Traducción de S. Seguí.
Este artículo, publicado en el diario Le Monde en mayo de 2012, tras la primera vuelta de la elección presidencial, titulado «El racismo de los intelectuales», sigue siendo de actualidad tras las elecciones regionales que han visto cómo las listas «Bleu marine» (lepenistas) se han hecho con entre el 28 y el 40% de los votos del 50% de la población con derecho a voto que ha tenido a bien acudir a las urnas.
La magnitud de los votos favorables a Marine Le Pen abruma y sorprende. Se buscan explicaciones. El personal político aplica su sociología portátil: la Francia de los de abajo, la de los provincianos despistados, de los obreros con bajo nivel de educación, asustada por la globalización, la baja del poder adquisitivo, la desestructuración de los territorios, la presencia a sus puertas de extraños extranjeros, quiere replegarse en torno al nacionalismo y la xenofobia.
De hecho, ya en su día acusaron a esta Francia «rezagada» de haber votado no en el referéndum sobre el proyecto de Constitución Europea, en oposición a la clase media urbana educada y moderna, verdadera sal social de nuestra socialdemocracia bien temperada.
Digamos que esta Francia de abajo es, en las actuales circunstancias el burro de la fábula, el pelón, el «populista» sarnoso, de donde nos viene todo el mal lepenista 1 . Es extraño, por otra parte, este resentimiento político-mediático contra el «populismo». El poder democrático, del que estamos tan orgullosos, ¿sería alérgico a preocuparse por la gente? Es la opinión de esta gente, en cualquier caso, y cada vez más. A la pregunta ¿cree usted que los políticos se preocupan de lo que la piensa la gente como usted mismo?» la respuesta totalmente negativa, «en absoluto», se elevaba al 15% del total en 1978 ¡y al 42% en 2010! En cuanto al total de respuestas positivas («mucho» o «algo»), pasó del 35% al 17% (esta estadística y otras de gran interés aquí referidas se publicaron en el número especial de la revista La Pensée titulado » Le peuple, la crise et la politique » (El pueblo, la crisis y la política), dirigido por Guy Michelat y Michel Simon). Se puede afirmar que la relación entre el pueblo y el Estado no es de confianza, por decirlo de un modo suave.
¿Debemos llegar a la conclusión de que nuestro Estado no tiene el pueblo que se merece y que el sombrío voto a Le Pen certifica esta insuficiencia popular? Para fortalecer la democracia sería pues necesario cambiar el pueblo, como proponía irónicamente Bertolt Brecht.
Mi tesis es más bien que hay otros dos culpables a quienes señalar: los sucesivos responsables del poder del Estado, de izquierda y de derecha, y un grupo destacado de intelectuales.
A fin de cuentas, no son los pobres de nuestras provincias quienes han decidido limitar al máximo el derecho fundamental del trabajador de este país, con independencia de su origen nacional, a vivir aquí con su esposa y sus hijos. Fue un ministro socialista, y a continuación todos los ministros de derecha que se abalanzaron por esta senda. No es una pueblerina con bajo nivel de educación quien declaró en 1983 que los huelguistas de Renault -argelinos y marroquíes en su mayoría- eran «trabajadores invitados (…) agitados por grupos religiosos y políticos, que se posicionan en función de criterios que poco tienen que ver con las realidades sociales francesas.»
Fue un primer ministro socialista, por supuesto, para deleite de sus «enemigos» de la derecha. ¿Quién tuvo el buen sentido de decir que Le Pen planteaba los problemas reales? ¿Un activista alsaciano del Frente Nacional? No, fue un primer ministro de François Mitterrand. No son los subdesarrollados del interior quienes crearon los centros de detención, para encarcelar en ellos, más allá de cualquier derecho real, a los que por otra parte se priva de la posibilidad de conseguir los documentos que legalizarían su presencia.
No fueron tampoco unos cuantos habitantes suburbiales pasados de rosca quienes ordenaron que, en todo el mundo, no se emitan visados a Francia sino con cuentagotas, mientras que aquí fijaban incluso las cuotas de expulsión que debe a toda costa cumplir la policía. La sucesión de leyes restrictivas que atacan, so pretexto de extranjería, la libertad y la igualdad de millones de personas que viven y trabajan aquí, no es obra de «populistas» desenfrenados.
Al timón de estas fechorías legales se halla el Estado, nadie más. Están todos los gobiernos de turno, a partir de François Mitterrand y uno tras otro desde entonces. En este asunto, y se trata sólo de dos ejemplos, el socialista Lionel Jospin hizo saber desde su llegada al poder que no estaba dispuesto a derogar leyes xenófobas de Charles Pasqua, y el socialista Francois Hollande dejó bien claro que bajo su presidencia la regularización de los indocumentados no se realizaría de un modo distinto que bajo la presidencia de Nicolas Sarkozy. La continuidad en esta dirección es clara. Es esta insistencia obstinada del Estado en la villanía la que ha dado forma a la opinión reactiva y racista, y no al revés.
No creo ser sospechoso de ignorar que Nicolas Sarkozy y su camarilla han estado permanentemente en la brecha del racismo cultural, alzando bien alto la bandera de la «superioridad» de nuestra bienamada civilización occidental y haciendo votar una interminable sucesión de leyes discriminatorias cuya perversidad nos llena de consternación.
Pero, no vemos que la izquierda se haya alzado para oponerse a ella con la fuerza que exigía esta fiereza reaccionaria. Incluso ha afirmado a menudo que «entiende» esta exigencia de «seguridad», y ha votado sin escrúpulos decisiones persecutorias flagrantes, tales como las destinadas a expulsar del espacio público tal o cual mujer so pretexto de que se cubre el cabello o el cuerpo.
Sus candidatos anuncian en todas partes que llevarán a cabo una lucha implacable, no tanto contra las prevaricaciones capitalistas y la dictadura de los presupuestos ascéticos sino contra los trabajadores indocumentados y los menores delincuentes reincidentes, especialmente si son negros o árabes. En este terreno, la derecha y la izquierda, conjuntamente, han pisoteado todo principio. Para aquellos que están privados de papeles, no existe el imperio de la ley sino el estado de emergencia, el Estado sin ley. Son ellos los que están en un estado de inseguridad, y no los nacionales pudientes. Si fuera necesario -Dios no lo quiera- resignarse a deportar a alguien, sería preferible que optáramos por deportar a nuestros líderes en lugar de a los muy respetables trabajadores marroquíes o malienses.
Y detrás de todo ello, desde hace tiempo, desde hace más de veinte años, ¿ a quién encontramos? ¿Quiénes son los gloriosos inventores del «peligro islámico», según ellos a punto de desintegrar nuestra hermosa sociedad occidental y francesa? ¿Quiénes son sino algunos intelectuales, los que se dedican a esta tarea infame de producción de editoriales incendiarias, libros retorcidos, «encuestas sociológicas» amañadas? ¿Es un grupo de jubilados provinciales y trabajadores de las pequeñas ciudades desindustrializadas quienes han montado con paciencia todo este tinglado del «conflicto de civilizaciones», la defensa del «pacto republicano» las amenazas a nuestro hermoso «secularismo», el » feminismo «indignado por la vida cotidiana de las mujeres árabes?
¿No es lamentable que se busque a los responsables únicamente por el lado de la extrema derecha -que en efecto se está aprovechando de ello- sin jamás desvelar la abrumadora responsabilidad de los que, a menudo y calificándose «de izquierda» además de ser con más frecuencia profesores de «filosofía» que cajeras de supermercados, han defendido apasionadamente que los árabes y los negros, en particular los jóvenes, están corrompiendo nuestro sistema educativo, pervirtiendo nuestros suburbios, ofendiendo nuestras libertades y ultrajando a nuestras mujeres? ¿O que eran «demasiado numerosos» en nuestros equipos de fútbol? Exactamente lo mismo que antes decíamos de los judíos y los métèques 2 que según ellos estaban amenazando de muerte la Francia eterna.
Han aparecido, es cierto, grupos disidentes fascistas que se califican a sí mismos de islámicos. Pero también ha habido movimientos igualmente fascistas que se dicen de Occidente y de Cristo Rey. Esto no impide a ningún intelectual islamófobo vanagloriarse sin cesar de nuestra identidad superior «occidental» y alabar nuestras maravillosas «raíces cristianas» en el culto de una laicidad que Marine Le Pen, convertida en una de sus más decidas practicantes, finalmente revela de qué material político están hechos.
En verdad, son los intelectuales que inventaron la violencia antipopular, sobre todo dirigida contra los jóvenes de las grandes ciudades, quienes guardan el verdadero secreto de la islamofobia. Y son los gobiernos, incapaces de construir una sociedad de paz civil y justicia, quienes entregaron los extranjeros, en primer lugar los trabajadores árabes y sus familias, como pasto de unas clientelas electorales desorientadas y temerosas. Como siempre, la idea, por criminal que sea, precede al poder, que a su vez da forma a la opinión de la que depende. El intelectual, por deplorable que sea, precede al ministro, y éste conforma a sus seguidores.
El libro, aunque sea basura, llega antes que la imagen propagandística, que a su vez induce a error en lugar de instruir. Y treinta años de pacientes esfuerzos en la escritura, la invectiva y la competencia electoral sin ideas obtienen su siniestra recompensa en las conciencias cansadas al igual que en el voto de rebaño.
¡Vergüenza a los gobiernos de turno, que han competido todos en temas comunes de seguridad y del «problema de la inmigración», para que no fuera demasiado visible que servían en primer lugar a los intereses de la oligarquía económica! ¡Vergüenza a los intelectuales del neorracismo y el nacionalismo bobo, que pacientemente cubrieron el vacío dejado en el pueblo por el eclipse temporal de la hipótesis comunista con un manto de tonterías sobre el peligro islámico y la ruina de nuestros «valores»!
Son ellos quienes ahora deben rendir cuentas del ascenso de un fascismo rampante del que implacablemente promovieron el desarrollo mental.
Notas
1 Paráfrasis de un texto de La Fontaine: «Ce pelé, ce galeux, d’où venait tour leur mal.» (N. del t.)
2 Extranjeros. Cf. Georges Moustaki (N. del t.)
Fuente original: http://tlaxcala-int.org/article.asp?reference=16784