Los Chalecos Amarillos no son ni una organización nacional ni mucho menos un partido. No tienen ideas homogéneas, disciplina militante, dirigentes o cuadros reconocidos por todo y, sobre todo, no tienen una base ideológica sólida en común. Están formados por gente que dedica su tiempo o su fin de semana a luchar, pagando de su […]
Los Chalecos Amarillos no son ni una organización nacional ni mucho menos un partido. No tienen ideas homogéneas, disciplina militante, dirigentes o cuadros reconocidos por todo y, sobre todo, no tienen una base ideológica sólida en común. Están formados por gente que dedica su tiempo o su fin de semana a luchar, pagando de su bolsillo sus gastos y desplazamientos y sufriendo conscientemente las posibles consecuencias de su militancia activa (gases, heridas graves, apaleamientos, detención, condenas penales). Tanto los que son de izquierda como los derechistas comparten un sentimiento anticapitalista que tiene sus raíces en la historia popular francesa.
También tienen en común la pertenencia a los sectores artesanales, obreros, campesinos, populares activos o jubilados y generan simpatía entre los pequeños comerciantes o funcionarios, entre los cuentapropistas y en las clases medias pobres y medianas urbanas y rurales, así como entre los obreros sindicalizados o no y los estudiantes que generalmente no se movilizan junto a ellos.
Esa frialdad aparente, que en algunas ciudades donde los sectores populares están más mezclados, como Marsella, comienza ya a disiparse, se debe a los Chalecos Amarillos desconfían de los sindicatos y los partidos y, aunque están contra el sistema capitalista, limitan su lucha hasta ahora al enfrentamiento de «los pobres» contra «los ricos» -y no al de los explotados contra el sistema de explotación y los explotadores-y formulan reivindicaciones generales muy populares (como la reducción de los impuestos, el aumento de los ingresos de trabajadores y jubilados, justicia fiscal y social, servicios sociales y transporte común, renuncia de Macron, referendos populares para revocar mandatos, cambiar las leyes, hacer una nueva Constitución ) pero sin decir nada sobre quién ni cómo aplicará esa política.
Hasta hoy, el movimiento consiguió en cinco meses de lucha que el gobierno anule varios impuestos y medidas de reestructuración territorial (cierres de escuelas, hospitales, servicios públicos, líneas ferroviarias secundarias), conceda aumentos, empiece a modificar su política impositiva y se vea obligado a organizar un diálogo nacional y a escuchar a los alcaldes.
Pero, sobre todo, los Chalecos Amarillos que siguen contando con el apoyo de la mayoría de los franceses, impulsaron la ocupación por los estudiantes de escuelas secundarias y de facultades universitarias en todo el país y estimularon la protesta de diversos gremios, desde los ferroviarios hasta los funcionarios públicos y hasta los jueces y abogados y dividieron al bloque parlamentario de Macron (la République en Marche) y al mismo gobierno. El éxito de las enormes manifestaciones ecologistas que movilizan todos los viernes a los secundarios y los sábados a la población (mezclada con Chalecos Amarillos locales) es otro de los resultados de este movimiento prolongado, que empieza a contar con el apoyo de algunos sindicatos y en el cual se extiende la idea de una huelga general nacional de por lo menos diez días.
La respuesta de Macron consistió en hacer concesiones menores (con un costo de más de 10 mil millones de euros), en organizar un seudo diálogo nacional muy publicitado pero que no modificará lo esencial de la política gubernamental de apoyo al gran capital pero que, por algunas propuestas demagógicas del presidente, consiguió irritar a la organización de los patrones. Macron, sobre todo, recurrió a una brutal represión policial que causó diez muertos, cientos de heridos graves, miles de heridos leves y otros miles de arrestos y detenciones y que fue criticada por la Unión Europea que comparó a la policía francesa con la de algunos países africanos. En efecto, por su origen social y por la edad de sus integrantes (muchos de los cuales son jubilados, en particular mujeres), los Chalecos Amarillos no son violentos: bloquean carreteras, refinerías y grandes almacenes y, salvo algunos despistados o energúmenos, se diferencian de los «casseurs» (los provocadores vestidos de negro que rompen vitrinas y queman autos de lujo). Ocupan (reconquistan) los centros lujosos de las grandes ciudades de las que fueron desplazados hace casi un siglo y que raramente pisan e incluso pueden quizás simpatizar con la destrucción de una gran joyería o de un restaurante de gran lujo o responder a pedradas y golpes a las balas y granadas policiales, pero no son ni violentos ni mucho menos «criminales» como alegan el primer ministro y su ministro del Interior que creció en el medio de la mafia marsellesa.
El diálogo nacional está por terminar y dentro de dos meses será evidente que no modificó nada y sirvió sólo para que Macron ganase tiempo antes de las elecciones europeas de fines de mayo.
Ahora el presidente, más aislado que nunca y con ex ministros, como Hulot, el de ecología, que desfilan contra él, deberá enfrentar un aumento de los movimientos sociales sin haber conseguido aplastar ni desprestigiar a los Chalecos Amarillos a pesar de la infiltración en sus movilizaciones de cientos de elementos de extrema derecha provocadores y de anarquistas auténticos o fabricados por la policía que dan pretexto a las furiosas campañas de los medios de intoxicación de la TV y los periódicos conservadores.
El descontento social es muy grande y los Chalecos Amarillos son sólo una expresión del mismo, que no desaparecerá ni aunque pongan fuera de la ley a los manifestantes de los sábados y, por el contrario, se manifestará en otras formas. La generación de la postguerra esperó el socialismo y, cuando fue desilusionada por el stalinismo y la socialdemocracia se dejó ganar por el individualismo y el consumismo. Veinte años después, la del 68 corrió la misma suerte durante diez años de prosperidad del sistema y, después, fue desorganizada y desmoralizada por la aplanadora de la mundialización neoliberal. Los jóvenes actuales en cambio, nacieron en la crisis y ven el desastre que se aproximan y, por eso, dicen que lo que hay que cambiar no es el clima sino el sistema. En esa generación reside la esperanza en la reconquista mediante la lucha de una conciencia de clase y en la posibilidad de una alternativa ecosocialista.
¿Se unificarán los movimientos sociales y elaborarán un programa anticapitalista que abarque a todos los sectores en lucha? ¿Se llegará antes de mayo a una huelga general que canalice todas las luchas parciales? ¿Se profundizará la tendencia gubernamental a la adopción de leyes represivas y liberticidas para restringir o incluso anular la libertad de manifestar, de circular, de escribir y publicar? ¿Se deberá llegar a las elecciones de mayo en orden disperso, con una gran mayoría de abstenciones y votos en blanco, un Waterloo para el partido del emperador Macron y un triunfo pírrico del Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen y de la Francia Insubodinada de Jean-Luc Mélenchon? Sea cual fuere el caso, la primavera será ardiente…
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