado este necesario acto de dignidad con los centenares de víctimas de la dictadura militar (1973-1985).
Trato de entender en la distancia la angustia y la frustración de Daniel. Militante del MLN-Tupamaros en aquellos duros años de clandestinidad, fantasmas y torturas con nombres siempre extraños y perversos incluso para la imaginación («pau-de-arara», «galeto», «baño chino», «suspensión», «santito», «equilibrio», «sodio pentotal», «solitaria», «silla del dragón»), Daniel se exiliaría en una Suecia socialdemócrata y solidaria (siempre con una carta de refugiado a mano para los resistentes de América Latina) que le llevaría a cambiar el sol por la nieve, las tertulias por la soledad y las canciones de Viglietti por las películas («qué poco sociables son») de Bergman.
Nos conocimos hace ya muchos años cuando, interesado por la cuestión vasca, vino a buscar entre nosotros su pequeño «Uruguay europeo». Desde entonces hemos vivido una amistad a tiempo epistolar y completo, de flujos y reflujos acompañando nuestras respectivas mareas. Luego, con la caída de los militares, volvería a Montevideo integrándose en la experiencia de pequeñas cooperativas agrarias que pondrían en marcha muchos de los antiguos compañeros y compañeras en el extrarradio de una capital gobernada a partir de 1990 por el mismo Frente Amplio, una gran alianza de fuerzas de izquierda y progresistas, al que se habían unido como organización un año antes. «¿Quién evitará ahora -me escribe- la perpetuación de la impunidad? ¿Por qué tener que asumir el silencio cuando hay tanto que decir y recordar?».
Se llamó, sin eufemismos ni retóricas, Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. Fue propuesta por el gobierno de Julio María Sanguinetti al poco tiempo de la caída de la Dictadura y corredactada por los legisladores de los dos históricos «partidos de orden» uruguayos, el Nacional y el Colorado. Mediante su aplicación, se establecía la amnistía de los «delitos cometidos hasta el 1 de marzo de 1985 por funcionarios militares y policiales, equiparados y asimilados por móviles políticos o en ocasión del cumplimiento de sus funciones y en ocasión de acciones ordenadas por los mandos que actuaron durante el período de facto». Es decir, olvido e impunidad por decreto. Lo mismo que haría Carlos Menem en Argentina: tratar de indultar a los militares implicados en interrogatorios, torturas, desapariciones y asesinatos durante el mandato de la Junta. Punto final.
En Uruguay, tras una intensa campaña de recogida de firmas y adhesiones de los movimientos populares, se lograría en 1989 la realización de un plebiscito para derogar la Ley de Caducidad. Sólo un 43% de los electores votó por su abolición frente al 57%. Entre los argumentos utilizados para explicar los resultados se habló del miedo a un nuevo golpe de estado, a la reacción de los militares en los cuarteles o a la necesidad de la ciudadanía de mirar hacia el futuro superando así la tragedia del pasado. Uruguay pasaba, de motu proprio, a engrosar la larga lista de los pueblos sin memoria. Lo decía Benedetti: «(…) creían que libertad era una palabra aguda, muerte era tan sólo grave o llana y cárceles, por suerte, una palabra esdrújula. Olvidaban poner el acento en el hombre».
Ahora, Daniel, más viejos y tantas cosas los dos, vemos que la historia se repite. Al menos como farsa. Después de una larga lucha popular de varios años por conseguir las 254.000 firmas necesarias para un nuevo plebiscito que, simplemente, recordara lo ocurrido para que no vuelva a pasar o para que las nuevas generaciones conozcan realmente su historia cercana y real, la mayoría de los uruguayos y uruguayas han decidido confirmar la impunidad, léase olvidarse de fosas comunes o de vuelos nocturnos para tirar desde los propios aviones a decenas de jóvenes en alta mar vivos y maniatados.
Cerrar los ojos para no pensar en unos hoy ausentes que, en muchos casos, eran por ejemplo dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos y muchachas miembros de organizaciones estudiantiles, profesionales dedicados a actividades sociales o sacerdotes. Tienes razón: «En Uruguay, también, el terrorismo de Estado es altamente rentable para sus patrocinadores».
La historia, Daniel, se repite como farsa, sí, pero también como tragedia. Leo en tu correo el enorme malestar que te produjeron las palabras del candidato presidencial del Frente Amplio, «Pepe» Mújica, cuando comentó en su día que no cree que deban estar en prisión unos militares que ya hoy son viejos de 75 u 80 años. Como si él, un compañero tuyo de militancia que sufrió la tortura y las cárceles en carne propia, no hubiera entendido nada después de todo lo vivido. Como si la cuestión, realmente, tuviera algo que ver con repetir el dolor en quienes lo infringieron con tanta saña, maldad y odio. Siempre será imposible. «‘Pepe’ Mújica – me escribes- se olvida que se trata realmente de reivindicar la verdad, contar al detalle lo ocurrido, escuchar el perdón de sus bocas, pero un Perdón con mayúsculas a todo un pueblo al que arrancaron la vida por no poder eliminar sus ideas. Y ellos, estén en sus «cárceles de lujo» o en la calle, nunca van a estar dispuestos. Lo han demostrado en todos estos años y lo sabemos. Por eso, la parte más digna de este pueblo sigue viva y en pie reclamando que nadie le robe su memoria colectiva. Pese a fallos puntuales, quizá, de organización y socialización como puede haber ocurrido en este caso. Y, créeme, llegará un momento en el que en la República Oriental de Uruguay podamos levantar la cabeza bien alta, asumiendo nuestra historia sin páginas en blanco».
Sabes que te creo, Daniel. Por eso cuando leo también que, pese a todo, la Corte Suprema de tu país declaraba la Ley de Caducidad como inconstitucional pocos días antes del referéndum, me entraba así como una extraña sensación de complicidad con la Justicia (créeme que pasajera) y unos terrones de azúcar necesarios en medio de tanto mate amargo, costumbres europeas frente a tu infusión favorita. Por eso, ¿quién dijo que todo está perdido cuando gente como tú sigue entregándonos su corazón? Salud y suerte, Daniel. Y, como tú dices, sigamos rompiendo el silencio cuanto hay tanto que decir.
Joseba Macías. Sociólogo y periodista
Fuente: http://www.gara.net/paperezkoa/20091121/167838/es/Uruguay-amnesia-mate-amargo