Este gobierno no da pie en bola. No lo discuto. Y, encima, le toca apechugar con herencias nefastas -como la crisis de la Caja- o apañársela con difíciles circunstancias que la suerte -o las imprevisiones del pasado- ponen en su camino, como el hueco de la autopista o el terremoto en Nicoya. Esa es la […]
Este gobierno no da pie en bola. No lo discuto. Y, encima, le toca apechugar con herencias nefastas -como la crisis de la Caja- o apañársela con difíciles circunstancias que la suerte -o las imprevisiones del pasado- ponen en su camino, como el hueco de la autopista o el terremoto en Nicoya.
Esa es la opinión mayoritaria: un pésimo gobierno. No contradigo el hecho obvio de que abundan la ineptitud y la chapucería. Es igualmente evidente que las manifestaciones de corrupción son agudas y que el desempeño de la presidenta, a la hora de tomar las decisiones necesarias para limpiar tanta podredumbre, ha sido frecuentemente desacertado y blandengue.
Y, sin embargo, creo que ése es un diagnóstico simplista, el cual puede generar la peligrosa ilusión de que «cambiando a la presidenta», se lograrán cambiar las cosas.
Trato de sintetizar esta idea en lo siguiente: somos un país hundido en una profunda crisis, lo cual plantea un predicamento de inusual importancia. Esta crisis no se originó en este gobierno ni es atribuible a la gestión de Chinchilla Miranda. A lo sumo se podría decir que ésta no ha gestionado la crisis con inteligencia ni acierto, pero dudo muchísimo que nadie más, puesto a cargo de las responsabilidades presidenciales, pudiera haberlo hecho mucho mejor. Ni los hermanos Arias o Johnny Araya, pero tampoco Ottón Solís.
Los indicadores de la crisis son múltiples, pero generalmente no se les percibe en su integralidad, sino como si fueran hechos aislados, acontecimientos inconexos. Tampoco se les percibe como un contínuum en el tiempo, sino como al modo de fogonazos que se encienden y se apagan sin guardar relación entre sí. Y, sin embargo, estoy persuadido que sí estamos frente a un síndrome que entreteje múltiples problemas, vinculados entre sí en relación de mutuo refuerzo.
Lo económico, al ser susceptible de cuantificación, permite ejemplificarlo con un poco más de facilidad. La versión oficial resalta el éxito en materia de exportaciones y atracción de inversión extranjera. Cierto, en ambos casos se logran resultados notables. Esa misma tesis oficial aduce que estos son mecanismos que propician la generación de empleos.
Y, sin embargo, el país afronta seriecísimos problemas de empleo: tasas desempleo superiores al 10%; subempleo en los alrededores del 13-14%. Y la informalidad laboral volando arriba del 30%. Recuérdese que entre las mujeres y las personas jóvenes estos problemas son mucho más agudos.
¿Cómo entender que la pobreza no baje y que el déficit fiscal se mantenga en los alrededores del 4-5% del PIB, no obstante el frenazo que el gobierno ha aplicado en diversos programas y en la inversión pública y que el empleo público vaya a la baja?
De tal forma, acontece que la economía costarricense alberga islotes de abundancia -zonas francas, finanzas, turismo de gran hotel, especulación inmobiliaria- en medio de un enorme archipiélago de pobreza, rezago y marginalidad.
El problema no es nuevo ni surgió con la administración Chinchilla. Tiende a agravarse recientemente, por una confluencia de factores: en parte porque, al cabo de tantos años, el proceso ha ido madurando hasta un punto de insostenibilidad; en parte porque ese agotamiento del modelo de desarrollo se ha visto agravado y acelerado por los impactos de una larguísima crisis económica mundial.
Pero, claro está, esta anomalía en la economía se manifiesta en lo social: se ahondan las diferencias entre los muy ricos y privilegiados y el resto; se perpetúa la pobreza; grandes sectores de la población se quedan sin oportunidades, irremediablemente condenados a la desesperanza.
A su vez, ello es caldo de cultivo para una violencia social en ascenso.
Todo esto teje una telaraña: la prosperidad de la parte floreciente es, en buena medida, la causa de los padecimientos de la parte rezagada y empobrecida. De forma similar, hay un entretejimiento entre estas falencias de la economía y los dolores de la pobreza, la desigualdad, la desesperanza y la ascendente violencia social.
Todo ello se vincula, además, con un proceso de reestructuración del Estado costarricense. El Estado social ha sido desmantelado de forma gradual pero implacable. En cambio, se fortalece la institucionalidad (incluso paraestatal) propicia a los fines del crecimiento exportador, la atracción de inversión extranjera y la expansión financiera. Esta es una de las razones por las cuales digo que el florecimiento económico de algunos es causa del rezago de otros.
La institucionalidad pública esta hoy incapacitada para propiciar la movilidad social, aliviar la pobreza e impulsar formas equitativas de desarrollo. En cambio, es una poderosa dinamo a favor de intereses económicos altamente concentrados, en gran parte transnacionales o globales.
Ello produce un desajuste cada vez más violento entre las necesidades y expectativas de la población, y la capacidad de esa institucionalidad pública para satisfacerlas. La nuestra es, cada vez más, una sociedad neoliberal: que cada quien se la juegue a como mejor pueda con la pobreza, el desempleo y su cotidiana desesperanza, que el Estado es bueno para atender a los más privilegiados, pero no para ayudar a quienes más necesitan. En ese contexto, los programas focalizados de asistencia social son gotas de lluvia en el océano.
No cabe entonces extrañarse de las crecientes y cada vez más extendidas manifestaciones de corrupción. Es la política en los tiempos del neoliberalismo, bajo subordinación directa de grandes intereses económicos. Tan solo interesa enriquecerse y hacerlo fácil y rápido.
De ahí el descrédito y deslegitimación generalizadas de toda la institucionalidad democrática. Hoy el proceso de descomposición no deja nada en pie: Poder Ejecutivo, Asamblea Legislativa, tribunales de justicia, partidos políticos…y sigua sumando.
Parafraseando al sociólogo alemán Ulrich Beck, podríamos decir que todas las anteriores no son más que un puñado de instituciones zombis: vivas pero muertas. Y lo son en parte porque han sido inutilizadas; en parte porque enfrentan desafíos económicos y sociales que las sobrepasan ampliamente. Pero también -y de ello nada he dicho aquí- porque desde el punto de vista cultural nuestra sociedad ha cambiado profundamente, lo que contribuye a que los mecanismos propios de la institucionalidad democrática tradicional, resulten hoy un perfecto anacronismo.
Intentaré resumir la idea que propongo: nuestra sociedad enfrenta una profunda y extensiva crisis, quizá la más grave y profunda desde al menos los años cuarenta del siglo XX. Sustituir a Chinchilla por cualquier otro -así se llame San Roque o el padre Minor – no hará ningún cambio significativo.
En cuestión está el proyecto histórico que configura la sociedad costarricense.
Fuente: http://sonarconlospiesenlatierra.blogspot.com/2012/09/chinchilla-crisis-e-impopularidad.html