Pocos conceptos hay tan manipulados como el de «democracia». En su nombre se puede hacer cualquier cosa, por ejemplo, invadir países y masacrar a gran cantidad de población. Su supuesta «defensa» irrestricta permite las peores tropelías, y la guerra «por la democracia» es una de sus más incomprensibles formulaciones: ¿matar a otro para defender la […]
Pocos conceptos hay tan manipulados como el de «democracia». En su nombre se puede hacer cualquier cosa, por ejemplo, invadir países y masacrar a gran cantidad de población. Su supuesta «defensa» irrestricta permite las peores tropelías, y la guerra «por la democracia» es una de sus más incomprensibles formulaciones: ¿matar a otro para defender la libertad? No hay dudas que la imaginación humana da para mucho .
El sistema capitalista actual, dominante largamente a escala planetaria, se atribuye como una de sus notas distintivas el ejercicio de la democracia. Así, dicho con cierta cuota de ampulosidad («democracias de mercado», por ejemplo), la democracia sería un bien en sí mismo, y su sola mención tendría un poder casi mágico, sinónimo de corrección, buen camino y luz en el medio de las tinieblas. De todos modos -la historia de la humanidad nos lo confirma- las relaciones de poder entre los miembros de nuestra especie son el núcleo problemático por excelencia. Nada hay más dificultoso ni plagado de tensiones en el orden humano que las relaciones en torno a la construcción del poder. El poder no sólo como expresión de la clase dominante a través de su aparato de dominación, el Estado (quizá la forma tradicional de entenderlo), sino el poder en su faceta definitoria de la cotidianeidad, como aquello que está siempre presente y actuando cuando se juntan dos o más individuos; el poder como aspiración de infinitud y completud de nosotros los humanos, por definición finitos e incompletos; el poder que se da entre géneros, entre etnias, entre adultos y jóvenes, etc., etc.
Es decir: el poder, en su amplísima gama de posibilidades de las interrelaciones humanas y que termina con la idea moderna de Estado como expresión de las relaciones políticas que subsume todas las otras, tendría según esta concepción como punto máximo de llegada «la democracia» en tanto nivel superior de toda nuestra construcción histórica. Dicho de ese modo, «la» democracia sería un bien supremo al que algunos, pareciera, ya han llegado (¿los desarrollados?), y otros aún están camino de alcanzar (¿los subdesarrollados?). La idea implícita es que fuera de «la democracia» -punto máximo de nuestro desarrollo como sociedad política- lo demás es atraso, primitivismo, salvajismo.
Si fuera necesariamente cierto, hasta inclusive valdría la pena tomar en serio el debate. Pero estando tan asquerosamente manipulado como está el concepto, hablar de democracia debe llevarnos, ante todo, a su crítica radical, a su problematización. ¿De qué hablamos cuando decimos «democracia»?
«Con la democracia también se come», expresaba vehemente en su campaña proselitista Raúl Alfonsín antes de convertirse en el primer presidente constitucional luego de la dictadura militar que asoló Argentina entre 1976 y 1982. La promesa levantaba grandes expectativas; tantas, que le permitió ganar las elecciones. Hoy, ya con tres décadas del así llmado ejercicio democrático, el país no puede salir de la peor crisis de su historia (aumentó exponencialmente el índice de suicidios y de disfunción sexual masculina como una de las tantas consecuencias derivadas de esa crisis, valga adelantar sólo como mínimo ejemplo), y no es infrecuente que muchos de sus habitantes deban comer de los tarros de basura, así como no fueron tan raros, en estos últimos años, saqueos a parques zoológicos para comerse algún animal. Parece ser que la democracia no ha dado para comer como se esperaba.
Mucha gente en Latinoamérica -de hecho una investigación de Naciones Unidas del 2004: «La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos» lo estudió en profundidad dando cifras elocuentes: el 55 % de la población- apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica, lo cual llenó de consternación a más de un politólogo. Sin ningún lugar a dudas décadas de dictaduras militares y regímenes totalitarios dejaron una profunda marca política en la región, por lo que no espanta la idea de un gobierno no democrático. Pero ello no habla sólo de una cierta vocación autoritaria de las poblaciones latinoamericanas, transformada ya hoy en hecho cultural; habla, más que nada, del fracaso de estas democracias formales aparecidas alrededor de la década de los 80, luego de los tristemente célebres gobiernos militares, donde la mano de Washington no fue ajena.
Democracia: gobierno del pueblo; es tan amplio que lo dice todo y no dice nada. Una rápida mirada de la historia, o de cualquier situación actual, nos confronta con que lo que menos tenemos como experiencia concreta en nuestro largo y tortuoso proceso civilizatorio es, justamente, «gobierno del pueblo».
Con el ascenso del capitalismo y el triunfo político de la nueva burguesía hace un par de siglos, la democracia representativa toma su mayoría de edad, y hoy, doscientos años después de haberse impuesto a partir de la cabeza guillotinada de los monarcas franceses, se presenta como el modelo más desarrollado de organización social. En ese sentido se autoerige como condición de la prosperidad. Pero ¿quién dice que es el más «desarrollado»? ¿Desde qué parámetros?
Un informe del Banco Mundial reveló que la República Popular China sacó de la marginación a 200 millones de personas en 20 años sin que sus reformas se apegaran a las recetas neoliberales en boga, pero más aún, con una organización política abominada por las democracias occidentales en la que brillan por su ausencia todas las libertades esgrimidas como logros democráticos. Como dijo Luis Méndez Asensio: «El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los números macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el gigante asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las urnas, sin hacer gala de las libertades, sin amnistiar al prójimo.»
¿Tienen poder los que votan? Los regímenes autocráticos terminan siendo agobiantes, todos, no importa el color ideológico en juego. Visto el panorama mundial, en ningún país -ni en los pobres, la gran mayoría del planeta, por cierto, ni en los ricos- la masa mayoritaria detenta el poder real. Sucede que en algunos, los menos, la riqueza alcanza para que todos vivan con el mínimo de dignidad que, hoy por hoy, la gran mayoría de la humanidad no tiene (comida, agua potable, educación básica, vivienda). Si esas necesidades primarias no se resuelven, es improcedente pensar -como lo hiciera el por ese entonces Secretario General de la ONU, Kofi Annan, refiriéndose al mapa de Latinoamérica luego de conocidas las conclusiones del referido estudio- que «la solución para sus problemas no radica en una vuelta al autoritarismo sino en una sólida y profundamente enraizada democracia». Por supuesto que las dictaduras no resolvieron los problemas de pobreza y exclusión social (no estaban para eso, por cierto). Pero tampoco los han resuelto las actuales democracias a cuentagotas.
Tan elástico es este vapuleado concepto de «democracia» que sirve para cualquier propósito: para comer -según Alfonsín-, para mantener un bloqueo contra Cuba, para invadir Irak, para deponer al presidente Aristide en Haití o Chávez en Venezuela, democráticamente electos por cierto… ¿No será que, por tan elástico, en realidad no significa nada de nada?
Es hora de cambiar el concepto de democracia representativa, aquél con el que se ha venido explotando a las grandes masas desde hace dos siglos, por algo nuevo: democracia genuina, democracia desde abajo, directa. ¿A quién representan los representantes? Si el propio pueblo no es artífice de su destino, no hay salida para los problemas que ya conocemos de memoria en Latinoamérica.
En la olvidada Guatemala, en Centroamérica, cuna de una de las civilizaciones más antiguas y esplendorosa de la historia: los mayas (seguramente «de moda» en los próximos meses, dada la manoseada «profecía maya» del fin del mundo, que moverá bastante turismo) hay un ejemplo encomiable de democracia directa: las Comunidades de Población en Resistencia (CPR).
Es sabido que en ese país una guerra civil dejó daños inconmensurables, siendo la nación latinoamericana más golpeada por las estrategias contrainsurgentes que se desarrollaron en el marco de la Guerra Fría con la Estrategia de Seguridad Nacional. La población campesina, de origen maya, fue la más golpeada. En muchos casos, para sobrevivir a las políticas genocidas de tierra arrasada, por miles se internaron en las selvas, protegiendo así lo único que les quedaba: su vida, dado que dejaron tras de sí todo, casa, ganado de subsistencia, sus mínimas parcelas, enseres domésticos. Así, en condiciones de extrema pobreza vivieron años, muy organizados, en un sistema de democracia directa que es digno de admiración. Estas Comunidades de Población en Resistencia estaban formadas por campesinos humildes, que en realidad no eran miembros activos del movimiento guerrillero, y que por la misma necesidad de sobrevivencia en condiciones extremas fueron desarrollando modos organizativos fabulosos.
«Elevaron mucho su nivel de capacitación en educación y de organización en la producción y con pocos recursos producían mucho. A futuro podían ser un ejemplo para otros colectivos en ese sentido», afirmó Enrique Corral, ex cura y luego integrante del movimiento armado guatemalteco, actualmente de la Fundación Guillermo Toriello, vinculado siempre a las CPR. Tras la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, estas poblaciones se fueron asentando en diversos puntos del territorio nacional, ya sin el acoso perpetuo de vivir guerra, pero sin ver materializado ninguno de los compromisos tomados en esa firma. Mantuvieron su organización de democracia viva, aunque sin el más mínimo apoyo por parte del Estado en créditos, infraestructura, facilidades diversas, etc., su situación actual los arroja a la pobreza profunda.
«Como población civil se logró establecer un sistema de organización democrática dando vida a los valores y principios humanos de sobrevivencia, haciendo de la resistencia la forma de organización comunitaria, organizando el trabajo colectivo, la distribución equitativa de lo que producimos y de lo que se recibía de la Solidaridad [internacional]», explicaba un miembro de las CPR. Sin ningún lugar a dudas si un grupo en condiciones tan tremendamente extremas pudo sobrevivir dignamente, más allá de la pobreza material, esto muestra que la organización real desde abajo es posible. Es más: sin esa organización democrática de base, real, genuina, no hubieran podido sobrellevar la situación. ¿Qué nos dice todo esto? Que la democracia de base sí es posible, y que la organización política actual que impone «el desarrollo» no es más que formalidad. Una vez más: ¿a quién representan los representantes?
En esta búsqueda de encontrarle caminos reales al fabuloso proyecto de darle forma concreta a la utopía, estudiar en detalle la historia de las CPR puede ser un paso de gran importancia. Tal como dice el cura-guerrillero Enrique Corral, sin dudas que «A futuro podían ser un ejemplo para otros colectivos». Este breve escrito no es sino: a) una expresión de júbilo en relación a que otra democracia sí es posible, más allá del formalismo de la democracia representativa. Y además, b) una invitación a académicos, científicos sociales y actores políticos a que se profundice en el estudio de esa construcción de base de la democracia en que vivieron las Comunidades de Población en Resistencia en lo más adverso de la guerra. Aprender de las «buenas prácticas», como se dice hoy día, es inteligente.
Fuente: http://www.argenpress.info/2012/08/comunidades-de-poblacion-en-resistencia.html