Hace algunos días, con motivo de recordarse los 20 años del golpe de Alberto Fujimori, se ha escrito bastante en torno a aquel aciago hecho. Analistas de uno u otro signo han tratado de explicar los hechos, o interpretarlos. Desde mi punto de vista se han detenido, sin embargo, en las acciones que tuvieron lugar […]
Hace algunos días, con motivo de recordarse los 20 años del golpe de Alberto Fujimori, se ha escrito bastante en torno a aquel aciago hecho. Analistas de uno u otro signo han tratado de explicar los hechos, o interpretarlos. Desde mi punto de vista se han detenido, sin embargo, en las acciones que tuvieron lugar aquel día -o en las que las que ocurrieron poco antes- pero en lo fundamental, han eludido referirse a la esencia del suceso. Ponerla en evidencia, nos ayudaría a tener una idea más clara de lo ocurrido.
Nos dice la mitología que Jano tenía la virtud de mirar, al mismo tiempo, en dos direcciones opuestas. Algunos políticos de nuestro tiempo suelen usar el concepto para aconsejarlo a ciertos gobernantes. Y les recomiendan, entonces, mirar un poco a la izquierda y otro poco a la derecha, para tener «contentos» a estos dos segmentos de la sociedad. Pero la leyenda no dice eso.
El mito nos asegura que Jano -uno de los dioses más antiguos del Panteón Romano- tenía la virtud de mirar, al mismo tiempo, hacia delante y hacia atrás. Es decir, podía otear el horizonte, rescatando, al mismo tiempo, las lecciones del pasado. Y esto sí es válido cuando lo que procuramos es recoger las lecciones de la historia.
Hay que admitir, por cierto, que los acontecimientos del 5 de abril de 1992 pueden interpretarse de diferente manera. Para unos, sintetizaron la irrupción del orden constitucional concretado en un acto de fuerza que concentró el Poder del Estado en una sola mano. Fue -ese- dicen, el inicio de la dictadura. Para otros, fue el esfuerzo final de alguien que tuvo conciencia de los límites de la democracia formal y optó por rebasarlos para «acabar con la inflación y el terrorismo».
En esa ala se encuentran quienes hoy aseguran que esa era «la única alternativa viable». El tema es, sin embargo, más complejo. Y tiene que ver con una esencia que suele pasar desapercibida para muchos peruanos. Y es que para entender la naturaleza de los sucesos de abril del 92, hay que mirar lo que ocurrió antes y lo que aconteció después, como lo hizo Jano para explicar el sentido de sus augurios.
El derrocamiento de Belaúnde en octubre de 1968 marcó el colapso del Poder Oligárquico y abrió paso a un orden social nuevo y distinto. Si hoy la derecha más reaccionaria incuba odios profundos contra Juan Velasco Alvarado, no ocurre eso por su condición de uniformado, ni por su origen provinciano. Lo odian porque él planteó una realidad que hizo carne en su momento: la sociedad peruana no podía seguir viviendo como antes. Los de «arriba» no podían seguir manteniendo una situación así, y «los de abajo» no la soportaban más. Los cambios eran no solo indispensables, sino también inevitables.
Se puede discutir si el proceso de Velasco tuvo un «carácter preventivo», o si él, y el núcleo militar que lo acompañó en esa circunstancia, tuvo la habilidad suficiente para darse cuenta de las necesidades del país. Pero esa, es hoy una discusión ociosa. Lo importante, ahora, es reconocer que esos cambios pergeñaron un nuevo rostro para la sociedad peruana.
Por un lado, caló muy hondo en nuestro pueblo el mensaje que simbolizó la reforma agraria: «El patrón, ya no comerá más de tu pobreza». Por otro, se afirmó la necesidad de un Estado que asumiera tareas de fondo orientadas a encarar el drama que agobiaba a los peruanos: empleo, salarios, salud, educación, vivienda; dejaron de ser formulaciones abstractas para convertirse en requerimientos concretos y en exigencias puntuales: la ciudadanía tomó conciencia que el Estado debía jugar un rol protagónico para resolver las angustias de los peruanos.
Por eso, cuando la crisis de agosto del 75 dio al traste con el rumbo progresista impulsados hasta entonces, no significó eso el fin del proceso ni, mucho menos, la restauración del Poder Oligárquico. Aunque la clase históricamente dominante se dio maña para recuperar lo más pronto que pudo algunos bastiones, no logró siquiera restablecer su dominio en los medios de comunicación sino solo cinco años más tarde, en 1980, con la restauración del belaundismo.
El segundo gobierno del arquitecto y el primero de García – entre 1985 y 1990-, avanzaron en el mismo derrotero, pero no pudieron tampoco concretar sus propósitos. Quebraron muchos de los avances logrados, como la participación de los trabajadores en la gestión y propiedad de las empresas a través de las Comunidades laborales; o liquidaron el naciente segmento de empresas de Propiedad Social; modificaron en ruta negativa la legislación laboral y, por supuesto, se apoderaron a la mala de los resortes del Poder, pero no pudieron quebrar el esquema impulsado al fragor de los cambios. Para eso, era indispensable un gobierno neo nazi, capaz de imponer, a espaldas de los peruanos, un «modelo» de dominación distinto, dictado por el Fondo Monetario y el Banco Mundial. Para instaurar ese régimen, se dio el golpe del 5 de abril.
Es rigurosamente falso que sólo «gracias al golpe» fuera posible aprobar la legislación antiterrorista que tenían entre manos los servicios de inteligencia de la época. O que el programa económico resultara inaplicable. El primero, fue dictado antes gracias al otorgamiento de «facultades delegadas» dispuesto por el Congreso en beneficio del Ejecutivo. Eso dio lugar al alud de decretos que crearon tribunales especiales, sentencias anónimas, jueces sin rostro, penas draconianas, centros clandestinos de reclusión y otros. Pero también rigió en el plano de la economía. El «paquete» salvaje que «terminó con la inflación» no se impuso luego del 5 de abril, sino desde un inicio. Fue el programa Hurtado Miller, del 8 de agosto de 1990. En esos daños -lo dijo el diario El Comercio en su edición del domingo 17 de enero de 1993- «Todos los caminos llevan al FMI, y todos salen de allí». El paraíso para el Gran Capital, por cierto.
El 5 de abril sirvió entonces para otra cosa: para quebrar al pueblo que, aunque debilitado por la división de IU, seguía incubando posiciones contestatarias; destruir la estructura sindical dado que los trabajadores constituían la resistencia más activa; y ganar la conciencia ciudadana haciéndole concebir la idea de una «amenaza mayor» que solo podría evitarse en base a «grandes sacrificios».
Sendero Luminoso era, para ese efecto, una carta que se venía trabajando laboriosamente. La «inteligencia» -de aquí y de afuera- había logrado convertir a una pequeña, minúscula e improductiva estructura política en una descomunal organización terrorista capaz de apagar ciudades, volar torres de alta tensión, matar autoridades, colocar coches bomba, fraguar Paros Armados, promover líderes de talla universal, hablar de un imaginario «equilibrio estratégico» que ponía el Poder al borde del colapso. En tal esquema, -y ante una sociedad simplemente aterrada- un 5 de abril era «la alternativa». Por eso se dice que sus impulsores «salvaron al país». Y por eso, hoy hay quienes los justifican y amparan. Por eso también, el Golpe encontró acogida popular.
En diciembre de ese mismo año, el alevoso asesinato de Pedro Huilca Tecse -hechura del régimen- fue el signo distintivo de esas intenciones. Fue ciertamente un crimen simbólico, como el asesinato de Giácomo Matteotti en la Italia fascista, en 1924. Y tuvo enorme trascendencia. Por un lado, paralizó al cuerpo social. Por otro, abrió la puerta para que se afirmaran las posiciones más conciliadoras y oportunistas tanto en el plano político como sindical; pero, además, sirvió para engañar a incautos con la misma monserga de siempre: «un crimen senderista». Y hasta hubo una «edición clandestina» del diario de Arce Borja para «confirmarlo».
Instaurado el Poder Neo Nazi tras el patibulario rostro de Alberto Fujimori, vino el saqueo de la hacienda pública. Y es que quienes actuaron a la sombra del Banco Mundial y del FMI no se resignaron a que sólo los «más ricos» se llevaran «la suya». También se sintieron en el derecho a «compartir el pastel» por lo que optaron por alzarse a manos llenas todo lo que encontraron en su entorno.
Hay quienes dicen que «el error»» de Fujimori fue el haber «tentado» una nueva reelección. Si se «hubiese quedado ahí» no habría pasado nada, aseguran. Pero eso no era posible. Para la Mafia era indispensable sumar tres periodos consecutivos de gestión gubernativa: el primero, para insertarse en todos los resortes de la estructura del Estado; el segundo, para robar a manos llenas; y el tercero, para borrar toda huella a fin de garantizar su impunidad. Precisamente porque no pudieron concretar ese «tercer periodo» fue posible descubrirlos y desenmascararlos. Encontrarlos virtualmente, con «las manos en la masa». Si -hipotéticamente- se hubiesen quedado cinco años más en la conducción del Estado, habrían podido borrar el rastro de sus delitos. Porque eso no fue posible, es que -mal que bien- Fujimori y varios de sus colaboradores más inmediatos, están tras las rejas, aunque gocen de privilegios inauditos. Se justifica la ira de Ollanta Humala en Huaycán.
No es, entonces, ni «explicable», ni «justificable» el 5 de abril. Es un acontecimiento oneroso e infausto en la historia del Perú. Puesto en evidencia su más claro objetivo, merece el más categórico repudio ciudadano.
Gustavo Espinoza M. es miembro del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula.
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