Las manifestaciones que han empezado a recorrer las calles de las ciudades polacas en protesta por la política del nuevo gobierno de extrema derecha pueden ser el inicio de una reacción democrática en el país, ante la deriva totalitaria, de peligrosas connotaciones fascistas, del gobierno del PiS (Ley y Justicia). El recurso al espionaje, el […]
Las manifestaciones que han empezado a recorrer las calles de las ciudades polacas en protesta por la política del nuevo gobierno de extrema derecha pueden ser el inicio de una reacción democrática en el país, ante la deriva totalitaria, de peligrosas connotaciones fascistas, del gobierno del PiS (Ley y Justicia). El recurso al espionaje, el control obsesivo de la población, la persecución de todos aquellos que no comulguen con la visión sectaria y cerrada del partido gobernante Ley y Justicia, ha encendido las alarmas en el país, temores que se suman a la deriva autoritaria en la Hungría de Orban, en los países bálticos, en Ucrania, y al avance de la extrema derecha en Alemania, Francia, Austria, Finlandia, Suecia, Grecia, y la xenofobia desatada por la crisis de los refugiados de Oriente Medio. La Unión Europea ha mostrado su preocupación, pero sus movimientos se limitan a meros gestos hipócritas que, además, se contradicen, por ejemplo, con el apoyo al extremista gobierno ucraniano.
Polonia ha estado gobernada en la última década por dos partidos derechistas: la Plataforma Cívica de Donald Tusk (actual presidente del Consejo Europeo), y el PiS (Ley y Justicia) de los hermanos Kaczyński: Lech, presidente del país, murió en un accidente de aviación en 2010, en Smolenks, Rusia, tragedia que su partido y su hermano llevan utilizando políticamente desde entonces; y Jarosław, actual dirigente. Este último, al frente del PiS, ganó las elecciones en octubre de 2015 con el 37% de los sufragios, aunque votó poco más de la mitad de la población, de manera que representan el 19% del censo polaco. La actual primera ministra (una persona de nombre revelador: Beata Szydło), es una figura de paja tras la que se encuentra Jarosław Kaczyński, un hombre que ya fue primer ministro en 2006. Tanto Kaczyński como Szydło, y el resto de dirigentes del partido, utilizan una demagogia nacionalista y religiosa, a veces incendiaria, donde la madre Polonia siempre es buena y resiste los ataques de los poderes del mal, gracias a la ayuda del dios de los católicos, en medio de una retórica que inunda la televisión y los periódicos, las iglesias y las oficinas gubernamentales, y que recuerda al dictador de entreguerras, mariscal Piłsudski.
La derecha que ha gobernado en los últimos años ha destruido a la izquierda polaca, y ha configurado un país donde el crecimiento económico, sustentado en las ayudas europeas, en la liquidación de los derechos sociales, y en la emigración de millones de polacos al exterior, no puede esconder las enormes penurias que padece la población, con bajos salarios y pensiones miserables. El actual drama polaco surge de la sociedad construida por las fuerzas conservadoras, siempre profundamente anticomunistas, que se han empeñado durante años en perseguir y borrar cualquier influencia del pasado socialista, llegando a borrar la memoria y los monumentos de los voluntarios polacos de las Brigadas Internacionales en España o los signos y recuerdos del ejército soviético que liberó Polonia de los nazis. Para esas fuerzas, hoy hegemónicas, Polonia va de la mano de Dios.
Además, esa Polonia conservadora, firme aliada de los Estados Unidos y peón de brega de los intereses norteamericanos en el seno de la Unión Europea, es el país que aceptó abrir cárceles secretas de la CIA (en Szymany, cerca de Varsovia; y en la base militar de Stare Kiejkuty, en el norte del país; y en otros lugares que todavía desconocemos); es el país que acompañó a Bush en la sangrienta intervención en Iraq, llevando tropas polacas a las puertas de Babilonia; es la que colaboró con Estados Unidos en la preparación del golpe de Estado en Ucrania, preparando y entrenando militarmente a los mercenarios que actuaron en el Maidán; la que se ha destacado por exigir a la Unión Europa la imposición de duras sanciones contra Rusia, y, en fin, uno de los países que encabezan la temeraria política de acercar el dispositivo militar de la OTAN a las fronteras rusas, con la creación de nuevos cuarteles permanentes y con la construcción de una base militar de la OTAN en territorio polaco. Una Polonia que rechaza los gestos de distensión en Europa y opta por el enfrentamiento con Moscú y por la agresividad militar de la Alianza atlántica.
La caza de brujas contra comunistas y la izquierda, los despidos arbitrarios de personas sospechosas de simpatizar con ideas progresistas, la obsesiva propaganda gubernamental contra el pasado socialista (que denominan «la comuna»), que se ha desarrollado durante años, desembocan ahora en el intento del PiS de dominar todos los resortes del país, de controlar la información en la prensa y la televisión, de marginar a todos aquellos que no acepten su visión de la Polonia católica y conservadora, y que ha llevado al gobierno a aprobar una ley y un plan de espionaje que permite a la policía controlar todo tipo de comunicaciones privadas, las llamadas telefónicas, correos electrónicos, mensajes, teléfonos móviles, redacciones de periódicos, páginas de internet, y todo ello sin autorización judicial, en una especie de remedo de la Gestapo alemana.
No podemos saber todavía si las manifestaciones que han empezado a surgir en las calles serán el inicio de un tiempo de respuesta a los victimarios de la libertad, pero no hay duda de que, de la mano del PiS, el fantasma del mariscal Piłsudski recorre las ciudades polacas, mientras Jarosław Kaczyński y los suyos se aprestan a configurar una Polonia intolerante, represiva, amenazadora y lúgubre, una Polonia de misas y banderas.
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