De que el mundo está cambiando ya no hay dudas. Los nuevos bloques multipolares que redefinen estrategias de cooperación y reinserción están a la vista. Y los intentos de resistencia a los cambios vía desestabilización también. Lo que está en juego en última instancia es un cambio de hegemonía: allí se expresa la disputa de […]
De que el mundo está cambiando ya no hay dudas. Los nuevos bloques multipolares que redefinen estrategias de cooperación y reinserción están a la vista. Y los intentos de resistencia a los cambios vía desestabilización también. Lo que está en juego en última instancia es un cambio de hegemonía: allí se expresa la disputa de capital político, económico y sobre todo cultural a los Estados Unidos.
Desde el inicio de este nuevo siglo hemos experimentado un corrimiento de viejas estructuras pactadas en las que América Latina cumplía un rol subordinado frente a la potencia del norte, dando lugar a un nuevo sistema de cooperación donde las influencias entrarían en tensión.
Corporaciones de distinta índole intentan recuperar el espacio que los programas posneoliberales les quitaron en la tutela de los asuntos públicos, al tiempo que una buena cantidad de líderes políticos opositores buscan posicionarse en contiendas políticas inmediatas. Pregonan instalar en la opinión pública la sensación de que los ciclos políticos, ya sea por corrupción, por agotamiento económico, por inflación o por ineficiencia, están concluidos.
Países como Argentina, Brasil o Venezuela vienen redefiniendo beneficios en su participación en ese escenario, a partir de acuerdos estratégicos con China o con Rusia, y una consolidada presencia de organismos de carácter regional que propician asistencias económicas pero también defensa de carácter político.
La disputa con los fondos buitre en Argentina o la reacción frente al Memorándum de Entendimiento con Irán por el tema AMIA y la muerte del fiscal Nisman desnudan la incomodidad primero y la acción decidida después, por parte de los Estados Unidos. El caso Nisman permite dar cuenta de una estrecha relación con la embajada norteamericana, y la tensión que dicho vínculo generaría a partir del memorándum con Irán.
Brasil, a partir de una serie de denuncias de corrupción (de larga data, anquilosada en Petrobras), sube el tono a una contienda que intenta conjugar caída de imagen, corrupción y destitución, lo que en Brasil se relaciona con la memoria del «impeachment», a partir de lo que ocurriera con el ex presidente Fernando Collor de Mello, destituido en 1992. Allí reside la campaña mediática cuyo objetivo es limitar la acción estratégica de Petrobras, una compañía con enormes reservas de hidrocarburo. Más allá de Petrobras, lo que se intenta presionando a Brasil es poner en juego el Mercosur, tal como quedó claro en las elecciones pasadas.
Venezuela pone el foco en la presión de la región como contrapeso: por pedido de Nicolás Maduro, Unasur advirtió que no aceptaría ninguna intervención en el proceso venezolano. Y el G77+China se definió rápidamente en la misma línea. Esto, claro, en tensión con lo que la Casa Blanca indica por medio del documento «Estrategia de Seguridad Nacional» 2015, donde la amenaza de intervención tiene un lugar central.
En tiempos de cambios, quienes ven perder su ascendencia sobre el nuevo tablero geopolítico pasan a redefinir estrategias buscando cómo producir hechos políticos de alto impacto en la opinión pública en pos de sacudir la estabilidad de cada proceso político. Quizás esa es una buena manera de hablar de desestabilización sincronizada en la región.
Fuente original: http://tiempo.infonews.com/nota/145985/el-costo-de-romper-la-unipolaridad