No hace falta hablar ruso o ucraniano. No hace falta ni ser periodista ni preguntar nada. Tan pronto como el informativo radiofónico que escucha el taxista comienza a repetir la palabra «terrorista» infinidad de veces, el chófer se indigna, realiza aspavientos y farfulla palabras que dan a entender su punto de vista. Para él, terroristas […]
No hace falta hablar ruso o ucraniano. No hace falta ni ser periodista ni preguntar nada. Tan pronto como el informativo radiofónico que escucha el taxista comienza a repetir la palabra «terrorista» infinidad de veces, el chófer se indigna, realiza aspavientos y farfulla palabras que dan a entender su punto de vista. Para él, terroristas son los militares ucranianos que bombardean a los civiles del Este del país. No hay más. En la calle, bajo el frío y los copos de nieve, el clima es otro. Reina la falsa indiferencia y la autocensura, porque aún siendo la población rusófona mayoría en Járkov, la gente se siente coartada por la presencia de los numerosos policías y militares venidos del Oeste para custodiar el paso con Rusia, cualquier conato de insurrección y sobre todo, sus grandes recursos industriales. En esta ciudad, la segunda en tamaño después de Kiev, se opina en casa, o dentro del coche como el taxista, pero no en plena calle; especialmente en jornadas como la de hoy, en la que se manifiesta Pravy Sektor.
Quemando antorchas, luciendo capuchas y cachiporras, los jóvenes neonazis avanzan dando gritos por la Avenida Sumska, obligando a peatones y vehículos a detener su camino. Van en busca de algo. «La estatua del jodido Lenin», han dicho. La policía antidisturbios que a marchas forzadas trata de seguir su ritmo, deja de acompañarlos al alcanzar la Plaza de la Libertad, que junto a Tianang-men y la Plaza Roja, es una de las mas grandes del mundo. Allí, al fondo, los neonazis tienen su objetivo simbólico, pues ya de la estatua queda poco. La derribaron el pasado mes de septiembre en una noche de idéntico fervor patriótico. Con bengalas, subidos a contenedores con ruedas de los que harán fuego, los encapuchados avanzan impunes tomándose ese inmenso espacio público. Algunos de los militares presentes, que con el uniforme oficial les acompañan, les hablan a la oreja, aconsejando o controlando, difícil decirlo. Un pequeño grupo ha sido el primero en llegar a la peana donde estaba el Lenin de granito y comienza a prender fuego al mobiliario urbano. Al rato, otros gritan eslóganes racistas mientras despliegan pancartas. Cuando parece que se están calmando ofrecen un brevísimo discurso y se marchan desfilando.
Casi a la misma hora, los ascensores del céntrico Hotel Kharkov permanecen ocupados de forma ininterrumpida. Los huéspedes del hotel, aún siendo pocos, tienen que esperar en la recepción un tiempo inusual. Cuando su inquietud se hace notable, el jefe de seguridad del hotel se acerca, abre las puertas de las escaleras de incendios y les invita a subir por estas a las habitaciones, pero en ese mismo instante, las puertas del ascensor se abren inesperadamente, y tras ellas aparecen fugazmente varios militares con sus fusiles, sus chalecos antibalas y todo el imaginario bélico capaz de ser encajado en cuatro metros cuadrados. Seguidamente, del segundo ascensor, salen dos jóvenes reclutas con pesadas cajas de munición. Los típicos arcones de madera pintados de verde oliva que sirven para guardar balas, granadas y ese tipo de provisiones que las fuerzas armadas llevan al terreno cuando participan en alguna operación. Desconcertado, el jefe de seguridad, susurra algo a los militares, que asienten con la cabeza y continúan su ascenso hacia algún piso superior. Los soldados provienen del garaje, y según la expresión de sus rostros, se diría que no deseaban ser vistos, o sea, que lo de parar en la recepción habría sido un imprevisto. Unas horas más tarde, a tenor de la indisciplina -según sugiere el recepcionista- los militares dejan de ocultar su presencia, y se dedican a deambular bulliciosamente de una habitación a otra, llevando botellas de licor, con la toalla en la cintura tras la ducha o con el fusil colgado a la espalda. ¿Qué hacían esos militares de diferente graduación fuertemente armados en un lugar de vida civil?; ¿qué necesidad habría de meter docenas de cajas de munición en las habitaciones mas altas del Hotel Kharkov?. «Ucrania, es hoy un país de intrigas, es mejor no hacer preguntas», asegura con recato un miembro de la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) alojado allí por unos días.
Al amanecer, aquellos civiles que se quieren arriesgar a cruzar desde la provincia de Kharkov a la vecina Luhansk, hacen cola esperando un autobús, el único medio activo en días de combates intermitentes como el de hoy. También el más barato, lento e inseguro. Desvencijado, éste llega a la parada, donde ancianos, niños, jóvenes y mujeres esperan portando paquetes y cajas en una atmósfera enrarecida que se vive por debajo de los cero grados. La marcha, de pueblo en pueblo, es larga y penosa. Una, dos, cuatro, ocho, doce horas; una anciana dice que ya ni siente la espalda. Llegado un punto, los varones se inquietan y cuchichean. Alguien los ha mandado bajar, y así lo hacen con el pasaporte en la mano. Desde abajo y señalando con el dedo, encapuchados de un batallón del ejército ucraniano separa a los hombres de las mujeres. Todo aquel mayor de dieciséis años ha de ir a la cuneta de la carretera, pasar un interrogatorio y ser identificado. Parece que dos no lo han superado y se quedan allí apesadumbrados. El bus sigue rodando por rutas oscuras, casi desiertas, entre controles y vehículos calcinados a los lados de la carretera. Cae la noche cerrada, y siguen pasando las horas. De pronto alguien armado sube al autobús, y al igual que los anteriores soldados, está encapuchado. Dicen que es la milicia de Luhansk. Ya hemos cruzado. Lóbrega y fría, Luhansk de noche es un gran apagón, no solo de luz, sino de vida. Las calles están desiertas y en ellas no se va más allá de un palmo, sea en el centro urbano o en sus zonas residenciales. Debido a la falta de agua corriente y luz eléctrica, la práctica totalidad de los hoteles permanecen cerrados, así como los restaurantes, las tiendas, los bancos y sus cajeros automáticos. Una buena parte de la población se ha marchado desde que comenzaron a sufrir los bombardeos el verano pasado, pero otros muchos se han quedado, lo que le da un tono de dignidad a esta ciudad de edificios ruinosos, supermercados vacíos y colas de ancianos que aún a riesgo de un resbalón sobre el hielo salen a por agua, velas y comida. La estación de autobuses fue bombardeada por el ejército ucraniano, como varias escuelas, centros de salud, apartamentos y guarderías. Nada ha escapado al fuego de los batallones y brigadas llegados del Oeste, pues tal y como asegura el profesor de universidad Alexander Novikov, «quieren arrasarlo todo. Evidentemente es gente de fuera, pues nadie que fuese de aquí bombardearía la cola del pan y el colegio donde podría estar su hija o abuelo». Del edificio de la administración regional, lugar en el que se gestiona la nueva «República Popular de Luhansk,» entran y salen funcionarios, cosacos armados y voluntarios rusos. En la sala de prensa, donde despachan una penosa acreditación de prensa y nadie habla inglés, nunca se ven periodistas occidentales. Según Oksana, su responsable de prensa, «para ellos, esta guerra mas que olvidada está ya contada. Los que nos bombardean son los buenos, y los bombardeados, somos los malos». Los pocos periodistas extranjeros interesados en contar lo que pasa son rusos, «aunque a su trabajo en Europa Occidental lo llaman siempre propaganda», asegura la responsable de prensa.
Para el reportero Alan Bulkaty, de la agencia ITAR-TASS, «yo creo que a los europeos y americanos les gusta Donetsk por su importancia futbolística y su cómodo acceso desde Kiev, pero casi nadie se planta en Luhansk, donde la situación es tanto o mas compleja». La pequeña república tiene la guerra larvada en su interior. A muy pocos kilómetros del centro de la ciudad existen varios frentes, así como varios batallones de la temida Guardia Nacional (irregulares de grupos neonazis) enquistados por varios rincones de su interior. Como afirma el veterano Sergei, un miembro de la escuela de oficiales de soviética formado en Leningrado, «esto no es como la gente se piensa, con líneas del frente claras en el perímetro del área rebelde, sino que además de eso, hay grandes grupos de ucranianos activos dentro del territorio liberado, y muchos días no se sabe bien qué ruta es segura o cuando y por donde puedes ser atacado».
Uno de esos lugares es la carretera que lleva a la planta energética que abastece Luhansk, en Shchastya. Morteros y fuego cruzado a escasos kilómetros del centro urbano. Llegar hasta allí requiere tomar una carretera en la que no conviene parar. A la derecha de esta, las posiciones de las fuerzas ucranianas, y al otro lado, no por muchos kilómetros, las de los milicianos de la república popular. El camino es un tortuoso rosario de trincheras abandonadas, cráteres de todo tamaño, y puestos de control calcinados. En una cuneta hay minas que asoman amenazantes el percutor sobre el asfalto, por eso todavía quedan cajas de artillería sin detonar ni ser requisadas por los milicianos. De fondo, se escuchan con regularidad las detonaciones de los misiles GRAD. Cuando se perciben mas cerca, a los escasos transeúntes que por aquí circulan les toca decidirse. O parar y tomar refugio o acelerar hasta sobrepasar la zona de peligro.
Uno de estos tristes lugares en los que la gente ha adaptado sus rutinas al penoso devenir de la guerra es Metalist, un deteriorado conjunto de viviendas con centro de salud, cultura y escuela de la era soviética. Situado en primera línea de fuego, varias plantas de sus edificios de apartamentos han sido arrasadas, aunque aún vive gente dentro. Anastasia es profesora allí, aunque la escuela fue destrozada y ahora dan clases en unos garajes. «Los que tenemos delante son del batallón Aidar. Van de profesionales, pero son ultras del fútbol, delincuentes de grupos neonazis, expresidiarios; lo peor de lo peor nos ha tocado». El batallón Aidar es uno de esos grupos que como el Azov y otros grupos de irregulares, lucen sin rubor simbología nazi junto a banderas de la UE o la OTAN. Concretamente los de Aidar aquí presentes tienen multitud de investigaciones abiertas por parte de la OSCE y Amnistía Internacional, quienes les acusan de crímenes de guerra, como ejecuciones sumarias, desapariciones forzadas, torturas y el asesinato de dos periodistas.
«La propaganda es un elemento fundamental de toda guerra, y la nuestra no iba a ser la excepción» En una discreta base de las milicias a la que nos han traído en un minibus, el presidente electo, Ígor Plótnitski (un exmilitar de la era soviética metido a hombre de negocios) ha convocado a dos agencias de noticias rusas y a Junge Welt para dar su versión de los hechos y como dice él mismo, «mostrar su disposición a resistir pueblo por pueblo y calle por calle». Tras haber pasado lista a la tropa y realizar un recuento de armamento y munición, el presidente y su comitiva se dirige al último lugar donde los cohetes del ejército ucraniano han hecho sus mas recientes estragos. Al llegar, las familias víctimas del ataque se muestran impotentes, pues aseguran que «es imposible protegerse de los bombardeos. Lanzan cohetes y morteros a cualquier hora y lugar. Además, sin trabajo y dinero no podemos reconstruir lo destruido».
El presidente, que posa para las fotografías pero elude responder a preguntas directas sobre el tipo de ideología que predominará en sus políticas, asegura que «el nombre de República Popular no es por casualidad. El apego a las necesidades de la gente es nuestra prioridad». Tras un breve almuerzo, Plótnitski acude a una manifestación «contra el fascismo» que han organizado los estudiantes en el centro de la ciudad. De entre las muchas banderas rusas, se distinguen una docena del partido comunista. Yuri, un hombre de mediana edad vestido de camuflaje y miembro del partido se ríe al ser preguntado si en conjunto, el proyecto liderado por Ígor Plótnitski tiene algunos de los elementos propios de la lucha de clases. «No, apenas los tiene, aunque sí una gran sensibilidad por el mundo obrero, pues es lo que somos». Yuri remarca que «lo que es seguro es que aquí casi todos tenemos cierta sensibilidad socialista y buenos recuerdos de la era soviética». Para él, además existe un factor que los cohesiona en un bloque decidido a resistir. «Todos tenemos claro que tenemos frente a nosotros a fascistas de corte abiertamente neonazi que no están solos, sino con el capitalismo occidental de la UE y la OTAN». Al fondo, tras él, dos uniformados de una milicia rusa tienen cosida una calavera blanca sobre un fondo negro. Por lo que se comenta, en Luhansk hay algunos elementos del nacionalismo «identitario» ruso, aunque el comunista Yuri asegura que «son muy pocos y no son del estilo nazi que sí existe entre los ucranianos del Este. De otro modo no estarían aquí, luchando codo a codo con comunistas como yo».
La manifestación termina y todos recogen sus banderas. Los camaradas de Yuri, las diferentes milicias populares y los estudiantes. Toca regresar a las casas, cuarteles y trincheras. Con la tarde cae el frío y la creciente sensación de que esta guerra se congela.
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