Se decía que, cuando París estornudaba, era señal de que Europa andaba resfriada. Francia sigue pareciéndonos un país muy distinto al nuestro. Y sin duda lo es. Pero los fenómenos políticos que se manifiestan al otro lado de los Pirineos no sólo influyen en todo el continente, sino que acaban teniendo sus réplicas en las demás naciones. Mirando lo que ocurre en Francia podemos anticipar los problemas que, más temprano que tarde, deberemos afrontar nosotros también.
El pasado domingo, 28 de junio, nuestros vecinos celebraron la segunda vuelta de las elecciones municipales. Estaban llamadas a las urnas el 15% de las ciudades: aquellas que no habían elegido, con la mayoría requerida, alcalde o alcaldesa en la primera convocatoria – que tuvo lugar hace tres meses, justo antes del confinamiento. Los resultados son conocidos. Pero merecerían alguna reflexión, más allá de lo evidente. Es indudable que el escrutinio representa un fiasco para Macron: las candidaturas de su formación (“La République en Marche”) fracasan estrepitosamente, como reflejo del profundo malestar social generado por las políticas presidenciales, contestadas por la revuelta de los “chalecos amarillos” o las protestas sindicales contra la reforma de las pensiones. Y no es menos cierto que la izquierda, en su sentido más amplio, cosecha victorias alentadoras de cara a la disputa del Elíseo, dentro de dos años.
En efecto. En la capital, la alcaldesa socialista Anne Hidalgo renueva su mandato con un 49% de los votos emitidos, al frente de la candidatura “Paris en commun”. En Lyon, el ecologista Grégory Doucet se hace con esa importante alcaldía, con el apoyo de una amplia coalición progresista de verdes, socialistas, comunistas e izquierda alternativa. Una entente que se ha revelado como fórmula ganadora, propiciando toda una serie de rotundos éxitos en Marsella, Nantes, Estrasburgo, Burdeos, Grenoble… La prensa ha hablado de “marea verde”. Una percepción que han compartido, alborozadas, todas las formaciones europeas de sensibilidad ecologista. En realidad, lo que ha funcionado ha sido la alianza del espacio socialdemócrata con los verdes. Y todo el mundo entiende que, si se pretende disputar la presidencia de la República a la derecha liberal y a la extrema derecha, sólo cabe hacerlo con posibilidades de éxito mediante un candidato o candidata de esa nueva “unión de la izquierda”. Sin embargo, hay que subrayar que, incluso allí donde ha sido una personalidad socialista quien ha alcanzado la alcaldía, como en París, lo ha logrado sobre la base de un discurso marcadamente verde, enarbolando la bandera de una ciudad medioambientalmente justa. Es indiscutible que la crisis climática, sobre todo tras la sacudida de la pandemia, forma parte ya de las grandes preocupaciones de la sociedad francesa.
Pero habría que poner esa constatación en relación con otro dato relevante de estos comicios: la abstención – que sin duda tiene causas multifactoriales – ha alcanzado un record histórico, prácticamente del 60%. Y se ha concentrado en los barrios populares, en los sectores sociales más castigados por el paro y la precariedad. Atención a ese aviso. Las elecciones han coincidido con el cierre, previsto desde hacía tiempo, de la central nuclear de Fessenheim, localidad del Alto Rin. Las cifras hablan por sí solas e ilustran perfectamente el problema. Fessenheim tiene 2.500 habitantes. En la central trabajaban, entre personal fijo y subcontratas, más de mil personas. El desmantelamiento de los reactores, que requerirá unos quince años, dará trabajo a unos sesenta operarios. Los planes de reindustrialización de la comarca – en torno a la producción de biocombustible y otros proyectos – pueden tardar todavía años en concretarse. Entretanto, la CGT habla de “ecocidio” de la región. Los ecologistas franceses y alemanes, que habían reivindicado largamente el cierre de la central, celebraron su victoria navegando por el Rin, sin osar acercarse siquiera a la localidad. Veremos lo que vota la gente en las próximas presidenciales. Marine Le Pen tiene un discurso que conecta con la desazón y la ira de las zonas industriales desertizadas.
He aquí el verdadero desafío, francés y europeo: es necesario un programa de transformación ecológica de la economía que la clase trabajadora pueda transitar sin desintegrarse, como una vía de progreso social. Si el futuro verde se limitase a una aspiración de las clases medias urbanas e ilustradas – ante la mirada escéptica o incluso la hostilidad de quienes temen convertirse en “perdedores” -, la transición ecológica devendría inviable. Con unas trágicas consecuencias para nuestras sociedades.