El rotundo rechazo de los franceses al tratado constitucional europeo es un buen momento para reflexionar sobre el proceso de unión europea, presentado como un «trágala» por las élites dirigentes formadas por el establishment vinculado a los grandes consorcios transnacionales y la tecno-burocracia de Bruselas. Buen momento porque el rechazo no ha provenido de un […]
El rotundo rechazo de los franceses al tratado constitucional europeo es un buen momento para reflexionar sobre el proceso de unión europea, presentado como un «trágala» por las élites dirigentes formadas por el establishment vinculado a los grandes consorcios transnacionales y la tecno-burocracia de Bruselas. Buen momento porque el rechazo no ha provenido de un país menor o marginal, cuyo «no» habría sido reducido a anécdota, sino de uno de los pilares del proceso de integración, sin el cual la UE no puede seguir avanzando, menos todavía si el ejemplo francés tiene un efecto de contagio y se apuntala en Holanda.
Más allá del natural pataleo de los derrotados en Francia y en la UE, que temen que su proyecto se desinfle como el Área de Libre Comercio de las Américas propuesto por EEUU, la pregunta a responder es por qué una cualificada mayoría de ciudadanos rechazó el tratado. Nadie puede acusar a los franceses de carecer de educación política (de hecho, es el pueblo políticamente más cultivado del continente) o de no poseer vocación europeísta (Francia ha sido motor esencial del proceso de integración). La respuesta estaría justamente en estos dos elementos. No fue posible imponer a los franceses, dado su elevado nivel político e informativo, el «trágala» que ha funcionado tan bien en otras consultas y países. Tampoco el rumbo que sigue la UE termina de convencerles, pues antes que fortalecer la unión ha profundizado sus contradicciones y mostrado la hondura de sus disimilitudes.
Hay un tercer elemento a tomar en cuenta. La movilización de las fuerzas opositoras integradas por partidos de izquierda, organizaciones sociales, movimientos ecologistas y un batiburrillo de siglas, amén de legiones de espontáneos -sin olvidar, claro está, a la extrema derecha, que se oponía por motivos muy suyos- ha demostrado ser más efectiva, ante el ciudadano de a pie, que el portentoso aparato mediático al servicio de las élites dominantes. Durante dos meses, inaccesibles a la fatiga, llenaron Francia de mesas, actos, papeletas, mítines y conciertos, desafiando a los grandes medios de comunicación con el trabajo cuerpo a cuerpo, compensando con calor humano el aparato propagandístico del poder. Y le vencieron. No obstante, sin un terreno previamente abonado, el esfuerzo habría sino inútil.
¿Qué ha fallado? Después de décadas de progreso y satisfacción, el modelo europeo pergeñado en los años 50 y 60 está atascado. Las élites han propuesto una fuga hacia delante, ampliando aprisa y corriendo la unión, erosionando sectores emblemáticos del Estado y privatizando empresas estatales. Para obligar a los pueblos a caminar por el rumbo que trazaron han planteado el tratado constitucional como un diktat encubierto, conminando a los pueblos a votar sus propuestas, afirmando que un rechazo de las mismas provocaría el caos. Una estrategia dogmática de corte medieval que ha fracasado en Francia -país que inventó el Estado y segundo en establecer la enseñanza pública- por una suma de razones, que tienen de fondo común el temor fundado al desmantelamiento del estado de bienestar, la pérdida de derechos sociales, el aumento del desempleo y la desindustrialización.
El tratado constitucional europeo apunta en esa dirección. Según sus postulados, los asalariados deben sumergirse en un mercado mundial social-darwiniano y competir en la selva implacable del capitalismo con otros que cobran menos y están dispuestos a renunciar a derechos laborales y sociales, presionando el sistema a la baja. El peso del neoliberalismo en el tratado es tal que el sistema que establece debe regirse por el último gran dogma del capitalismo, un tótem denominado «competitividad». Se trata de un dogma creado por los grandes oligopolios, interesados en poner a competir a los trabajadores entre si, bajo amenaza de llevarse sus empresas a zonas más rentables. Dentro de este sistema es fácil predecir el quebranto progresivo de derechos arduamente conseguidos, así como un incremento de las desigualdades internas, pues mientras los directivos de esos oligopolios cobran salarios millonarios, los trabajadores deben cargar con los costos del modelo.
La última prueba del capitalismo salvaje en curso es la Directiva Bolkenstein, que apunta al corazón de los servicios sociales, imponiendo su liberalización y sometiéndolos a las leyes descarnadas del mercado. Esta directiva fue rechazada en febrero de 2005 por el Parlamento Europeo, gracias a que un sector relevante de la derecha francesa votó junto a la izquierda, dato que contribuye a explicar el rechazo al tratado constitucional en Francia.
Otro mito que no resiste un mínimo examen es que el tratado constitucional hará de la UE una entidad única y coherente en la escena internacional y una promotora de la paz. Nada más lejos de la realidad. Fue la UE, como OTAN, la que en 1999 atacó Yugoslavia usando mentiras y ardides. En 2001 acompañó a EEUU en la guerra contra Afganistán y, en 2003, la UE se dividió entre una mayoría de Estados que apoyaba la agresión contra Iraq y una minoría, con Francia y Alemania de pivotes, que se opuso a ella. En cuanto a la unidad, los países del Este de Europa tienen su bolsillo en la UE y su capital en Washington, como puso de manifiesto su alineamiento incondicional contra Iraq y el recibimiento apoteósico dado a Bush en su reciente gira por esos países, donde EEUU ocupa las antiguas bases soviéticas.
No se han equivocado los votantes franceses del NO, un 79% de los cuales afirmó, en una encuesta de Le Monde, que adoptó su decisión «después de mucho tiempo». Es la élite europea la que ha perdido el rumbo y, como exclusivo club de políticos autistas, sólo se escuchan ellos mismos, alejados como están de las realidades de sus países y de los procesos mundiales en marcha. La democracia, para funcionar como tal, exige que los pueblos puedan escoger entre varias opciones. Las élites quieren negarles ese derecho y en Francia han fracasado. Debe trabajarse en otro modelo de Europa, social, solidario y comprometido realmente con la paz y el Derecho, porque el presente no gusta a muchos pueblos. Francia, como en otros momentos de la historia, ha dado un paso al frente. Esperemos que sirva para que reflexionen la élite y sigan su ejemplo otros países.
Augusto Zamora R. Profesor de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid [email protected]