Guadi Calvo

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En Sudán, como era previsible, fracasó el intento de un alto el fuego entre las tropas del ejército regular del general Abdel Fattah al-Burhan, enfrentada desde el sábado a la banda paramilitar ahora llamada Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR) del general Mohamed Hamdan Daglo, conocido como Hemetti.

Desde el sábado 15 de abril Sudán vive un estallido de violencia en el que el ejército se enfrenta en las calles de Jartum con elementos catalogados como paramilitares que hasta hace pocas horas eran parte integral del Gobierno del general Abdel Fattah al-Burhan.

Tras los acuerdos de Pretoria (Sudáfrica), firmados en noviembre del año pasado entre las autoridades de la región rebelde de Tigray y el Gobierno central del Primer Ministro etíope, Abiy Ahmed, finalizó formalmente la guerra interna que durante dos años produjo miles de muertos, millones de desplazados y la destrucción de ciento de miles de viviendas, instalaciones gubernamentales e infraestructura básica para las poblaciones donde se desarrollaron los enfrentamientos, además de poner en riesgo la estabilidad de varios países de la región.

El gran drama de los refugiados que de manera casi cotidiana se ahogan en el mar o mueren intentando cruzar fronteras frente a la mirada indiferente de Europa -responsable fundamental junto a los Estados Unidos- parece corporizarse claramente en Assamakka, un minúsculo pueblo al noroeste de Níger en la región de Agadez de unos 1.500 habitantes y a casi 2.000 kilómetros al sur del Mediterráneo.

La República Islámica de Mauritania (RIM) ha conseguido mantenerse fuera del radar de los muyahidines a pesar de encontrarse muy próxima, geográficamente, al epicentro de la invasión de khatibas integristas vinculadas al Dáesh y a al-Qaeda que asolan desde hace más de una década el norte de Mali y se han expandido a Burkina Faso, Níger y ahora, a toda marcha, avanzan hacia los países del Golfo de Guinea, provocando miles de muertos y millones de desplazados.

En el marco de la celebración del Ramadán el presidente egipcio Abdel Fattah al-Sisi, el sábado primero de abril, compartió la cena de ruptura del ayuno, conocida como el Iftar, y en conmemoración de los cincuenta años de la victoria en la guerra de 1973, contra el engendro sionista y sus mandantes, junto con los efectivos militares del comando antiterrorista y el del segundo y tercer ejército de campaña, acantonados al este del Canal de Suez, junto a los jefes de las poderosas tribus locales.

Desde octubre del año pasado, tras la decisión del Gobierno pakistaní de no renovar las visas de cientos de miles de refugiados afganos que llegaron tras la victoria de los talibanes, el riesgo de ser arrestados y deportados se ha convertido en un espectro que les acecha de manera constante.

Desde hace poco más de un mes se ha afianzado en Túnez un discurso sumamente peligroso, xenófobo y discriminatorio por parte del presidente Kais Saïed contra migrantes subsaharianos, entiéndase negros, llegados después de largos y desgastantes periplos, en procura de estabilidad económica o buscando medios para llegar a Europa.

Una reciente investigación acerca del crecimiento de la violencia wahabita en África, dice que se incrementó durante 2022 en un cincuenta por ciento respecto al año anterior, habiendo registrado 19.000 muertes, aunque otras estimaciones indican que la cifra podría ser significativamente mayor.

Una vez más la centralidad geográfica de Pakistán ha puesto al país de 220 millones de habitantes en una circunstancia que podría derivar en una guerra civil. En el actual juego geoestratégico, como ha pasado desde tiempos inmemoriales en esa región, que además abarca Afganistán, China, India e Irán, una crisis de proporciones no solo afectará a los países fronterizos, sino que se corre el riesgo de que una fortuita guerra se expanda más allá de sus fronteras.

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