«Jheová, Dios de los ejércitos, guie sus pasos. Sólo a él le debemos fidelidad y obediencia, (…)», clamaba extasiado el pastor evangélico, Biblia en mano, mirando al solitario Presidente de Honduras en el acto de su envestidura como Presidente de Honduras. A su turno, el obispo católico bendecía al nuevo Presidente en el mismo acto […]
«Jheová, Dios de los ejércitos, guie sus pasos. Sólo a él le debemos fidelidad y obediencia, (…)», clamaba extasiado el pastor evangélico, Biblia en mano, mirando al solitario Presidente de Honduras en el acto de su envestidura como Presidente de Honduras.
A su turno, el obispo católico bendecía al nuevo Presidente en el mismo acto cívico con las siguientes palabras: «Moisés, descálzate que esta tierra es sagrada (…). El pueblo hondureño clama la liberación del Faraón de la corrupción, del crimen organizado, de la pobreza extrema, (…)».
La reducida audiencia, vestida con los colores del partido político del Presidente entrante, atónica blandía palmas y oráculos como si estuviese a los pies del mítico Moisés bíblico.
En seguida, el ungido Presidente de la República de Honduras, luego de haber juramentado con las manos sobre la Biblia (la Constitución Política jamás apareció), impostó su voz y arengó a los militares a salir al ataque sin clemencia contra la delincuencia. Imploró a la inversión privada para que traigan a Honduras el Reino de Dios, y les prometió continuar entregándoles los bienes comunes e incluso los servicios básicos. A las iglesias, les ofreció la coadministración de lo que queda del Estado hondureño, siempre y cuando le apoyen con la moral cristiana para vencer al Faraón de la corrupción.
Luego, el ungido se montó en la carroza militar y, con la mano alzada, paseó por el estadio semi vacío, como un victorioso gladiador del circo romano. El Príncipe de Asturias y los tres presidentes visitantes de repúblicas vecinas miraban atónicos aquel acto delirante.
No es tanto la soledad, ni la megalomanía del Presidente Juan Orlando Hernández lo que preocupa. Preocupa su falsa autoconciencia de creerse el enviado y el ungido por Dios para «hacer lo que tenga que hacer» en Honduras. Recuérdese que un eslogan de su campaña electoral fue: «Confiamos en Dios: Juan Orlando Presidente». Luego, una vez que el Tribunal Supremo Electoral (con comprobadas denuncias de fraude) le dio el triunfo electoral por anticipado, el «bendecido» cayó en delirio tremens, y desde entonces se sintió poseído y elegido por Dios.
Creo que Honduras está ingresando a una vorágine sangrienta aún mucho más macabra y sanguinaria de la que ya vive. Al parecer, de aquí en adelante, los asesinatos selectivos y las matanzas serán en nombre Dios, ya no sólo en nombre de la paz y la tranquilidad de los ricos. ¿Alguien recuerda a Gustavo Adolfo Martínez, jefe de las Fuerzas Armadas de Honduras, en la primera mitad de la década de los 80? Este criminal cometió las peores atrocidades en su batalla mística contra el comunismo en Honduras. Luego, los yanquis se lo llevaron para USA, para luego devolverlo para Honduras, pero como un apoteósico predicador evangélico.
Está demostrado que con militares en las calles se genera más incertidumbre y criminalidad (Guatemala y México son ejemplos del momento). Las iglesias jamás van a luchar contra la corrupción. ¿Dónde, pues, se educaron y profesionalizaron los anteriores y actuales corruptos? ¿Acaso no vienen de escuelas y universidades católicas y evangélicas? No existe un solo gobernante hondureño que no haya juramentado sobre la Biblia y recibido bendiciones de obispos y pastores. Y, miren en qué situación se encuentra Honduras.
Las empresas privadas y el libre mercado, lejos de traer el Reino de Dios, lo que trajeron y afianzarán será el reino de la muerte vigente en Honduras. Y lo más abominable es que lo hacen en nombre de Dios. Y, ese Dios es tan insensible e indiferente que no se inmuta ante tanta perversidad en su nombre.
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