Denuncias procedentes del interior de las instituciones policiales, han reavivado un debate que tiene cierta data entre los peruanos: la existencia de Escuadrones de la Muerte, que adquirieron connotación especial en las dos últimas décadas del siglo pasado, el periodo que se conoce aquí como «los años de la violencia». En verdad, esos grupos que […]
Denuncias procedentes del interior de las instituciones policiales, han reavivado un debate que tiene cierta data entre los peruanos: la existencia de Escuadrones de la Muerte, que adquirieron connotación especial en las dos últimas décadas del siglo pasado, el periodo que se conoce aquí como «los años de la violencia».
En verdad, esos grupos que practicaron el terrorismo de Estado bajo el amparado de instituciones castrenses o policiales, existieron desde antes, y obraron impunemente bajo el manto protector de la clase dominante. Algunas veces, actuaron de manera abierta, y otras, embozada, encubriendo sus crímenes bajo otra denominación; pero por lo regular con un mismo propósito: eliminar a personas que las autoridades consideraban algo así como «indeseables» para su administración.
Tuvieron, por eso, durante muchos años, una clara connotación política y se mimetizaron en destacamentos similares existentes en otros países de América Latina: la MANO, de Guatemala; o los Comandos Caza Comunistas, de Brasil; o la Triple A, de Argentina; y más recientemente las «Auto defensas Armadas», de Colombia; fueron un paradigma de estas estructuras cuyas prácticas se inscribieron en el marco de la «guerra sucia» desatada contra los pueblos, por los regímenes neo nazis de nuestro continente.
En todos los casos, estos grupos operaron a la sombra del Poder -político, o económico- y pocas veces por su «cuenta y riesgo». Y es que requirieron siempre no sólo de una «carta blanca» que les asegure impunidad; sino también de un conjunto de facilidades materiales para el eficaz cumplimiento de su «tarea».
En los años del primer gobierno aprista -1985-1990- asomaron núcleos de ese corte, como «Haya vive«, o el Comando «Manuel Santana Chiri». El más importante, y efectivo, de la época, fue, sin duda, el Comando Rodrigo Franco, al que investigamos y denunciamos desde la Cámara de Diputados, sin lograr resultados prácticos. No obstante, el caso de esa estructura terrorista sigue aún abierto en los tribunales peruanos.
Con la investigación de las actividades del CRF se pudo comprobar la existencia de un Comando Para Militar encargado de eliminar a potenciales adversarios del régimen, y que contó con todo el apoyo posible del Estado.
En su cúpula, actuaron -según todas las evidencias- los jefes de las instituciones policiales más calificadas, desde la Guardia Civil hasta la Guardia Republicana, pasando por entidades «especializadas en la lucha contra el terrorismo», como la DIRCOTE. Ellos contaron con la asesoría permanente de militares en servicio activo, los mismos que les proporcionaron armas de guerra, vehículos, centros de reclusión, y hasta la preparación «técnica» requerida para sus acciones.
Nada de eso pudo ser desmentido ni despejado por la administración del Presidente García. Este, acorralado en su momento por las denuncias públicas referidas al CRF, se vio precisado a reconocerlo. El 12 de noviembre de 1989, entrevistado por Gerard Thomas, corresponsal de «Paris Liberation», respondió así a la pregunta en torno a la existencia de ese destacamento asesino: «No puedo negarlo… y es muy triste. Si había una cosa de la cual estaba orgulloso, era que había defendido la libertad escrupulosamente… aún así, el edificio se derrumba». Y añadió que esto sucede porque «miembros del Partidos del Gobierno, están tomando la justicia por sus manos».
Esos «miembros de Partido del Gobierno», eran sus colaboradores más inmediatos y tenían en sus manos los resortes del Poder. Desde el Ministerio de Interior y las altas esferas de las instituciones armadas, operaban a la sombra de su autoridad. Y siempre contaron con absoluto impunidad. Ninguno de ellos fue nunca individualmente investigado, privado de su libertad o sentenciado. Sin embargo, se les adjudicaron alrededor de 30 operativos criminales, fundadamente comprobados.
Por eso, hay que darle la razón al reelecto congresista aprista Javier Velasquez Quesquén, cuando asegura -aludiendo al Comando de Aniquilamiento recientemente denunciado- que «un grupo así, jamás podría existir al margen de la estructura del Poder». El, lo sabe a ciencia cierta, porque así fue como ocurrió con el CRF, que ellos protegieron y cautelaron. Habla de lo que sabe.
En los años de lo que se dio en llamar «la década dantesca» -el régimen fujimorista- opero también un Comando de Aniquilamiento extremadamente perverso: el Grupo Colina. Sus acciones más horrendas se registraron en Barrios Altos y La Universidad Nacional de Educación de «Las Cantuta», pero también en el Norte Chico, en el valle del Santa y en Huancayo. Próximamente se abrirá por fin el caso de Mariela Barreto Riofano, quien fuera integrante de este cuerpo y resultara brutalmente descuartizada por sus integrantes, que sospecharon de presuntas «infidencias» suyas, que les pusieron en evidencia.
Como se recuerda, el grupo «Colina» fue descubierto y denunciado por periodistas y parlamentarios de la oposición, aún a riesgo de sus vidas. Ellos lograron, finalmente, sentarlos en el banquillo de los acusados. Ante la barbarie de sus acciones, fueron sometidos a un «proceso penal» amañado que les dictó leves sentencias. Una «amnistía» pretendió poner punto final a esa historia, que aun tiene una secuela dolorosa.
Y es que ni ellos -los autores materiales de los hechos siniestros- ni los que los instruyeron para actuar así, han revelado sus acciones. Se han negado hasta hoy a dar cuenta del paradero de sus «desaparecidos», o del lugar en el que se hallan las tumbas de sus asesinados. Y, por supuesto, jamás han revelado la red de horror que hizo posible sus crímenes.
Por eso, la sociedad peruana es ahora muy sensible a denuncias de este tipo. Un «Comando de Aniquilamiento», o un «Escuadrón de la Muerte» -como se le llame- no puede existir en nuestro país, ni puede orientarse a exterminar ni a contestatarios políticos del régimen de turno, ni a delincuentes comunes en busca de la «justicia por mano propia».
Esto último se ha «puesto en boga». Ante la ola de inseguridad registrada en la capital y otras ciudades, ha cobrado fuerza la idea de permitir que los efectivos policiales hagan uso de sus armas de reglamento para aniquilar a supuestos delincuentes. Como se han establecido «promociones» y «recompensas» por acciones de esa índole, ha crecido la idea de que «está bien», que hay que «matar a delincuentes» porque ellos constituyen «un peligro social». Un poco, lo que en Colombia se llamó «acabar con los desechables».
Se ha buscado, de ese modo, generalizar lo que los organismos especializados llaman las «ejecuciones extra judiciales», es decir, los crímenes sin ley. La pena de muerte en funciones.
Resulta extremadamente peligroso dar «carta blanca» a esa política que constituye una modalidad de crimen organizado. Nadie puede ser sentenciado -mucho menos privado de la vida- sin juicio previo. Y nadie tiene derecho a ejercer la «justicia» por su cuenta.
Cuando hay denuncias, e indicios razonables que sitúan hechos y aluden a personas, y que permiten establecer vínculos en las más altas instancias del Poder, hay que deslindar, investigar y sancionar. El crimen, no paga. En todas las circunstancias y tiempos, los escuadrones de la muerte tienen que ser derrotados.
Gustavo Espinoza M. Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
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