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El espejo deforme de la Transición española en América Latina

Fuentes: Rebelión

Si hay algo que estamos sacando en limpio de la crisis terminal en la que se encuentra el Régimen de la Transición, es la claridad con la que grandes sectores de la sociedad analizan el momento histórico en el que nos encontramos. No es secundario que surjan en el diccionario popular del hoy términos que, […]

Si hay algo que estamos sacando en limpio de la crisis terminal en la que se encuentra el Régimen de la Transición, es la claridad con la que grandes sectores de la sociedad analizan el momento histórico en el que nos encontramos. No es secundario que surjan en el diccionario popular del hoy términos que, o bien no se escucharon antes por aquí, o bien estaban desde hace tiempo enterrados en el baúl de los recuerdos: oligarquía, élites… o la ya manida casta. Y no es secundario porque precisamente es esta percepción la que mejor representa una ruptura crucial en el sentido político común. A saber; la Transición, si bien supuso el paso formal de un régimen dictatorial a una democracia moderna representativa, no afectó realmente a los intereses de las clases dirigentes herederas de la dictadura.

No es ya que se mantuviera intacto el sistema de acumulación y reproducción capitalista de la riqueza engordado por la corrupción franquista, es que los privilegios sociales, políticos y de género de estas élites quedaron blindados. Como también se trataron de enterrar o domar otros procesos potencialmente rupturistas, que hoy nuevamente estallan como problemas irresueltos y que tienen que ver con el modelo territorial del Estado y los derechos de los pueblos, o con la decidida incorporación de las mujeres a la vida pública.

El método utilizado para lograr este cierre de espacios no fue complejo ni novedoso, pero sí efectivo: ahora se conoce como la doctrina del shock. Aprovechar -o directamente, provocar- crisis para introducir fuertes medidas de redefinición del sistema, las cuales en otras circunstancias no serían aceptadas por la sociedad.

Pero en este breve texto, queremos hacer alusión a lo que podríamos denominar como la dimensión latinoamericana de la experiencia transicional española. Así, durante los años de apogeo de este modelo de transición política -cuando en Madrid se producía un intento de golpe de Estado (1981) que dejaba claro los límites de lo que llamaban democracia– las clases dirigentes que mantenían a las cruentas dictaduras del cono sur latinoamericano cayeron en la cuenta de que no era necesario un gobierno autoritario para conservar sus privilegios. También se dieron por enteradas, por supuesto, las grandes empresas globales y el gobierno de los EEUU. Aunque la anterior también señala las nuevas certezas que el sistema neoliberal redefinió para su imposición en modelos de democracia delegada y controlando el poder político desde las élites económicas. Y así, uno a uno, los oscuros regímenes de Pinochet, Videla y compañía fueron transitando hacia «democracias restringidas», tuteladas por ejércitos no depurados y con una única alternativa como modelo social y económico: el neoliberal. El camino quedó limpio para que el Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional tomaran las decisiones correspondientes a las nuevas estructuras políticas, con vistas a generar las condiciones óptimas para el desarrollo del modelo que necesitaba el capitalismo global en su nueva fase de expansión y de acumulación máxima de riqueza.

América Latina se miraba en el espejo de la transición española, asumiendo buena parte de sus miserias y repitiendo sus pasos en falso, ya que éste era el modelo que se imponía como idóneo.

Así, los países que recién dejaban atrás el horror de las dictaduras, se ajustarán a estos modelos importados desde el otro lado del océano. Todo ello para poder establecer las bases políticas y sociales que garantizarán, bajo la amenaza de la vuelta al autoritarismo, que el modelo neoliberal se podría instalar sin apenas oposición. Desde luego, sin la oposición de la práctica totalidad de los partidos políticos, desde la derecha hasta una buena parte de la llamada izquierda, generalmente englobada en la socialdemocracia. Y para terminar de construir este reflejo deforme, también en el subcontinente americano se aprobaron leyes de punto final que suponían el triunfo de la impunidad militar y el reconocimiento de facto de su «importante contribución a la estabilidad». Nuevamente, a imagen y semejanza de la inacabada transición española.

En pocos años, y como una cascada, se produjeron los cambios de las dictaduras a las democracias y, en paralelo, el asentamiento de las políticas de ajustes estructurales, de privatizaciones de los sectores productivos estratégicos de todos y cada uno de los países. La imposición del libre mercado y su desregulación para un mayor dominio de éstos. Todo ello acarreando un aumento vertiginoso de la pobreza y de la desigualdad, que alcanzaron coeficientes nunca antes vistos.

Sin embargo, el nuevo sistema que se impuso mediante la instalación del modelo de transición política española en casi todo el continente americano, y que se pensó para «reinar» por las centurias venideras (alusión a la famosa proclama neoliberal del «fin de la historia» o imposición absoluta del capitalismo) se vino abajo. Las mayorías sociales se rebelaron en formas diversas -bien liberando espacios de autogestión, bien tomando electoralmente unas instituciones hasta entonces cerradas- y hoy avanzan en muchos de esos países en transformaciones, que no simples transiciones, hacia sociedades más justas y equitativas.

La buena noticia es que este espejo, ahora en sentido inverso, parece alentar la cada vez más cierta la ruptura de un Régimen, el de la Transición, que hoy en día sólo funciona como corsé para la construcción de una democracia con un mínimo de dignidad y justicia social, que reconozca el ejercicio de todos los derechos humanos. Los individuales y los colectivos.

Fue precisamente en América Latina donde primero se evidenció el agotamiento del régimen político y económico neoliberal. A lo largo de la última década hemos asistido -en Brasil, en Ecuador, en Bolivia, en Venezuela, pero también en comunidades de México, Colombia o Guatemala- a nuevos procesos de transformación que nacen de la memoria profunda de los pueblos y que desafían la lectura unidimensional que nos ofrecía el capitalismo a finales del siglo pasado. Y hoy, en la profundidad de las diversas crisis que sufrimos, son los pueblos del Estado español, los hombres y mujeres del mismo, los que miran la opción de invertir la realidad y abrir las posibilidades para cambios estructurales profundos en un régimen que se ha demostrado agotado, incapaz de dar respuesta a las necesidades básicas para una vida justa para todas las personas, especialmente para aquellas que componen las grandes mayorías.

Haríamos bien en mirarnos más en el espejo latinoamericano. 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.