Alicia Alonso Merino

Artículos

Cuando Dante describió el infierno en la Divina Comedia, lo hacía refiriéndose a imágenes como ríos de sangre hirviente, desierto ardiente de arena con lluvia de llamas, donde “los pecadores” eran inmersos en excrementos humanos, mordidos por serpientes, golpeados contra las paredes y el suelo y quemados con fuego, entre otras lindezas. Jamás el florentino llegaría a imaginar que, 700 años después, su elucubración tendría una concreción terrenal real: los campos de detención para migrantes en Libia.

El populismo punitivo que recurre a la prisión para resolver cualquier problema social no quiere pensar que además de no resolverse los conflictos con la cárcel, ésta tiene unos costos económicos y sociales que se deberían considerar. Las estadísticas institucionales suelen calcular los gastos directos que suponen la administración de las prisiones y no siempre se da importancia a los ingresos perdidos, es decir, lo que dejan de contribuir a las economías las personas presas.

El pasado 2 de julio falleció en la cárcel israelí de Daemon la presa palestina Saadia Matar. No, no se trata de un número más de las 230 personas palestinas presas que han fallecido en las cárceles israelíes desde el año 1967. Tampoco se trata sólo de la segunda prisionera palestina que muere en cárceles israelíes, después del fallecimiento de Fatima Taqatqa en el año 2017. No era una más de las 32 presas palestinas o de las 4.700 personas encarceladas por Israel en ese momento. Su vida sí importa, como importan todas las vidas de las personas reclusas.

Todos los 26 de junio, desde el año 1997, se celebra el día internacional en apoyo a las víctimas de tortura. Aunque no me declaro muy fan de este tipo de conmemoraciones, he de reconocer que, en este caso, es una buena disculpa para recordar que la tortura existe, que no es cosa del pasado y que, pese a su prohibición absoluta, muchas veces se camufla en formas más o menos sutiles reguladas por los estados.

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