Jordi Córdoba
En 1933 Hitler llegaba al poder en Alemania, con un considerable apoyo social, para implantar la que hasta ahora ha sido la forma más extrema de totalitarismo de la historia contemporánea. El nacionalsocialismo comportó la persecución implacable de todo tipo de disidencia política, la invasión de buena parte de Europa y el genocidio del pueblo judío y otras minorías étnicas. Sin llegar a los extremos del nazismo, también Mussolini en Italia y Franco en España aplicaron políticas similares, en nuestro caso tras el levantamiento militar del 18 de julio y la larga guerra civil. Y, lamentablemente, contando también con un notable apoyo entre los sectores más conservadores y tradicionalistas, incluida la iglesia católica. Podemos considerar el fascismo, en sus diferentes formas, como un nacionalismo exacerbado, con bases racistas, profundamente antidemocrático, que defiende una supuesta pureza de la patria ante grupos étnicos, culturales, políticos o religiosos que la contaminan, para llegar a una nueva sociedad que recupere la grandeza que en su día tuvo la nación (1).
Pero, si hemos de ser justos, los aliados que se enfrentaron a las llamadas potencias del Eje (Berlín – Roma – Tokio) durante la Segunda Guerra Mundial también utilizaron, en algunos casos, métodos absolutamente despreciables. Aquí podríamos incluir la llamada masacre de Katyn en Polonia (1940) por parte de las tropas soviéticas a las órdenes de Stalin o los terribles bombardeos de la aviación británica y estadounidense contra la población civil de Hamburgo (1943) y Dresde (1945) en Alemania, a las órdenes de Churchill y Roosevelt. Y en Japón, los bombardeos estadounidenses sobre Tokio (1944-45) y, sin duda, los ataques nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki (1945), ya bajo la presidencia de Truman.
También encontraríamos diferentes casos de posiciones tibias frente al nazismo y a los diferentes fascismos. Por poner sólo algunos ejemplos, Adenauer, primer canciller de la República Federal Alemana (RFA), había defendido en 1932 la inclusión de los nazis en el gobierno de la llamada República de Weimar, y durante las primeras décadas de la nueva RFA un número significativo de directivos y funcionarios de su gobierno fueron ex-miembros del partido nacional-socialista. Quizá sea porque las dictaduras de larga duración contienen zonas grises que no permiten una clara fijación de fronteras entre colaboradores fanáticos y resueltos resistentes (2). En España, Gil-Robles, uno de los personajes destacados de la oposición democrática entre 1975 y 1977 había dado un claro apoyo en 1936 a los militares sublevados, como también hizo Cambó, fundador y líder de la Liga Regionalista en Cataluña. En Bélgica el rey Leopoldo III tuvo que abdicar en 1951 por su tibia oposición al nazismo durante la II Guerra Mundial, mientras su hijo, el rey Balduino, mantuvo siempre una excelente relación con «nuestro» Caudillo.
Muchos años después, el estado de Israel, que acogió a tantos supervivientes del holocausto nazi, ha practicado y continúa haciéndolo un genocidio sistemático contra el pueblo palestino, destacando Sharon y Netanyahu en esta política represiva que ya dura décadas. Una política que ha consistido en confinar a sus habitantes en verdaderos guetos, destruyendo miles de sus viviendas, restringiendo el agua y la electricidad y bombardeando directamente sus pueblos y ciudades, como supuesta represalia a cualquier ataque de la resistencia palestina.
En el caso de la Europa del Este, a partir de la caída de la Unión Soviética, algunos países se han ido convirtiendo en reductos de la derecha nacionalista y de la ultraderecha, como es el caso de la Hungría de Viktor Orban pero también de buena parte de los antiguos llamados países socialistas, con rasgos a menudo xenófobos o claramente fascistas (3). En el caso de Polonia, otro lamentable ejemplo, la derecha ultraconservadora intenta marginar a todos aquellos que no acepten su visión católica y conservadora, controlando la información en la prensa, la televisión e internet, e incluso todo tipo de comunicaciones privadas (4).
En las antiguas repúblicas soviéticas propiamente dichas, podemos ver también números casos de autoritarismo. En Letonia más del 10% de los ciudadanos, descendientes de inmigrantes rusos o de otros países de la antigua URSS, no tienen acceso a puestos de trabajo de la administración pública, no gozan de derecho a voto y ni siquiera una ciudadanía reconocida. Son los nepilsoņi en la lengua letona, textualmente los «no ciudadanos». En Ucrania se margina y persigue a cualquier organización política o social que se oponga a las instituciones surgidas de golpe de estado de 2014. En Azerbaiyán, Kazajistán, Turkmenistán o Uzbekistán han conseguido montar sistemas supuestamente pluripartidistas, donde los sectores oficialistas ultraconservadores ganan una elección tras otra, con resultados que oscilan entre el 85 y el 95% o más de los votos para sus candidaturas.
Mientras tanto, en Europa occidental, la extrema derecha continúa su ascenso, arañando apoyos de la derecha, la izquierda y la abstención, en un supuesto y esperpéntico «voto de protesta contra el sistema». Así podemos ver, afortunadamente en la mayoría de los casos en la oposición, al Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia (rebautizado como Rassemblement National), la Liga Norte, de Matteo Salvini en Italia (ahora simplemente La Lega), la Alternativa por Alemania (Alternative für Deutschland) en la RFA, el Partido de la Libertad (Partij van de Vrijheid) en los Países Bajos, los Demócratas de Suecia (Sverigedemokraterna), el Partido de la Libertad (Freiheitliche Partei) en Austria, el Partido Popular Danés (Dansk Folkeparti) o el Vlaams Belang en Flandes. Y ahora también Vox en España, que en poco tiempo ha pasado de ser un partido extraparlamentario a obtener 52 escaños en el Congreso de los Diputados. Aunque el fascismo ha ido tomando nuevas formas, en apariencia y supuestamente más democráticas, durante las últimas décadas se han producido también episodios de violencia extrema, como los gravísimos atentados de Oslo y de la isla de Utøya en Noruega del año 2011, donde murieron asesinadas 77 personas, la mayoría muy jóvenes, a manos del supremacista y ultraderechista Anders Breivik.
Si bien nos estamos refiriendo al resurgimiento del fascismo en Europa, el autoritarismo de extrema derecha, que raramente cuestiona al neoliberalismo, ha contado a menudo con un claro apoyo de Estados Unidos, acentuado desde la llegada al poder de Donald Trump. Y es que la democracia no se encuentra entre las instituciones que necesita el capitalismo, basta con una apariencia de democracia (5), como la que EEUU apoya en muchos de sus países aliados de todo el mundo, algunos de ellos prácticamente “protectorados”. Los diferentes gobiernos estadounidenses, con muy pocas excepciones, han mantenido desde hace décadas una política de exclusión ideológica, muy especialmente durante la larga «caza de brujas» promovida por el senador McCarthy en los años cincuenta del siglo pasado, pero que se mantuvo después con la prohibición de la entrada en el país de numerosas personalidades extranjeras críticas con EEUU, y que hoy en día tiene su máximo expresión en la persecución de «disidentes» como Snowden, Manning y Julian Assange, que probablemente serían considerados verdaderos héroes si fueran opositores de países enfrentados a EEUU.
Notas
1. Vicenç Navarro – ¿Fascismo en EEUU? – Público – 03/24/2016
2. Ferran Gallego – De Auschwitz a Berlín – DeBolsillo – Barcelona – 2006
3. Hungría, igualmente como Rumanía, Bulgaria y algunos estados títeres de la Alemania nazi en el Este de Europa fueron aliados del III Reich durante la Segunda Guerra Mundial
4. Higinio Polo – El fantasma del mariscal Pilsudski – El Viejo Topo – 01/31/2016
5. Alberto Garzón – La Tercera República – Ediciones Península – Barcelona – 2014
6. Según diferentes autores, Estados Unidos posee más de 700 bases militares en todo el mundo, algunas de ellas en países que son prácticamente un protectorado.