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El color de los muertos

Fuentes: La Vanguardia

Relata Ernest Hemingway en su libro autobiográfico y póstumo, ­París era una fiesta, una serie de valoraciones sobre un ramillete de escritores y artistas norteamericanos y europeos con los que coincidió y compartió experiencias en la capital francesa en los años veinte, acabada la Primera Guerra Mundial. Son a menudo narraciones de horas que se […]

Relata Ernest Hemingway en su libro autobiográfico y póstumo, ­París era una fiesta, una serie de valoraciones sobre un ramillete de escritores y artistas norteamericanos y europeos con los que coincidió y compartió experiencias en la capital francesa en los años veinte, acabada la Primera Guerra Mundial. Son a menudo narraciones de horas que se iban desgranando, con los vasos convenientemente llenos, en la terraza de la Closerie des Lilas, un local emblemático del boulevard Montparnasse abierto en 1847 y en el cual parece no haber transcurrido el tiempo. Uno de los perfiles que esboza Hemingway es el de Gertrude Stein, escritora y poetisa estadounidense como él, veinticinco años mayor y que actuó como referente en aquel círculo de jóvenes creadores. Hemingway, que durante aquellos años trabajó ­como periodista, explica que Miss Stein quería estar al tanto de la parte alegre de lo que ocurría por el mundo; nunca de las partes reales, nunca las partes malas.

Casi un siglo después del boceto trazado por Hemingway sobre Stein, sorprende constatar como esta misma levedad informativa, superficial y escasamente comprometida, cuando no explícitamente frívola, avanza a pasos agigantados en la sociedad y en muchos creadores de opinión. Es un mal que no conoce fronteras. Así, uno observa consternado cómo la desa­parición el pasado martes de unos 400 inmigrantes frente a la costa de la isla de Sicilia, después de que se llenara de agua una gran barcaza pro­cedente de Libia y naufragara, no ha merecido ninguna referencia en la portada del miércoles de Le Figaro y Libération, dos de los principales diarios franceses, y tan sólo una muy pequeña en los ejemplares de Le Monde del jueves que se pone a la venta la víspera. Los medios italianos sí lo han ­recogido, pero en ningún caso sus cabeceras de referencia Il Corriere, La Repubblica o Il Messagero le han dado el realce tipográfico que se otorga a la noticia más importante de la portada. De los diarios que se editan en ­Madrid, el miércoles tan sólo El Mundo le dedicaba un pequeño espacio en portada; lo mismo hacía el Ara en ­Barcelona.

¿A qué obedece un tratamiento tan desigual entre la tragedia del avión de Germanwings del pasado 24 de marzo en los Alpes franceses con 150 muertos y el naufragio del 14 de abril de la barcaza libia en el Mediterráneo? Es cierto que el paso de los días en el caso del avión de bandera alemana incorporó elementos informativos sustanciales, como la locura del copiloto que directamente lo estrelló contra la montaña. Pero esa circunstancia no era conocida en las primeras horas del accidente. ¿Y la pasividad de la Comisión Europea, ese gran transatlántico repleto de funcionarios y cuyos máximos responsables parecen estar siempre de vacaciones porque permanentemente llegan tarde allí donde deberían estar antes que nadie?

La respuesta, que no es otra que los subsaharianos fallecidos en su intento desesperado por llegar a un puerto del primer mundo nos importan más bien poco, nos incomoda, nos interroga y nos desagrada. Pero ¿acaso hay otra? ¿Cuántas miles de personas tendrán que morir este año frente a las costas europeas del Mediterráneo para que las autoridades comunitarias asuman la gravedad del problema? ¡Claro que el color de la piel de los muertos y la pobreza más absoluta en la que viven día a día tiene su importancia! A estos centenares de hombres, mujeres y niños ­negros fallecidos no les dedicaremos más que el espacio que merecen aquellas noticias que si en algo nos afectan no es tanto por el número de víctimas sino por nuestra imagen social ante los demás. Si no se produce un milagro, la noticia desaparecerá con la misma insignificancia y sigilo con que ha llegado.

Tenemos la ciudadanía europea, pero exactamente ¿qué somos y en qué consiste en el siglo XXI ser europeo? Quizás tan sólo nos unifica nuestra pertenencia a una moneda común y a un mercado único en el que se habla fundamentalmente de medidas económicas, recortes y ajustes. Si alguna institución europea ha traspasado la barrera del desconocimiento más absoluto por parte de la opinión pública, esta es el Banco Central Europeo, auténtico gobierno, real o en la sombra. Sólo el BCE. Nada más. Mientras, Europa se desangra como maquinaria administrativa y el Viejo Continente carece de pertenencia a un proyecto compartido. ­Hemos cambiado moneda común por valores colectivos pensándonos que el tráfico de personas y mercancías ya crearía una identidad. Es tan así que en la batalla que dilucidan los diferentes estados para la elección de los 28 miembros de la Comisión Europea y para el reparto de sus carteras preferentes entran siempre en disputa las de Economía, Competencia, Energía o Competitividad pero nunca la de Migración, que suele estar ocupada por un país con escaso peso e influencia en el seno de la Unión. En la presidencia actual del luxemburgués Jean-Claude Juncker esta cartera la ejerce un griego, y anteriormente fue un comisario sueco.

Sólo una política integral de la Comisión Europea que desborde la financiación actual, claramente insuficiente, de los programas económicos concentrados en una única cartera podrá ofrecer una respuesta que empiece a plantear soluciones. Para ello es necesario que las necesidades de África y su futuro se aborden como una cuestión humanitaria y no sólo como un problema de seguridad para nosotros, los europeos, y que los valores que han hecho grande y admirado al continente desplacen a los actuales del mercantilismo y la insolidaridad.

Entrelazando frases secas y cortas, el gran narrador que era Hemingway cautiva con su personalidad, mitad aventurera, mitad simplemente joven relator de un mundo nuevo y para él desconocido. París era una fiesta estuvo casi treinta años en un baúl del hotel Ritz, el tiempo que transcurrió entre su desbordante periodo parisino de los años veinte -«cuando éramos muy pobres y muy felices»- hasta su retorno a Francia en plena madurez como escritor. Casado nuevamente, regresa a París en 1956 y, una noche, cenando en el restaurante del Ritz ­recuerda su precipitada marcha y también un baúl depositado en la consigna un muy lejano 1928. Su mayúscula sorpresa se produce cuando explica su historia y el baúl aparece con todas las pertenecías que había depositado en su interior. Hay enseres personales y también cuadernos con notas manuscritas sobre la ciudad y sus personajes más emblemáticos. Enseguida se transforma en una historia viva de toda una época y también en un libro imprescindible sobre la capital francesa. Todo pasó hace un siglo pero el efervescente París de Hemingway sale inevitablemente al encuentro del visitante todavía hoy.

Explica el escritor en otro pasaje del libro cómo va cambiando su admirada ciudad, las diferentes necesidades en un París de posguerra y sus incursiones en las estaciones de esquí de los Alpes tiroleses del estado federado de Vorarlberg, en Austria, donde las continuas avalanchas de nieve y un material seguramente inconsistente propiciaba la rotura de piernas en los esquiadores. Ese Hemingway bohemio en los felices años de entreguerras escribe que nadie puede asegurar que, en según que condiciones, jamás se romperá una pierna. Y tirando de ironía, añade: «Lo de romperse el corazón es distinto. Hay quien dice que el corazón no existe. Desde luego, si no lo tienes no puedes rompértelo, y hay muchos aspectos que se combinan para quitárselo a quienes empezaron teniendo uno». ¿Se lo habrán arrebatado a la vieja Europa?

Fuente original: http://www.caffereggio.net/2015/04/17/el-color-de-los-muertos-de-jose-antich-en-la-vanguardia/