Presentación del libro A la vuelta de la esquina. Relatos de racismo y represión en la XIII Semana del Aula Popular José Luis García Rúa (4 de febrero, Gijón, Asturias)
Se nos ha invitado a participar en una Semana en la que el tema común a todas las intervenciones es la crisis. El capitalismo produce – no ahora, en la actual coyuntura, sino como parte intrínseca de sí mismo – una enorme crisis social, económica, política, ecológica… Es un sistema capaz de tener una salud excelente mientras millones de personas – miles de millones – sufren sus consecuencias. Son estas crisis – las crisis de largo alcance que el capitalismo ha generado – las que provocan el efecto huida – anterior y mucho más contundente que el efecto llamada – . Millones de personas se ven empujadas a abandonar su casa – su cultura, su familia, su territorio – para tratar de sobrevivir y de apoyar a los que se quedan – madres, padres, hermanos [1] – en el lugar de origen. La mayoría de las veces esta huida se manifiesta en forma de migraciones interiores: en África millones de personas emigran de las zonas rurales a las urbanas, de las zonas conquistadas por el desierto a otras más húmedas, etc.; aunque, convencidos de que la única realidad es la que echan por la tele, imaginamos grandes avalanchas de africanos sobre Europa y desconocemos estos descomunales movimientos interiores.
De todos modos, la crisis que preocupa no es la de los millones de personas desplazadas sino la crisis de acumulación del capital, verdadero sujeto del capitalismo. El descenso de la tasa de beneficio – y no las muertes por hambre, sed y enfermedades – es el núcleo de esta crisis. Para abordar la génesis y el significado de la misma se ha acudido, entre otros métodos, a la comparación histórica, midiendo su dimensión en comparación con el crack de 1929 y la crisis de los años treinta. Acudo ahora a esta comparación solamente para expresar una idea: si algo muestra la mirada comparada de ambos momentos históricos es la capacidad que el capitalismo ha tenido, en estos casi ochenta años, para incrementar el número de cómplices – y a la vez rehenes – de este sistema. En los años treinta del siglo XX una buena parte de la población mundial no sintió que la crisis afectara a sus condiciones de vida; o, si lo hizo, tenía capacidad de replegarse del mercado y autogestionar sus propias necesidades al margen de él. Hoy no hay solución para la mejora de las condiciones de vida dentro del capitalismo; pero en la mayor parte de los casos, tampoco fuera de él. El drama de un pueblo como el senegalés, capaz de sostenerse en el pasado mediante una compleja combinación de agricultura, ganadería y pesca, y que hoy ve cómo el desierto conquista sus tierras y los grandes barcos europeos terminan con la pesca artesanal, es un buen ejemplo de ello. Su única salida dentro del capitalismo es el cayuco que lleva a Canarias.
Nos toca abordar la cuestión de la frontera sur, del genocidio estructural de los inmigrantes, pero el eco de las bombas sionistas en Gaza – que aún retumba en nuestros oídos en forma de nuevas incursiones asesinas – nos compromete a relacionar ambos genocidios. Si algo ha provocado la matanza israelí en las buenas conciencias europeas es, probablemente, la sensación de que somos más civilizados de lo que lo éramos el 25 de diciembre del año pasado.
Por mucho que la UE firme acuerdos de asociación reforzada con el gobierno sionista, el gobierno español venda armas a Israel – aunque en cantidades homeopáticas, seguramente capaces de asesinar solamente a unos pocos palestinos – y nuestros diplomáticos -como ya hicieran en Líbano – inventen nuevas medidas para lograr la paz -es decir, para poner de rodillas a la resistencia y exigir a la población que vote bien – , el constante genocidio del pueblo palestino produce un alivio inmediato en las conciencias europeas: menos mal que existe Israel, así podemos sentirnos aún más civilizados.
El capitalismo de rostro humano europeo y español tiene, sin embargo, grandes motivos para sentirse partícipe no sólo de la masacre de Gaza sino del más de millón de muertos provocados por la ocupación de Iraq y Afganistán. Es cierto que el malvado Bush ha sido la encarnación del militarismo y la guerra. No lo es menos que – poses aparte – la Unión Europea y el gobierno español en particular se han subordinado al discurso y a la práctica de la cruzada antiterrorista yanqui: en Oriente Medio, pero también en el Sahel africano, en Colombia o en el interior del propio Estado español (y en Euskal Herria en particular).
Palestina. Iraq. Afganistán. Somalia. República Democrática del Congo. Colombia. Esa buena conciencia de la civilizada Europa se aplica también a su actuación – esta vez completamente directa – en la muerte de miles de personas – cada año – en su intento de alcanzar Europa a través de su frontera sur. Del mismo modo que hace aproximadamente un siglo la sociedad europea aceptaba como cierto que los barcos cargados de fusiles, de cuchillos, de esposas y de cadenas, con destino al Congo, eran instrumentos filantrópicos de civilización y modernización de los pueblos africanos – al tiempo que la población sufría la muerte, violación o amputación de las manos si no entregaba suficiente caucho para la industria automovilística europea y estadounidense – , en la actualidad asumimos que las alambradas, las patrulleras de la guardia civil, los buques de guerra y las donaciones de equipos a las policías libia o marroquí; la financiación europea de centros de detención en el norte de África, o la entrega de bolsas para cadáveres – uno de los regalos del gobierno italiano al libio – , pretenden promover el desarrollo en los países de origen para que los desesperados inmigrantes no se vean explotados por las terribles mafias.
Lo cierto es que el gobierno español ha presentado como un gran logro de su política de militarización de la frontera el importante descenso de las llegadas de cayucos a Canarias. En el año 2006, más de treinta mil personas habían arribado a las Islas y el gobierno orquestó, con el apoyo de los grandes medios de comunicación, una intensa campaña contra la invasión. Quién invade a quién. El Plan África y la inmigración, el librito que escribí en aquel momento, comienza recordando las cifras de la invasión: treinta mil inmigrantes frente a más de nueve millones y medio de turistas; los primeros, insolventes, presentados como grave problema demográfico; los segundos, consumistas, presentados como maná para la economía canaria.
En las valoraciones gubernamentales sobre el descenso de las llegadas de pateras no se incluyen las víctimas. Como bien dice Gabriele del Grande, un joven periodista italiano que acaba de publicar en castellano el libro Mamadú va a morir. El exterminio de inmigrantes en el Mediterráneo, las rutas de las embarcaciones son cada vez más largas y peligrosas. Hace unos años cruzaban el estrecho de Gibraltar. Ahora los inmigrantes pasan una docena de días en alta mar, navegan durante miles de kilómetros y se mantienen a trescientos kilómetros de la costa. Ahí no hay patrullas policiales y militares. Tampoco hay salvamento posible. Muchas embarcaciones naufragan y desaparecen sin rastro.
La enorme violencia desplegada nos ha hecho denominar a la Unión Europea como la Fortaleza Europea. Sin embargo, millones de inmigrantes sin papeles se cuelan en el interior de esta fortaleza. En la última década, la presencia de cientos de miles de inmigrantes sin papeles en el Estado español ha sido una constante. Este hecho merece varios comentarios: 1) por mucho que se militaricen las fronteras, la huida de la miseria – y la búsqueda de refugio político – provoca que los inmigrantes sigan llegando, aún asumiendo cada vez más riesgos; si en 2008 descendió el número de entradas por Canarias, aumentó mucho por la frontera italiana y la griega; 2) la mayor parte de las personas sin papeles, a pesar de la supuesta avalancha africana, no entran por la frontera sur, sino a través de los aeropuertos y de la frontera oriental de la Unión Europea; y 3) el objetivo de la frontera exterior no es acabar con la inmigración ilegal, sino que la frontera exterior, combinada con las fronteras interiores – de las que vamos a hablar ahora – , forman un complejo sistema represivo que tiene como finalidad poner a disposición del mercado de trabajo europeo a millones de personas caracterizadas por su inseguridad jurídica y su vulnerabilidad personal, social, laboral y política.
Fronteras interiores son los controles policiales en las estaciones de trenes y autobuses. También lo son las colas de Extranjería, en las que se espera con ansiedad si se podrá renovar la tarjeta o no. El régimen de detenciones e internamiento de las personas sin papeles es otra frontera interior. Los nueve CIES del Estado español son un instrumento de esta frontera, cárceles encubiertas que se han convertido en máquinas de vulneración sistemática de los derechos humanos. Las expulsiones – muchas veces violentas, incluso con resultado de muerte [2] – son otro de los dispositivos que recuerda a todas las personas inmigrantes que la frontera no termina en la frontera, que la frontera se vive, se sufre, cada día. [3]
¿Qué sentido tienen estos violentos instrumentos represivos? Mediante la frontera exterior y las fronteras interiores se crean múltiples intensidades de precariedad, de ausencia de derechos sociales, laborales y políticos, poniendo a los pies del mercado de trabajo a una parte de la población sin ningún poder de negociación de sus condiciones de trabajo. Así, nos encontramos, entre otras muchas situaciones, con a) inmigrantes con permiso de trabajo y residencia, pero presionados por la obligación de renovar su tarjeta cada cierto tiempo y bajo la amenaza de caer en la clandestinidad si no logran la renovación; b) con inmigrantes con contratos firmados en sus países de origen, para trabajos de temporada, obligados a abandonar el país al finalizar ese período; se trata de trabajadores y trabajadoras de ida y vuelta; c) con inmigrantes sin papeles, que pasan a engrosar las filas de la importante y lucrativa economía sumergida.
La ausencia de derechos y la vulnerabilidad social facilitan la explotación del colectivo inmigrante y, ciertamente, también se convierten en instrumento de precarización de las condiciones de trabajo de la población autóctona. Por esta razón, los sindicatos mayoritarios han interiorizado completamente el discurso gubernamental y se dedican a defender la necesidad de controlar los flujos migratorios, pidiendo al gobierno que actúe con contundencia frente a los países africanos – así lo dice un informe de Comisiones Obreras de enero de 2007 – y exigiendo que la inmigración sea ordenada y responda a las necesidades del mercado de trabajo. Si os dijera que CC.OO. ha sacado un cómic para convencer a los inmigrantes de que deben evitar la entrada ilegal, pues hay formas de venir a trabajar a España legalmente, cómic financiado entre otros por la ETT Adecco, el Carrefour, Coca-Cola, el Corte Inglés y Vips, probablemente pensaríais que estoy parodiando la acción del sindicato. Sin embargo, es cierto y aquí está el cómic. Se ha criticado mucho al sindicato -y, evidentemente, con razón- por la relación establecida con los financiadores del cómic. Una vez que lo he leído, me cuesta decidirme sobre si es más grave esa relación o el propio contenido del mismo, pura apología del mercado de trabajo como regulador de la movilidad.
Pero el problema va mucho más allá de lo que digan las cúpulas sindicales. Es un discurso plenamente asumido por la mayor parte de la sociedad. Si vienen, que vengan los que necesitamos. Sin embargo, es mentira que el capitalismo necesite una inmigración ordenada y legal. Todo lo contrario: el capitalismo promueve y utiliza una inmigración desordenada, clandestina y sin derechos para reducir costes laborales y sociales y, de ese modo, aumentar sus beneficios.
No es el mercado ordenador de la movilidad lo que hay que reclamar sino el fin del capitalismo. Acabar con el capitalismo significa también acabar con la frenética movilidad -sin límites- de millones de mercancías y de millones de turistas. [4] Significa defender el verdadero derecho a la movilidad de las personas: aquel que comienza por garantizar el derecho a la inmovilidad, es decir, el derecho a una vida digna basado en la soberanía alimentaria de los pueblos. Mientras este derecho no esté garantizado -y el capitalismo no lo garantizará nunca- la mínima exigencia es papeles para todos, una exigencia que se presenta como radical y es solamente la realización, al menos formalmente, del principio liberal de la igualdad de oportunidades en el capitalismo.
En el libro A la vuelta de la esquina. Relatos de racismo y represión recojo algunas experiencias de inmigrantes que han sufrido en Asturias la explotación y la represión. Son un puñado de historias pero, en los escasos dos meses que han pasado desde la edición del libro, podríamos llenar varios libros con muchas más.
«En estos países quien llega primero consigue las mejores oportunidades de relación». Esa frase, lejos de pertenecer a cualquiera de los imperialistas europeos reunidos en la Conferencia de Berlín (1884-1885), pertenece al presidente asturiano Areces, de reciente visita a Angola y Sudáfrica, rodeado de un amplio séquito de empresarios y sindicalistas. Sus obscenas fotos humanitarias con niños africanos recuerdan a las de otro asturiano insigne, Rodrigo Rato, cuando -supuestamente- encabezaba el giro social del FMI.
Mientras el gobierno asturiano acompaña a los empresarios a expoliar las riquezas angoleñas -hay que llegar antes que los empresarios murcianos, catalanes o gallegos-, en la obra emblemática del gobierno asturiano, la ampliación del puerto de El Musel, se llevan a cabo despidos colectivos contra trabajadores africanos, concretamente saharauis, por reclamar condiciones de trabajo dignas. Los despidos, de una subcontrata llamada Costanor Siglo XXI, afectaron a aquellos trabajadores que sabían castellano y se habían erigido en portavoces de los demás. La Inspección de Trabajo reconoció que solamente les pagaban el cuarenta por ciento del sueldo en nómina y multó a la subcontrata con más de 100.000 euros en cotizaciones a la Seguridad Social. A pesar de todo, la subcontrata sigue en la emblemática obra pública, la sentencia judicial no establece la nulidad de los despidos y CC.OO. y UGT se olvidaron de los trabajadores represaliados.
Últimamente nos estamos acostumbrando a las grandes y espectaculares operaciones policiales contra las personas sin papeles. En el libro se relata la detención de treinta inmigrantes africanos en la Avenida Torrelavega de la ciudad de Oviedo, mediante un operativo policial que incluyó el registro de varios pisos con policías enguantados, fuertemente armados y acompañados de varios perros. Se cuenta esta brutal detención desde la perspectiva de la policía, de la FAP -organización de defensa de los derechos audiovisuales que azuza las intervenciones policiales y judiciales-, del periódico la Nueva España -que se combina con la espectacularidad y visibilidad policial para criminalizar al colectivo inmigrante-, de los propios detenidos y de las asociaciones que se movilizaron contra los procedimientos de expulsión.
En el libro se cuenta también el periplo que tuvo que seguir un menor – un chico marroquí de quince años – para que fuera acogido por la Consejería de Bienestar Social. Venía de Melilla, de un centro en el que denunciaba maltratos continuos. Se metió bajo un camión y llegó a Málaga y después a Oviedo. Después de 24 horas de institución en institución, hubo que llamar a la prensa y afirmar que no nos moveríamos de la sala de espera de la Consejería para que lo recibieran y acogieran. Esto sucedió hace cuatro meses. Desde entonces – y esto no sale en el libro – mi experiencia ha sido comprobar la degradación de chavales, adolescentes, a los que no se propone ningún proyecto educativo, ningún horizonte de futuro. El chico al que acompañamos en septiembre no ha sido escolarizado ni incorporado a ningún curso de formación; está aparcado en una academia y en un centro de primera acogida que se supone que es, como máximo, para la estancia de los menores durante los primeros cuarenta y cinco días. He podido compartir tardes con algunos de sus compañeros, mientras esnifaban disolvente en cualquier rincón de Oviedo y me explicaban cómo a ellos se les marginaba por el pegamento mientras todo un sector de la sociedad consume pastillas y cocaína cada fin de semana. No tenía – ni tengo – ningún argumento para convencerles de que dejen el disolvente. Es su forma de evadirse de la realidad: ya lo hacían en las calles de Fez o de Tánger en Marruecos y ahora lo consumen en las calles de Oviedo porque su vida sigue siendo miserable. Por cierto, ellos también han pasado por el calabozo de la Policía Nacional, quince horas – una noche entera – en celdas individuales – para niños de quince años – por pelearse con otros chicos que les llamaron moros de mierda. Los únicos detenidos fueron, evidentemente, los moros de mierda.
Ayer me esperaban en el local de la Asociación Cambalache dos amigos senegaleses. Venían a hablarme de los libros – se los habían llevado para leerlos y, de paso, mejorar su castellano – . También compartieron conmigo su situación. Ambos trabajaban en la construcción en Avilés, sin papeles. Ahora están sin trabajo. Les han echado y, como casi siempre entre los trabajadores clandestinos, no les pagaron una parte del dinero pactado. Ayer, cuando salieron del local, se iban a vender discos, aunque dudaban que lo consiguieran. «No nos importa no comer algún día» – me decían – . «Estamos acostumbrados. Venimos de África. Pero tenemos que pagar el piso, la luz, el agua». Me decían que los discos eran para comprar una bombona de butano, porque cuando se acabase la que tenían no podrían cocinar.
El 18 de diciembre pasado doce colectivos sociales y organizaciones políticas organizamos una manifestación en Oviedo, a la que llamamos «Ruta contra el racismo y la represión». Acudimos 400 personas, muchas de ellas inmigrantes. Fue una movilización intensa; de repente, las personas sin papeles, obligadas a hacerse invisibles, ocupaban las calles céntricas de Oviedo en plenas compras navideñas, coreando lemas como «Papeles para todos», «La Ley de Extranjería, pa la reina Sofía» o «Más trabayu y menos policía».
La violencia institucional desatada contra el colectivo inmigrante nos exige un esfuerzo colectivo para combatir las políticas migratorias y sus efectos dentro y fuera del Estado español. Lo he dicho el día de la primera presentación del libro en Oviedo y lo vuelvo a repetir hoy aquí: espero que estos relatos sirvan no sólo para compartir el dolor, sino también la lucha.
Eduardo Romero es autor de los libros A la vuelta de la esquina. Relatos de racismo y represión (Cambalache, 2008), Quién invade a quién. El Plan África y la inmigración (Cambalache, 2007, 2ª ed.) y ha escrito uno de los capítulos del libro colectivo Frontera Sur. Nuevas políticas de gestión y externalización del control de la inmigración en Europa (Virus Editorial, 2008
[1] La familia que espera la ayuda de la persona que emigra suele ser mucho más extensa que la familia nuclear a la que estamos acostumbrados en Europa
[2] El de junio de 2007 Osamuyi Aikpitanyi murió asfixiado en un vuelo de repatriación después de que los escoltas policiales le amordazaran y sellaran su boca con cinta adhesiva
[3] Ver «La vida en la frontera: internamiento y expulsiones», capítulo escrito por el Espai per a la Desobediència a les Fronteres en el libro Frontera Sur (Virus Editorial, 2008).
[4] Ver varios textos de Santiago Alba Rico «Turismo: la mirada caníbal» en Capitalismo y nihilismo. Dialéctica del hambre y la mirada (Akal, 2007), «Invitación a la bomba» en Vendrá la realidad y nos encontrará dormidos (Hiru, 2007) o la «Presentación» de Mamadú va a morir. El exterminio de inmigrantes en el Mediterráneo (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2008).