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Europa, ¿esperando la catástrofe?

Fuentes: Rebelión

El sábado 11 de noviembre de 2017, decenas de miles de fascistas polacos desfilaron por las calles de Varsovia. Ante el Palacio de la Cultura y la Ciencia que la Unión Soviética regaló a la Polonia socialista, marchaban miles de personas con bengalas encendidas, y bajo un denso humo que envolvía las banderas y el […]

El sábado 11 de noviembre de 2017, decenas de miles de fascistas polacos desfilaron por las calles de Varsovia. Ante el Palacio de la Cultura y la Ciencia que la Unión Soviética regaló a la Polonia socialista, marchaban miles de personas con bengalas encendidas, y bajo un denso humo que envolvía las banderas y el resplandor del fuego que perforaba la noche, los ultranacionalistas gritaban: «Queremos a Dios», al tiempo que clamaban por la Polonia blanca, pedían la expulsión de los refugiados que han huido de las guerras, y exigían la persecución de los comunistas: «A golpe de martillo, a golpe de hoz, acabemos con la gentuza roja». Ese discurso xenófobo y racista ha encontrado amparo, y silencio cómplice, en la Iglesia católica polaca, y la comprensión y tolerancia del PiS (Ley y Justicia), el partido ultranacionalista que se ha convertido en la organización política con más influencia entre los jóvenes polacos. Como en otras ocasiones, el desfile fue visto con simpatía por el gobierno polaco, integrado por el PiS, una organización nacionalista de extrema derecha que ganó las elecciones en 2015. En la noche triste de Varsovia (la ciudad que resistió al nazismo, la del levantamiento del ghetto, la que fue liberada por el Ejército Rojo) la religión católica, la xenofobia, el nacionalismo y el odio a los comunistas, unieron en una inquietante serpiente de fuego a sesenta mil polacos que atravesaron la ciudad lanzando un serio aviso a todo el continente europeo.

La práctica desaparición de la izquierda en Polonia (a causa de la persecución contra los comunistas en el último cuarto de siglo, y de los errores de la izquierda moderada), como en otros países del continente, es una de las razones que explican el fortalecimiento del fascismo y de la extrema derecha en casi toda Europa: el vacío que deja la izquierda se llena con propuestas demagógicas, populistas, xenófobas, de extrema derecha y, a veces, directamente fascistas, que, además, no dudan en lanzar discursos de supuesta protección para los trabajadores, como ha hecho el Frente Nacional en Francia y el propio PiS polaco. El culto a la «identidad nacional» tan presente, por ejemplo, en la organización juvenil del PiS de Kaczyński, está en el centro de las propuestas de la nueva extrema derecha, junto con el euroescepticismo.

Esa marcha de fuego de Varsovia ha sido la última manifestación fascista en Europa, pero los antecedentes son numerosos, y se extienden por todos los países europeos. La política exterior de las principales potencias occidentales, que apoyaron el fanatismo religioso (como en Oriente Medio) y cualquier manifestación conservadora o nacionalista, con el objetivo de luchar contra el comunismo, está en el origen de muchos de los problemas de hoy. Margaret Tatcher, ayudando en 1988 al sindicato anticomunista polaco Solidarność, como hicieron también Reagan y el Vaticano, y como continuaron haciendo después los dos Bush, Clinton, e incluso Obama, con otras organizaciones reaccionarias, alimentaron el resurgimiento de la extrema derecha y del fascismo: a veces, con cálculo político; en otras ocasiones, con una delirante irresponsabilidad, como se vio, en 2014, con el golpe de Estado en Ucrania, que ha llevado a un país europeo a contar con ministros fascistas. Kaczyński formó parte de ese sindicato derechista, Solidarność , apoyado por Estados Unidos, y no es casual que hoy las organizaciones de jóvenes de su partido, el PiS, difundan ideas ultranacionalistas y de extrema derecha. También Janusz Ryszard Korwin-Mikke formó parte de Solidarność , ese eurodiputado que considera inferiores a las mujeres y que es tan comprensivo con Hitler. Los ejemplos son numerosos.

Así, el paisaje político europeo está moteado por seguidores de los camisas pardas que han realizado un oportuno aggiornamento, y por una nueva extrema derecha que ha conseguido conectar con importantes capas de la población. Desde el Frente Nacional francés, pasando por la Lega Nord italiana, el Vlaams Belang belga, el Partij voor de Vrijheid holandés (de Geert Wilders, que se convirtió en el segundo partido más votado en las elecciones de marzo de 2017); el FPÖ austriaco, la AfD alemana, el UKIP británico, los Perussuomalaiset (Auténticos finlandeses, que forman parte del gobierno de Juha Sipilä ), el Dansk Folkeparti de Dinamarca (Partido Popular, que apoya al gobierno del liberal Venstre, de Lars Løkke Rasmussen ), el Sverigedemokraterna, SD, (Demócratas de Suecia, que consiguió el 13 % de los votos en las elecciones de septiembre de 2014), así como el gobernante Fidesz húngaro de Viktor Orban (aunque, formalmente, pertenezca al Partido Popular europeo), y el también húngaro Jobbik (que consiguió el 20 % de los votos en las últimas elecciones), o el PiS polaco de Jarosław Kaczyński y Beata Szydło (que forma grupo con el Partido Conservador británico) , todos ellos, configuran un amenazador bloque político, al que se añade el fascismo ucraniano o los movimientos ultraderechistas en Estados Unidos; incluso en Brasil repunta la extrema derecha, siempre abominando del comunismo. En el Parlamento europeo, la ultraderecha configura un grupo (Europa de las naciones y de las libertades) que cuenta con treinta y siete diputados (del FN francés, FPÖ, Vlaams Belang , AfD, Lega Nord, Partij voor de Vrijheid holandés, KNP polaco, un conservador rumano y un miembro del UKIP británico). En diciembre de 2016, Norbert Hofer, candidato del FPÖ austriaco (Partido de la Libertad, de extrema derecha) consiguió casi el cincuenta por ciento de los votos en las elecciones presidenciales. No fue una sorpresa: hace casi veinte años, Jörg Haider ya consiguió situar al FPÖ como segundo partido más votado del país. Por no hablar, fuera de la Unión Europea, de la UDC suiza, de extrema derecha xenófoba, primer partido del país, que consiguió el 30 % de los votos en las elecciones federales de 2015 y que forma parte del gobierno; así como de la llegada de la extrema derecha al poder en Ucrania tras el golpe de Estado de 2014, con ministros neonazis incluidos, o del inquietante reforzamiento del partido de Erdogan en Turquía. Menos influencia han conseguido en España y Portugal, donde la extrema derecha sigue siendo marginal.

En Alemania, a partir de 2014 el movimiento PEGIDA (Patriotas europeos contra la Islamización de Occidente ) agrupó a la xenofobia e islamofobia, para dejar paso después a la Alternativa para Alemania, AfD, que en las elecciones de septiembre de 2017 consiguió casi seis millones de votos, 94 escaños en el Bundestag y casi el 13 por ciento de los votos, convirtiendo a la extrema derecha en la tercera fuerza de Alemania: muestra su relevancia si se comparan esos resultados con los nueve millones y medio de votos del SPD o los quince millones de la CDU de Merkel. En las elecciones presidenciales francesas de mayo de 2017, la fortaleza de la extrema derecha fue tal que la derecha y una parte de la izquierda llamaron, en la segunda vuelta, a votar a Macron, un neoliberal, pese a lo cual Le Pen consiguió el 34 % de los votos.

Un rasgo del reforzamiento de la extrema derecha es que ha pasado de la marginalidad a tener un importante arraigo local, como muestra el Frente Nacional en Francia, capaz incluso de organizar actos con ocasión del 1º de Mayo para lanzar sus propuestas a los trabajadores, y de tener gran influencia entre los jóvenes, hasta el punto de que aproximadamente el treinta y cinco por ciento de los franceses de entre 18 y 24 años, suele votarles. Junto a ello, han sido capaces de utilizar todo tipo de insatisfacciones sociales para darles una explicación y una solución reaccionaria, xenófoba, nacionalista, que hunde sus raíces en la búsqueda de un pasado idealizado de una nación que nunca existió, sin renunciar por ello a presentarse como una fuerza sensata, incluso moderada, capaz de gobernar, como ha hecho Marine Le Pen. Al mismo tiempo, ese viaje a la moderación, y al centro político, con objeto de conquistar espacios de poder, convive con propuestas agresivas, como la que lanzó el Dansk Folkeparti danés para que el parlamento aprobase la confiscación de bienes de los refugiados llegados al país y sufragar así los gastos ocasionados a Dinamarca.

Los factores que aglutinan a la nueva extrema derecha son el nacionalismo y la xenofobia, pero también el rechazo a la Unión Europea, entendida como un ente ajeno a la nación en que basa su discurso, una Unión convertida en un organismo disolvente, incapaz de cerrar el paso a los inmigrantes percibidos como un peligro; junto a ello, una nueva forma de acción política, que algunos han definido como populismo (pese a la equívoca concreción del término y su aplicación a formaciones de izquierda moderada que han surgido en los últimos años) y que no teme arrebatar algunas de las reclamaciones tradicionales de la izquierda socialista y comunista, que recurre a la denuncia de la corrupción y a definirse demagógicamente como «defensora de los trabajadores»: no impugna el capitalismo, pero combate el euro y las instituciones europeas convertidas por el neoliberalismo en mazmorra para el «resurgimiento nacional». Esa nueva extrema derecha no duda, incluso, en recurrir a cierto lenguaje «antisistema». Pero sus ataques a la globalización, a las viejas élites políticas (conservadoras o socialdemócratas), sus proclamas contra la corrupción en gobiernos, instituciones y partidos, van de la mano de sus arremetidas contra la izquierda, sin dejar de lado su ataque al aborto, su defensa de la familia tradicional y su homofobia, su visceral rechazo a los sindicatos, y su militancia en la religión, que conviven con su afirmación del papel secundario de las mujeres (¡pese a que algunas de sus dirigentes lo son, como Marine Le Pen o Frauke Petry!), cuyo caso paradigmático lo encontramos, otra vez, en Polonia, donde un personaje como el eurodiputado Janusz Ryszard Korwin-Mikke, del KORWIN, ha llegado a defender la retirada del derecho de voto a las mujeres por tener estas, según él, «menos inteligencia y formación política que los hombres» . Reforzada también por la victoria de Trump en Estados Unidos (quien ha mostrado al mundo, sin la menor vergüenza, su ruin concepto de la mujer), la extrema derecha europea ataca la globalización, como hace la izquierda, aunque partiendo de supuestos completamente distintos. Su influencia, además, va más allá de sus resultados electorales, porque con frecuencia ese fascismo renovado es capaz de imponer algunas de sus propuestas a los partidos conservadores, e incluso contaminar el lenguaje de la socialdemocracia. En Gran Bretaña, Francia o Austria, la extrema derecha ha sido capaz de marcar la pauta a los gobiernos sobre las leyes migratorias. En otros países europeos ha llegado más lejos: en Bulgaria, la ultraderecha ha organizado grupos de matones para capturar a los refugiados que llegan al país, fenómeno que ha aparecido también en Finlandia y Suecia, acompañado de proclamas nazis, como las de Martin Strid, dirigente del Sverigedemokraterna sueco (de extrema derecha, que cuenta con 49 diputados en el parlamento), quien llegó a afirmar recientemente que los musulmanes «no son completamente humanos».

La llegada de refugiados, sobre todo de Oriente Medio, a consecuencia de las guerras impuestas por Estados Unidos a esa región, ha fortalecido a la extrema derecha: en Holanda, Geert Wilders, por ejemplo, basa su acción casi exclusivamente en atizar el miedo ante los inmigrantes, sobre todo los de religión musulmana, ligando su presencia a la criminalidad, como también hizo Nigel Farange, del UKIP británico. No hay duda de que la presencia de inmigrantes en Europa ha sido utilizada como fermento para el crecimiento de la nueva extrema derecha, pero existen otras causas: desde la insatisfacción por la realidad de la Unión Europea, hasta la dureza de la crisis y el aumento del desempleo para los trabajadores, una parte de los cuales ha creído ver en esos partidos ultraderechistas un instrumento para oponerse a la inmigración, percibida injustamente como competidora en el mercado del trabajo y como receptora de recursos negados a los trabajadores autóctonos; también, por el impacto emocional de los atentados terroristas que se han sucedido en los últimos años en París, Toulouse, Niza, Madrid, Barcelona, Londres, Manchester, Berlín, Estocolmo, Oslo o Bruselas, que el nuevo fascismo vincula, en una interesada y absurda mezcolanza, a los musulmanes, los refugiados o la inmigración, obviando la complicidad europea en las guerras imperiales norteamericanas, en el incendio de Oriente Medio y del norte de África, y sus consecuencias; junto a la defensa de la «identidad nacional» que ha arraigado en unos países con más fuerza que en otros, pero que alerta sobre un supuesto retroceso europeo (francés o húngaro, danés o polaco) ante una «invasión» que está lejos de ser real; sin embargo, la presencia de extranjeros, de musulmanes, magrebíes, turcos, etc, es utilizada como la prueba (que no por falsa y ahistórica es menos amenazadora para quienes dan crédito a la extrema derecha) de que la supuesta nación homogénea corre peligro y que su defensa sólo puede ponerse en manos de los patriotas, de la extrema derecha: la nación se envuelve en su bandera, y sus devotos se proclaman auténticos franceses, alemanes o finlandeses.

Así, la articulación de un discurso xenófobo, racista, contrario a la Unión Europea y la globalización, con elementos populistas, se ha convertido en un aglutinante de la inseguridad, la explotación y el miedo con que el nuevo capitalismo ha apresado a muchos jóvenes y trabajadores pobres, y el rechazo a los inmigrantes se ha «normalizado»: casi han desaparecido de las informaciones de prensa las noticias sobre agresiones a inmigrantes o a musulmanes, aunque han aumentado notablemente en Polonia, Alemania, Francia y otros países. Mientras, la crisis de los refugiados ha llevado al enfrentamiento y la división en el seno de los organismos europeos, dejando la gestión del drama humano de los barcos y pateras en el Mediterráneo a los gobiernos más afectados, como Italia y Grecia, sin que se haya elaborado una política de la Unión para hacerle frente. Los refugiados, convertidos en objeto de agitación para la extrema derecha, son moneda para reproches entre los gobiernos europeos, que oscilan entre la negativa a aceptar refugiados de Polonia, Hungría, Rumanía, la República Checa o Eslovaquia, y la pasividad de países que, como España, aunque aceptan sus cuotas, incumplen sus compromisos. La demanda de Hungría y Eslovaquia ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea se saldó con el aval al programa de distribución de 120.000 refugiados, que, sin embargo, no garantiza su cumplimiento: la República Checa ya ha anunciado que prefiere perder los fondos europeos que le corresponden antes que admitir refugiados, Polonia que no los aceptará en ningún caso, y tanto el gobierno húngaro como el eslovaco, que calificaron de indignante la decisión del Tribunal europeo, han anunciado también que no piensan cumplirla. España ha acogido sólo a la cuarta parte de los refugiados que le corresponden.

Al peligroso ataque de la extrema derecha a la idea de una Europa federal se une la persistencia de la crisis económica que ha empobrecido, sobre todo, al sur del continente, y que se ha combatido con reducción de los salarios y la precarización en el empleo en muchos países europeos, mientras se han bajado los impuestos a las empresas, decisión defendida por los gobiernos con el argumento ilusorio de que esa medida servirá para conseguir nuevas inversiones y crear empleos… que, cuando se han creado, han sido con bajos salarios que están configurando ejércitos de trabajadores cautivos de la pobreza. Esa política impuesta por gobiernos conservadores y socialdemócratas ha sido apoyada e inspirada por la Unión Europea, y ha traído como consecuencia una creciente animadversión hacia la unión política. El riesgo de la fragmentación de Europa, iniciado con el Brexit, o incluso de algunos de los mayores países del continente por sus propias crisis nacionalistas, convive con el empobrecimiento del sur (en Grecia, Italia, España, Portugal, incluso en Francia) y contrasta con el fortalecimiento de Alemania, que está siendo aprovechado por la extrema derecha (y que incluso ha cautivado a una parte de la izquierda) para rechazar la Unión. Porque la evidencia de que la política de la Unión Europea, la gestión del euro y el mercado único han favorecido a Alemania y a la Europa nórdica (Holanda, Austria) en detrimento del sur, es un poderoso argumento que mina los cimientos de la actual Unión, refuerza a los nacionalismos y a la extrema derecha, y crea fisuras y desacuerdos en la izquierda, algunas de cuyas fuerzas (más allá de la evidencia del grave déficit democrático en la Unión Europea, que puede combatirse y superarse) impugnan la propia noción de una Unión Europea y del mercado y la moneda única.

La confusa Europa, incapaz de preparar un nuevo proyecto colectivo, mira a Alemania o a Francia, mientras se despide de Gran Bretaña. Macron, el presidente francés, ha presentado un plan de reforma de la Unión Europea, de seis años, que debería culminar en 2024 con una nueva estructura política, federal. Pero Francia está cansada de batallas, y Alemania no está en su mejor momento, de manera que la propuesta de Macron puede correr la suerte de la que lanzó Sarkozy, cuando en los momentos más duros de la quiebra económica, tras la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos en 2007, propuso la «reforma del capitalismo», enmienda que quedó reducida a una ocurrencia circunstancial urdida por un presidente aventurero y corrupto, capaz de recibir millones de euros de Gadafi y de organizar después su derrocamiento, feroz asesinato, y llevar la guerra y el caos a Libia.

El frente democrático que se opuso al fascismo y al nazismo desde su llegada al poder en la Europa de los años treinta estuvo articulado principalmente por los partidos comunistas, y la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial vino de la mano de la Unión Soviética, cuyas banderas rojas aplastaron a los nazis en Berlín. No deben hacerse fáciles analogías entre la situación actual y los años del ascenso fascista, pero conviene resaltar un elemento diferenciador: hoy, el combate y la oposición al nuevo fascismo y la extrema derecha adolece de la actual fragilidad del antifascismo que construyó la Europa de postguerra, y de la flaqueza de las fuerzas democráticas de izquierda. A la deriva de la socialdemocracia, prisionera del discurso liberal, se une la debilidad de los partidos comunistas (fruto de la desaparición de la URSS y del bloque socialista europeo, pero también de sus propios errores y de la saña con que sus propuestas son ignoradas y perseguidas por los laboratorios ideológicos del capitalismo). Así, no sorprende la normalización de muchas de las ideas y propuestas de la extrema derecha y del nuevo fascismo, amparadas hoy por partidos conservadores y liberales obedeciendo a un cálculo político y electoral que contribuye a la marginación de propuestas progresistas y de izquierda, que tienen cada vez más dificultades para hacer llegar su discurso a la población.

Detener al nuevo fascismo es imprescindible para acometer después la demolición, el imprescindible desguace de un sistema capitalista que lleva al planeta a la destrucción, y que mantiene hipnotizados a los pacientes espectadores de la modernidad, paralizados esperando la hecatombe. Una letal combinación de nacionalismo, xenofobia, precariedad, crisis y miedo al futuro, acosa a la Unión Europea, cautiva de un déficit democrático que la ha convertido en un instrumento de la gran empresa y de las burguesías norte y centroeuropeas; una Europa atrapada entre unas instituciones incapaces de articular un futuro sugestivo para las diversas comunidades nacionales, y una Comisión dependiente de los gobiernos más poderosos, singularmente de Alemania; alarmada por la llegada de refugiados que huyen de las guerras imperiales norteamericanas de las que Europa ha sido cómplice; atada al vasallaje del poder nuclear de Washington, que sigue almacenando centenares de bombas atómicas en el territorio de sus aliados europeos; una Europa incapaz de hablar al mundo como una potencia global, en pie de igualdad con China, Estados Unidos y Rusia; atemorizada por el reforzamiento de la extrema derecha y de los inquietantes brotes fascistas; alarmada por el veneno del nacionalismo que siempre ha ensangrentado al continente y se apodera en estos años de las calles, esa Unión, que mira el resplandor de las bengalas fascistas en Varsovia, parece estar esperando la catástrofe.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.