El Gobierno francés se obstina en sacar adelante la reforma de las pensiones pese a las multitudinarias protestas en contra, agravando así el déficit democrático en el país.
El colaborador habitual de CTXT Rafael Poch ya lo había pronosticado en julio de 2017: la presidencia de Emmanuel Macron desembocaría en una crisis de régimen en Francia. Su pronóstico fue algo prematuro, pero certero. Los ‘chalecos amarillos’ ya habían visibilizado a finales de 2018 la indignación creciente en el país, incluso en las clases medias-bajas de territorios rurales y periurbanos alejadas del sindicalismo. Cuatro años después, esta crisis social y de legitimidad política ha estallado con una reforma tan injusta como innecesaria en estos momentos: la de las pensiones.
Francia vivió el 7 de marzo su jornada de huelgas más multitudinaria en las últimas décadas. Entre 3,5 millones de personas, según los sindicatos, y 1,28 millones, según la policía, se manifestaron en contra del aumento de la edad mínima de jubilación de 62 a 64 años (con 42 o 43 años cotizados para recibir una pensión completa). Desde que la policía gala empezó a dar cifras de manifestantes en 1962, nunca antes se había informado de un número tan elevado de personas en las calles. Ni siquiera en Mayo del 68, aunque la clave del éxito de esa histórica revuelta –que a menudo se olvida– fue la ocupación masiva de las fábricas.
El pulso entre Macron y la marea popular liderada por los sindicatos afronta su recta final. Tras siete jornadas de huelgas y protestas masivas –en cuatro de ellas hubo alrededor de un millón de manifestantes, según los datos austeros de las fuerzas de seguridad–, el Ejecutivo centrista se mantiene inflexible. El Senado aprobó el 11 de marzo la impopular medida. Y podría ser adoptada definitivamente en la Asamblea Nacional el jueves 16 de marzo.
Debido a la fuerte presión social, sin embargo, numerosos diputados de Los Republicanos (LR, afines al PP) se resisten a votarla, a pesar del acuerdo entre el macronismo y la dirección de su partido, la cuarta fuerza parlamentaria (con 62 diputados) y que suele ejercer como bisagra en esta segunda legislatura en la que Macron no dispone de mayoría absoluta. Por consiguiente, el Gobierno contempla aprobar el texto por decretazo gubernamental, a través del polémico artículo 49.3 de la Constitución.
“Un descontento más allá de las pensiones”
“Un rechazo tan masivo refleja un descontento que va más allá de la edad legal de jubilación”, explica el politólogo Stefano Palombarini, profesor en la Universidad París 8. La subida de la edad mínima de jubilación ha sido la gota que ha colmado el vaso. Ha precipitado otro desborde de la contestación social en uno de los países más bulliciosos de Europa y que se resiste a la obstinación de su presidente de mantener el caduco modelo neoliberal. La “injusticia social”, “el deterioro de los hospitales públicos”, “los recortes en las ayudas a los desempleados” o “el encarecimiento de la vida y las escasas subidas salariales” son algunos de los motivos, según los manifestantes, que alimentan las movilizaciones.
Tras el aparente paréntesis de la pandemia –aparente porque en el caso de Francia sirvió para acelerar las políticas basadas en destinar ingentes cantidades de recursos públicos a las empresas bajo el mantra de la competitividad (hasta 157.000 millones de euros en 2019, según un estudio del Clersé, un grupo de investigación de la Universidad de Lille)–, este segundo mandato de Macron arrancó con la voluntad de recuperar la senda de la austeridad. Sus objetivos principales consisten en mantener una política fiscal de disminución de impuestos y reducir al 3% el déficit público antes de 2027.
La subida de la edad mínima de jubilación –la reforma más dura sobre esta cuestión en Francia desde 2010–, el reciente recorte en un 25% del tiempo máximo en que se puede cobrar el paro (de 24 a 18 meses), la promesa electoral de obligar a trabajar o formarse durante 20 horas semanales a todos aquellos que cobren el equivalente del ingreso mínimo vital… Es larga la lista de recortes del Estado del bienestar que se inscriben en este contexto. Todos ellos en plena crisis energética y de la inflación. Pese a las promesas hechas el año pasado, los precios continúan subiendo (la inflación fue del 7,2% en febrero, según Eurostat) arrastrados por la especulación y los supermercados (donde la inflación fue del 14,5%).
El reciente anuncio, la víspera de la masiva huelga general del 7 de marzo, de que los supermercados franceses van a ofrecer “centenares de productos” a “precios rebajados” ha sido percibido por la opinión pública gala con gran escepticismo. El Ejecutivo intentó en los últimos meses que las cadenas de distribución ofrecieran una misma cesta de la compra, con unos 50 productos, con precios rebajados. Pero estas se negaron a ello. Al final, cada supermercado decidirá el tipo de productos (a menudo marcas blancas y con menor calidad nutricional), la cantidad y su precio. “No hay ninguna definición reglamentaria” de lo que significan “los precios más bajos posibles”, advirtió Olivier Andrault, del colectivo UFC, que tachó esta campaña de “operación publicitaria de la gran distribución”.
Una democracia francesa averiada
No obstante, la actual oleada de protestas no solo refleja esta crisis social, sino también lo averiada que está la democracia francesa. “En las dos últimas elecciones presidenciales, Macron salió elegido porque se enfrentó a la ultraderechista Marine Le Pen en la segunda vuelta. Pero él lo utilizó para decir que había ganado gracias al apoyo a su programa electoral, lo que no es cierto”, recuerda el periodista Romaric Godin, del diario digital Mediapart y autor de La guerre sociale en France. Ante las peticiones recurrentes de sindicatos y partidos de izquierda de que organice un referéndum sobre la reforma de las pensiones, el Ejecutivo se niega a ello. Es consciente de que tendría muchas opciones de perderlo.
Para sacar adelante la impopular medida –rechazada por un 68% de los franceses, según los últimos sondeos–, el Gobierno ha recurrido a un amplio abanico de recursos legales que ofrece el sistema presidencialista de la Quinta República, en que el Ejecutivo tiene mucho más poder que el Legislativo. La reforma no ha sido elaborada como una ley normal, sino como un presupuesto rectificativo de la Seguridad Social. Esta decisión, muy poco habitual para un texto de este calado, limitó a 50 días su discusión parlamentaria con la intención de coger con el pie cambiado a los sindicatos. El 9 de marzo, el Gobierno utilizó otro artículo de la Constitución para acelerar los debates en el Senado, limitando la capacidad de la oposición para presentar enmiendas.
La aprobación de la ley por decretazo gubernamental a través del artículo 49.3 –sin ninguna votación parlamentaria a posteriori que lo ratificara– fue la gota que colmaría el vaso de este déficit democrático. El macronismo es consciente de la impopularidad de tal decisión. Pero también sabe que no le dan los números. En la actualidad solo tiene garantizado el apoyo de 196 diputados y el umbral de la mayoría absoluta se sitúa en 289.
Debido a la presión de las movilizaciones más multitudinarias en el país vecino en este siglo XXI, numerosos representantes de la derecha republicana así como del partido de Macron y otras formaciones de centro afines (el MoDem y Horizons), dudan si votar el texto. Incluso en el caso de que la reforma fuera aprobada con una votación parlamentaria normal, lo haría únicamente con el apoyo de los representantes macronistas y de la derecha republicana. Los candidatos de estos espacios (Macron y la conservadora Valérie Pécresse) apenas obtuvieron hace un año el 32% de los votos en la primera vuelta de las presidenciales.
Intento de establecer un bipartidismo entre Macron y Le Pen
Después de otra huelga general, el 15 de marzo –la sexta en menos de dos meses–, los líderes sindicales ya han anunciado que se manifestarán el jueves 16 delante de la Asamblea Nacional. Su objetivo: evidenciar el divorcio entre el macronismo y una parte considerable del pueblo francés. “A Macron le importamos un rábano, la única manera de hacerle ceder es quelos empresarios le digan que pare y para ello hace falta que la economía se vea afectada”, afirmaba Frédéric, de 49 años, un ingeniero informático, presente en la multitudinaria protesta parisina del 7 de marzo, refiriéndose al posible impacto de las huelgas indefinidas en los transportes, puertos, refinerías de combustible o recogida de basura.
Frenadas por la dificultad de ausentarse del puesto de trabajo en estos tiempos de inflación y por los mensajes dubitativos de los líderes de los sindicatos moderados (CFDT y UNSA), estas huelgas indefinidas no se han multiplicado. Aquellos paros que tienen una mayor repercusión son los de los trabajadores de la limpieza en París, donde se han acumulado más de 6.000 toneladas de desechos sin recoger. Huelgas parecidas por parte de estos trabajadores, tan invisibles como esenciales, tienen lugar en Nantes, Le Havre, Saint Brieuc o Antibes.
Sin embargo, Macron apenas hizo concesiones al unitario bloque sindical. Parece obstinado en imponerse en este pulso con unos métodos y actitudes más bien propios de un thatcherismo anacrónico. “El presidente está teniendo un comportamiento muy irresponsable a lo largo de este conflicto social”, lamentaba Christine Laurin, de 52 años, desde las primeras filas de la manifestación en la capital francesa del 11 de marzo.
“Me dan mucho miedo los próximos comicios. Que los franceses se venguen con su papeleta electoral y eso beneficie a Marine Le Pen”, añadía esta cuidadora de niños, que había votado al dirigente centrista en la primera vuelta de 2017 y en la segunda en 2022. “Si se quiere evitar la llegada al poder de la ultraderecha, hace falta darle sentido a la democracia. Hay que escuchar a los sindicatos y respetar la Asamblea Nacional y el Senado. Pero Macron hace todo lo contrario”, advierte por su parte Palombarini, autor de L’illusion du bloc bourgeois.
“Están intentando restablecer un nuevo bipartidismo entre el macronismo y la ultraderecha”, añade Godin, sobre los esfuerzos del Ejecutivo para “demonizar a la izquierda sindical y política”, que lidera las protestas y la oposición al texto en el Parlamento. Un buen ejemplo de ello fueron los elogios del ministro de Trabajo, Olivier Dussopt (un exsocialista), a Le Pen por su comportamiento durante los debates sobre la reforma de las pensiones. “Fue más republicana que muchos otros”, dijo comparándola con la oposición dura –y a veces excesiva en las formas– de los diputados de la Francia Insumisa.
A pesar del riesgo de que Le Pen se aproveche del resentimiento, estas movilizaciones también representan una oportunidad para la izquierda. Por un lado, han reflejado la resiliencia de los sindicatos, bien organizados y conectados con el mundo del trabajo, como motores de la contestación social. Por el otro, el declive evidente de la hegemonía neoliberal. Dos motivos para la esperanza en la lucha por una bifurcación democrática en el mundo pospandemia.