Para llegar a Estados Unidos, los centroamericanos deben atravesar un infierno llamado México, montando el tren conocido como «La Bestia». Las violaciones, robos y asesinatos forman parte de un itinerario del que sólo pueden salir ilesos con mucha buena suerte. Pero los días de montarse en «La Bestia» están contados. El gobierno de México ha […]
Para llegar a Estados Unidos, los centroamericanos deben atravesar un infierno llamado México, montando el tren conocido como «La Bestia». Las violaciones, robos y asesinatos forman parte de un itinerario del que sólo pueden salir ilesos con mucha buena suerte. Pero los días de montarse en «La Bestia» están contados. El gobierno de México ha preferido ampliar la capacidad del país como cementerio de migrantes que incomodar a Washington.
Osorio Chong presentó la decisión como un acto humanitario: «Es una decisión del Estado mexicano no seguir permitiendo que migrantes de Centroamérica y mexicanos incluso pongan en riesgo sus vidas en este tren de carga, y no de pasajeros.» Este lenguaje, destinado a tranquilizar las buenas conciencias de la clase media mexicana, en realidad no resiste un examen mínimo. Dejando asomar la verdadera intención del gesto, el nada carismático Chong remató: «Quienes no tengan la visa para adentrarse más en nuestro país serán devueltos».
Si tomáramos por verdadera la preocupación de México por las vidas de los migrantes, en lugar de impedirles el paso por la frontera (pues es justo la violencia la que los hace huir de sus países) serían recibidos como refugiados. Una opción podría ser añadir vagones de pasajeros a «La Bestia» para facilitar el viaje de los migrantes. La otra, sería abrir campos de refugiados, para lo cual incluso hay una agencia con presupuesto de la ONU (la UNHCR).
Lo cierto es que la democracia mexicana ha optado por ahorrarle el control migratorio a Estados Unidos, preparando así una «condena a muerte» para los migrantes, como bien ha sintetizado Alberto Xicoténcatl, coordinador de un albergue para migrantes en Saltillo.
El detonante de todo lo anterior son 60 mil menores de edad, principalmente de Guatemala, Honduras y El Salvador, que han atravesado la frontera sur de Estados Unidos en los últimos meses para huir de la violencia. Todavía en marzo de 2013, el diplomático W. Brownfield contaba que justo en esos tres países «abundan las historias de éxito» del programa a su cargo, la Iniciativa de Seguridad Regional Centroamericana (CARSI, en inglés).
CARSI es la versión centroamericana de otros programas diseñados por Washington para Colombia, primero, y México, después – el Plan Colombia y la Iniciativa Mérida, respectivamente. Basado en una estrategia militarizada contra el narco, este programa busca reforzar los aparatos de seguridad centroamericanos: ejércitos y policía. Al igual que en México, el fracaso de este enfoque sólo ha aumentado la violencia en la zona. Lo anterior, sumado a la pobreza y desigualdad, ha provocado esta diáspora en busca de refugio. Hoy por hoy, el sólo dato de un éxodo infantil bastaría para inferir una catástrofe social en el contexto de CARSI. Sin embargo, tanto en Washington como América Central, pasando por México, las élites han coincidido en parar el éxodo a toda costa, sin tocar las causas que lo han provocado. En Texas, el gobernador Rick Perry ha anunciado el despliegue de mil militares para enfrentar las peligrosas huestes de niños y adolescentes. Y en Centroamérica, los presidentes de Guatemala, Honduras y El Salvador han pedido a Obama que eleve el presupuesto de CARSI – es decir, quieren comprar más gasolina para apagar el fuego.
¿Soluciones de fondo? Andrés Oppenheimer, por ejemplo, propone dar más educación a los niños centroamericanos para evitar que migren a Estados Unidos. ¿Que estudien para que tengan un mejor futuro en su país? No. Ya es cada vez más difícil prometer eso. La lógica de su propuesta es otra: «Cuanto más años pasan en la escuela, tanto más probable es que se pongan de novios, o encuentren un trabajo, o echen más raíces en su país». O sea, ni siquiera hace falta que las escuelas tengan buenos profesores: basta con que los adolescentes de Centroamérica puedan aparearse tranquilamente en sus países. La idea tiene su encanto… si no fuera porque el éxodo es causado por la violencia, no por falta de fluidos.
¿Alguna sugerencia de revisar el modelo económico causante del drama social en Centroamérica y México (un producto de exportación de Estados Unidos)? Ninguna. ¿Alguna sugerencia de cambiar el enfoque militarizado por uno de salud pública, legalizando las drogas (como ya se hace en Estados Unidos)? Tampoco. La América neoliberal lleva ya tiempo hundiéndose en una macabra espiral de violencia y exclusión. Y tal vez lo más impactante es la dificultad para imaginar una salida, lo cual me recuerda la observación hecha por el filósofo comunista Slavoj Žižek en su discurso a Occupy Wall Street:
«El sistema dominante ha oprimido incluso nuestra capacidad para soñar. Fíjense en las películas que vemos todo el tiempo. Es fácil imaginarse el fin del mundo. Un asteroide destruyendo toda la vida, etcétera. Pero no puedes imaginar el fin del capitalismo.»
Vaya, para nuestras democracias es más fácil dar por muerta a la gente que vive bajo el poder del narco que imaginar una revisión del dogma neoliberal que lo alimenta y de la guerra que le ha afilado los dientes. En estos días que se conmemoran los cien años del inicio de la 1ª Guerra Mundial, conviene recordar las alternativas que Rosa Luxemburgo vislumbró para la humanidad frente a la catástrofe que se venía: socialismo o barbarie. Desde México hasta Colombia, la barbarie lleva tiempo ganando la batalla.
Ramón I. Centeno es miembro del Partido Obrero Socialista. Twitter: @ricenteno
* Columna publicada el 3-ago-2014 en elbarrioantiguo.com.
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