«Al siglo XXI tocará comenzar nuevamente la obra, acaso quimérica, de la reconciliación definitiva de los Estados de Europa y de someter definitivamente al derecho atávicas codicias y desapoderadas ambiciones territoriales». Santiago Ramón y Cajal. Reglas y consejos sobre investigación científica. Los tónicos de la voluntad (discurso de 1897) La política es un artificio, […]
Santiago Ramón y Cajal. Reglas y consejos sobre investigación científica. Los tónicos de la voluntad (discurso de 1897)
La política es un artificio, un ejercicio de voluntad. El espacio político constituye un ámbito de tal grado de sofisticación que exige unas importantes dosis de creatividad, e incluso de confrontación y control de tendencias que son intrínsecas de nuestra naturaleza. Podríamos decir que el caso del ser humano es el del único animal que, cuanto más artificial, más humano. La realidad social y, por ende, la política es producto de nuestra inteligencia creativa, la cual -eso sí- es cosa muy nuestra, muy de nuestro natural ser, pues la cultura, con todas sus instituciones -también las políticas, claro- son en una parte significativa el producto último de las potencialidades de las que dotó a homo sapiens la evolución. Sin todos sus poderes filogenéticos, de carácter innato, no habría sido capaz el ser humano de conformar el complejo mundo social sin el cual, hoy por hoy, no podría llamarse a sí mismo con toda propiedad humano. Merced a que somos por naturaleza lo que somos podemos llegar a ser lo que hace posible la cultura que hemos creado. Si Steven Pinker está cargado de buenas razones para categorizar el lenguaje de instinto, éste transforma nuestro mundo en un universo preñado de significados que lo transfigura y nos convierte -como diría Daniel Dennett- en organismos colonizados por memes (las unidades de información cultural que según Richard Dawkins equivalen a los genes) que configuran nuestra mentes en forma de diversos programas de conducta que acaban definiendo a la postre quiénes somos.
La política es, pues, creación humana. Para la cual fue imprescindible el recurso del lenguaje, claro está, pero también fue producto de la necesidad natural de la convivencia. Aristóteles reconoció esa necesidad al considerar que sólo los dioses y las bestias pueden verdaderamente vivir en soledad. El ser humano, no; necesita de sus semejantes. La forma básica que plasma esa condición esencial de homo sapiens es la tribu. El grupo de identidad homogénea, fuertemente cohesionado por lazos de sangre y forjado a partir de la necesidad de supervivencia y defensa frente a los peligros de la existencia y la amenaza de otras tribus. Está en el ser de la tribu desconfiar del otro, del alienígena, del que tiene un origen extraño o habla otra lengua o tiene un color de piel distinto o piensa diferente. No es de extrañar que en las respuestas políticas de todos los tiempos que son inspiradas por el miedo se dé como réplica una especie de regresión en forma de conductas reflejas de naturaleza tribal («America first»/»España primero»). Este es el camino que lleva al estado de naturaleza, ese estado de guerra de todos contra todos que pavorosamente describió Thomas Hobbes en el siglo XVII, y que padeció en sus propias carnes cuando la guerra civil que asoló a su país.
La civilizada administración del poder no es compatible con las pulsiones tribales y requiere del contrato social que nos pone a salvo de la barbarie. Este es el fin deseable de la práctica política. Y quien lo ponga en duda que eche la vista atrás y contemple el devenir de la historia. Creo que, a poco que preste atención, coincidirá con Fernando Savater cuando, refiriéndose a ese camino de siglos, dice en su Política para Amador: «Cada uno de esos pasos que te esbozo con simplificación casi caricaturesca apuntan en la misma dirección: cada vez menos naturaleza y más artificio. Las sociedades reposan cada vez menos en los dictados de la fatalidad, la necesidad física, las vinculaciones de sangre o los designios impenetrables de la divinidad (que son indiscutibles y escapan al control humano, tal como las leyes de la naturaleza); en cambio, se van haciendo más deliberadas, dependen más de lo que los hombres quieren y acuerdan entre sí, conceden más importancia a las actividades simbólicas entre los individuos (…) que a la interacción con la naturaleza, y se someten a la justificación racional (que cualquiera puede entender y discutir). De la asociación humana seminaturalista (…) vamos a la sociedad como obra de arte, como invento descarado de la voluntad y el ingenio humanos» (p. 74-75).
Creo que la Unión Europea es muestra fehaciente de este luminoso rostro de la política, como trabajoso esfuerzo de la voluntad y el ingenio humanos, según Savater dice. Es ciertamente un empeño voluntarioso que partió del horror de las muchas guerras que tanto sufrimiento causaron a sus pueblos a los que en más de una ocasión dejaron exangües; guerras las últimas de dimensiones cuasi apocalípticas, motivadas en gran parte por esas tan naturales pulsiones tribales que a todos nos someten al fatalismo de lo irracional, agujero negro del que a partir de un cierto punto el destino se torna ineluctable y ya no hay vuelta atrás. Este año, precisamente, se cumplía en enero el centenario de la firma del Tratado de Versalles con el que se ponía fin a la Gran Guerra, pero con el que se plantaba la semilla para la Segunda Guerra Mundial, pues fue un acuerdo humillante y revanchista contra los imperios germanos que nada hizo por la reconciliación de las grandes potencias europeas. Entonces se impusieron las pulsiones tribales… una vez más.
Se dice que el proyecto político europeo ha perdido buena parte del vigor que llegó a alcanzar con la reunificación alemana, el euro y el proyecto (frustrado) de establecimiento de una constitución supraestatal, debido al zarpazo inmisericorde de la crisis financiera y el embate sorpresivo del Brexit. Y no faltan los críticos de la utopía europeísta bien pertrechados de contundentes argumentos construidos a base simplemente de tomar nota de los muchos y evidentes defectos de los que adolecen las instituciones europeas. Pero considero que sigue siendo válido el ideal político de una Europa unida por sus motivaciones y sus propósitos; y que, a pesar de las evidentes flaquezas de sus líderes y los insoslayables miedos e incluso mezquindades en las que incurre su ciudadanía, es el proyecto político internacional éticamente mejor pertrechado. Entre otras razones porque la historia europea nos ha legado los elementos necesarios para articular una mirada crítica y distante, es decir, laica, emocionalmente desligada de creencias que pueden fomentar una visión autocomplaciente de nuestra civilización. Como dice el historiador José Enrique Ruiz-Domènec en su libro Europa. Las claves de su historia: «Es la patria de las ocasiones perdidas, de los sueños que convierten los molinos de viento en gigantes, de las utopías sociales imbuidas de un sentido de la rectitud a la par estético y moral, de la libertad, de los riesgos y oportunidades, de la ciencia» (p.15). Se puede decir que de su inteligencia colectiva han surgido las ideas que dieron a luz la conciencia universal de humanidad asociada a la noción de derechos y valores de los que se infiere la promoción del bienestar de todos.
La complejidad de su realidad, su diversidad, incluso sus contradicciones son características esenciales de Europa que la obligan, si quiere caminar por la senda de la paz y la prosperidad, a afrontar la verdad de sus problemas desde el perspectivismo tal como lo definió nuestro filósofo José Ortega y Gasset, europeísta convencido. Precisamente él nos dejó escrito en La rebelión de las masas lo siguiente: «es sumamente improbable que una sociedad, una colectividad tan madura como la que ya forman los pueblos europeos no ande cerca de crearse un artefacto estatal mediante el cual formalice el ejercicio de poder público europeo ya existente». Estas palabras fueron publicadas en 1929.
Es verdad que Europa tiene perspectivas distintas de sí misma según cuatro espacios distinguibles atendiendo a las redes de comunicación: Occidente es el bloque franco-alemán, en estrecha relación con las ciudades hanseáticas del Báltico y las islas Británicas; Oriente es Bizancio y sus herederos, Rusia, Bulgaria, Serbia, la memoria del zarismo, el alma eslava, sin olvidar Polonia; el tercero es la Europa central, con Bohemia, Austria, Hungría, Eslovenia, tierra de elección, de foros críticos, de tránsito de ideas y personajes; el cuarto espacio es el euromediterráneo. Esta diversidad puede verse como un lastre cuando se quiere avanzar a toda costa, aunque no se sepa muy bien hacia dónde. Pero ha de verse también como lo que obliga a dar razones siempre de lo que se hace, así como a entender esas razones por parte de los demás. Cuando en el foro de las instituciones comunitarias se discute sobre los diversos asuntos que atañen a la ciudadanía europea se crea un espacio democrático de enorme valor, y que somete a continua validación las democracias de los distintos países miembros. Un espacio de resistencia contra el dogmatismo. Recurriendo a la mirada del historiador Ruiz-Domènec: «La concepción de la unidad europea es ciertamente un elevado ideal, cuyo vigor radica tanto en las esperanzas de un futuro prometedor como en la ajustada interpretación del pasado» (p. 14).
En un mundo global con desafíos a su escala y frente a potencias enfrentadas por conseguir su control, hoy nos enfrentamos los europeos a otro momento crítico de nuestra historia. Temo que de los resultados de las inminentes elecciones resulte una situación política que pueda suponer una dura prueba para la solidez de los pilares sobre los que se supone se sostiene el ideal de Europa, que no es otro que el de una Europa democrática, laica, partidaria de la libertad religiosa, de los derechos humanos, de la libertad de pensamiento, de la igualdad de género, del capitalismo orientado al bien común. Un ideal que, avanzando en su realización, podría regalar a la humanidad unos sólidos cimientos para la construcción de una civilización cosmopolita.
El peligro lo expone la politóloga danesa Marlene Wind, directora del Centro de Política Europea de la Universidad de Copenhague, en su libro recientemente publicado en España bajo el título de La tribalización de Europa. En él, la profesora que contradijo el discurso victimista con el que Carles Puigdemont pretendía ganarse el apoyo de la Unión Europa para su causa, advierte contra el populismo y el etnicismo que tratan de hacerse con el dominio de las instituciones europeas. La derecha radical, de sesgo populista y fuertemente asentada ideológicamente en el esencialismo nacionalista, lleva consigo la semilla de la intolerancia que puede florecer fácilmente en los suelos patrios que han sido nutridos de ese tribalismo que siempre se halla latente en todos nosotros, porque es parte de nuestra naturaleza, y surge de manera espontánea a poco que se le aliente (como prueba, el Brexit o el proceso independentista catalán sin ir más lejos). Y una parte significativa de los votantes europeos pueden muy bien darle rienda suelta como reacción al camino que en las últimas décadas ha seguido la Unión Europea, entregada prácticamente en su totalidad -como el resto del mundo, por cierto- a la ideología neoliberal que, en su aplicación política, ha cedido el mando a los mercados financieros (caso flagrante de Grecia, humillada su democracia) que ha resultado en un innegable debilitamiento de las estructuras de solidaridad que constituyen el estado de bienestar, ese gran artificio de la socialdemocracia europea y que nos ha impuesto ese cortoplacismo mercantilista al que se ha venido limitando el juego político europeo de los últimos años.
Puede que además del tribalismo aquí denunciado haya que luchar también -una vez más en nuestra procelosa historia- contra un cierto fatalismo que se ha apoderado de una buena parte de la ciudadanía europea. Como si la política estuviera bajo el influjo de un negro sino que escapara a nuestra voluntad de llegar a ese ideal de justicia, paz y prosperidad cuya realización debería ser la Unión Europea. Pero pensar así es caer ya en la trampa de la profecía autocumplida que desactiva todo poder de transformación que pudiera ser propio de la política.
Referencias bibliográficas:
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RUIZ-DOMÈNEC, JOSÉ ENRIQUE: Europa. Las claves de su historia. RBA Libros, Madrid, 2010.
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SAVATER, FERNANDO: Política para Amador. Editorial Ariel, Barcelona, 2012.
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