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El truco de la competitividad

Fuentes: Rebelión

No me gustaría que al lector avezado se le escapase la que al cabo ha sido la respuesta unánime de los defensores del sistema cuando, una y otra vez, decenas de millares de estudiantes franceses han salido a la calle para protestar por la enésima versión de los contratos basura: con gran desparpajo, nuestros adalides […]

No me gustaría que al lector avezado se le escapase la que al cabo ha sido la respuesta unánime de los defensores del sistema cuando, una y otra vez, decenas de millares de estudiantes franceses han salido a la calle para protestar por la enésima versión de los contratos basura: con gran desparpajo, nuestros adalides del neoliberalismo y de la desregulación nos han explicado que los manifestantes ignoran que es imposible mantener en pie el modelo de capitalismo social que –según cuentan– rige en la UE más próspera.

Hora es ésta de subrayar que la réplica que nos ocupa en algo recuerda al discurso que dio en defender la burguesía del XIX, inteligentemente empeñada en confundir sus visiones e intereses con los del conjunto de la sociedad y pundonorosamente dedicada a la tarea de convencernos de que las querencias de esta última quedaban reflejadas de manera fidedigna en aquéllos. Y es que detrás de la réplica en cuestión, en apariencia impregnada de crudo realismo y, como tal, subrepticiamente benigna, lo que se procura, por encima de todo, es evitar que nos preguntemos a quién benefician las medidas que los gobernantes franceses quieren aplicar y, en general, las agresiones que desde tiempo atrás padecen derechos sociales laboriosamente conquistados. Porque, con toda evidencia, el propósito de unas y otras no es en modo alguno garantizar el bienestar de la mayoría sino, antes bien, engrosar los beneficios de unos pocos. Los empresarios a quienes representa el gobierno francés de estas horas poco más piden, al cabo, que una mano de obra barata de la que puedan prescindir sin mayores miramientos.

En las páginas de este diario he tenido ya la oportunidad de recordar algo que dijo, un año atrás, José Manuel Durão Barroso, el presidente de la Comisión Europea. Explicó entonces que a su entender la UE es como una familia que contase con tres vástagos, de tal suerte que uno de ellos estuviese gravemente enfermo. El sentido común –seguía el relato– justificaría que los padres dedicasen toda su energía a sanar al hijo enfermo, aun a costa de desentenderse un tanto de los otros dos. A los ojos de Durão Barroso el hijo enfermo no era otro que la célebre competitividad, en tanto sus hermanos sanos se llamaban derechos sociales y medio ambiente… Pena es que entre nosotros tengamos ya conocimiento de lo que suelen acarrear los progresos realizados en materia de competitividad: pingües ganancias empresariales, crecientes desigualdades y, por encima de todo, y para la mayoría, jornadas laborales cada vez más prolongadas, salarios a la baja, derechos sociales en retroceso y precariedad por doquier.

Para que nada falte –también a esto me referí en su momento–, las monsergas sobre la competitividad se despliegan, con notable eficacia, conforme al mismo patrón en todas partes. En la UE se nos dice que tenemos que apretarnos el cinturón porque de lo contrario EEUU, Japón y China nos dejarán rápidamente atrás. Con los nombres de los países ubicados en el lugar que les corresponde, el mismo mensaje se escucha, claro, en EEUU y en Japón, por cuanto en China es difícil que las gentes se aprieten más el cinturón… Todo, en una palabra, muy ingenioso y muy meditado.

Hace unos meses, y en virtud de circunstancias azarosas, tuve la oportunidad de escuchar, en un mismo recinto, las opiniones de dos empresarios vigueses. El uno se quejó amargamente de la competencia que suponían lo que él entendía que eran empresas chinas, arrasadoramente dedicadas a producir bienes con costes bajísimos. El otro, como quien no quiere la cosa, y como si lo que relataba nada tuviera que ver con lo anterior, confesó que había viajado varias veces a China y que había empezado a invertir en la región de Shanghai. No era difícil casar las opiniones vertidas por nuestros dos amigos: hay motivos sobrados para afirmar que estaríamos muy equivocados si diésemos por cierto que la competencia desleal que China, y con ella otros países, ejerce responde a movimientos autóctonos y nada tiene que ver con los intereses de nuestros empresarios. Y ello hasta el punto de que uno tiene derecho a preguntarse si el modelo que defienden muchos de estos últimos no es, precisamente, el chino, muy lejos, de resultas, de las presuntas querencias sociales del capitalismo propio de la UE. No echemos, por tanto, toda la culpa a los demás.

Así las cosas, cada vez es más urgente exigir que no nos engañen: los estudiantes franceses hacen muy bien en protestar y harán mejor aún en coaligarse con gentes de todo el planeta para reclamar que no sea un puñado de poderosas trasnacionales el que dicte el grueso de las reglas del juego. Eso es lo que, en esencia, reclaman desde hace años los movimientos antiglobalización. Pena es que nuestros gobernantes, con un ojo volcado en sus cuitas electorales y temerosos de plantar cara a la miseria que nos inunda, prefieran seguir escabulléndose.