Una grandilocuente narrativa invade los cielos que habían proyectado los procesos populares en Latinoamérica. Se anuncia su ocaso a los cuatro vientos. Los analistas dicen amen y los medios dirigen las endechas anticipadas de un velorio que creen inminente. Pero se olvidan de algo: lo que vivimos no fue un ciclo. El estribillo de los […]
Una grandilocuente narrativa invade los cielos que habían proyectado los procesos populares en Latinoamérica. Se anuncia su ocaso a los cuatro vientos. Los analistas dicen amen y los medios dirigen las endechas anticipadas de un velorio que creen inminente. Pero se olvidan de algo: lo que vivimos no fue un ciclo. El estribillo de los ciclos son recurrentes en una visión anquilosada de la historia (de leyes metafísicas que sostienen una regularidad más allá de la praxis humana) propia de la izquierda del siglo XX y ahora, al parecer, de lo que queda de la derecha reciclada; lo cíclico es, más bien, esa visión que sirve de muletilla a pronósticos oraculares travestidos de análisis político. De lo que se trata es siempre de darle una direccionalidad a los acontecimientos, lo cual ya significa determinar el sentido de estos. Por eso la historia no es lineal y no se compone de ciclos, estos son apenas una percepción esquemática de las coyunturas. La historia, en cuanto patrimonio humano, es siempre creación histórica y no simple medición cronológica, es decir, es el escenario en que la libertad humana desafía toda regularidad.
Lo que pretende la narrativa del fin de ciclo es, de modo premeditado, disolver el horizonte de referencia emancipatoria propuesto, sobre todo, por los pueblos indígenas; porque aquella señalación maniquea que se hace de los gobiernos, busca disolver en su ambiguo desempeño los nuevos contenidos que, como proyecto político, constituían la novedad que hizo tambalear las certidumbres propias de la política y del Estado moderno-liberal.
Reducir todo a los erráticos desempeños gubernamentales es disolver la misma potencia revolucionaria popular en los avatares de su élite circunstancial. Por eso la narrativa del fin de ciclo es más que una descripción, porque actualiza aquella retórica aristocrática que condena toda rebelión popular como deicidio, para así justificar su persecución y aniquilación. Eso desde Cicerón (contra Catilina) hasta Margaret Thatcher y la doctrina Bush (el mismo Popper se dedicó a demonizar a los que querían el cielo en la tierra; esos utópicos son ahora los populistas, los que encienden las demandas populares; contra estos va dirigida la nueva cruzada en forma de narrativa). La consigna neoliberal de «no hay alternativas» fue sólo posible destruyendo toda otra alternativa. Sólo de ese modo pudo haberse impuesto la cultura neoliberal en el imaginario social del individuo moderno (que no admite perdedores, sólo ganadores).
Aunque se crea libre y forjador soberano de su destino, sigue haciendo de la tragedia griega la escenografía de su propia fatalidad: la libertad es sólo posible mientras los dioses duermen. El caso de Grecia es más que casual. Ya no son los dioses del Olimpo o el dios de la cristiandad sino el dios capital y el mercado (ante los cuales se inclina toda la institucionalidad financiera -como la Troika, que poco le importa el pueblo, la democracia o la justicia- que religiosamente ofrece cuotas de sangre al apetito insaciable de los nuevos ídolos modernos). Ante estos continua el sacrificio inevitable de una humanidad rehén de poderes omnipotentes que actúan al margen de la propia vida.
La narrativa impuesta es parte de la normalización que impone un mundo que se resiste a otro orden que no sea el que impone la supremacía única de USA. Esta es la doctrina que prevalece entre los neocons o halcones straussianos, como única política exterior gringa. Por eso el fin de ciclo no se dirige sólo a Latinoamérica sino también a los BRICS, en especial a Rusia y China y a toda otra disidencia que pretenda objetar la supremacía gringa: se acabó el recreo, o capitulan o los aplastamos. Se trata de sobrevivencia cruel. El mundo ya no es unipolar y, aunque ahora tripolar (después del revés ruso en Ucrania y Siria, y la admisión del FMI del yuan como cuarta divisa de reserva mundial), la actual guerra fría (sobre todo financiera, como guerra de divisas) está reconfigurando la nueva cartografía geopolítica global, hacia una multipolaridad que podría desembocar en una ceropolaridad. El desafío de esto consiste en que, sin centro único, el equilibrio dependería de la complementariedad de apuestas civilizatorias sin pretensión hegemónica.
El fin de ciclo forma parte del smart power que diseñaron los think tanks gringos para desestabilizar la legitimidad de los procesos que se habían venido desencadenando a principios del nuevo siglo. Hacerlos aparecer como una aventura episódica formaba parte de la desarticulación de la conciencia popular que estaba promoviendo un nuevo sentido común en torno a la recuperación de soberanía y mayor democratización económica en los países del ALBA. Esto repercutió hasta en el primer mundo y, como en el pasado, ha sido muestra de que fue siempre esta parte del mundo la que transmitió ideales emancipatorios incluso a la misma Europa. La orquestación de esta última narrativa forma parte de la estrategia geopolítica de la especulación financiera contra las economías emergentes (por eso los nuevos tratados comerciales son más despiadados y, por ello mismo, precisan demoler toda aspiración popular para, de ese modo, arrasar con todo lo que queda, pues lo que queda no es mucho y los pobres salen sobrando en las apuestas del capital global).
La estrategia es clara; ante una reconfiguración del tablero geopolítico, todo se trata de sobrevivir y, si es posible, en las mejores condiciones. La apuesta de las burguesías de Brasil y Argentina van en ese sentido, pues los nuevos tratados comerciales que diseña USA para frenar la hegemonía china, supone aperturar el mercado continental al Pacífico, lo cual implica una lucha de mercados que disminuye el margen de acción de los actores latinos, quienes, gestionando mayor participación y viendo sólo lo inmediato, no hallan más opción que aliarse al gran capital que, a través de las transnacionales, es quien dictamina los contenidos de los tratados que, en su mayoría, son firmados a espaldas de los pueblos.
El gran capital sólo puede garantizar un nuevo ciclo de acumulación global sobre la derrota absoluta de los pobres, lo cual significa hoy la derrota de la humanidad y del planeta. Por eso la nueva plusvalía que produce el capital consiste en la acumulación del fracaso histórico que promueve una transferencia resignada de voluntad de vida; el capital no es sólo un proceso de valorización del valor sino de transferencia sistemática de voluntad. Un individuo fracasado no tiene voluntad y su único afán se reduce a sobrevivir, no importa cómo; lo que promueve ahora el capital es la atomización de las expectativas, de modo que éstas se circunscriban exclusivamente a mezquinas opciones de pueril sobrevivencia (la lucha de todos contra todos es necesaria para el desarrollo del capital, por eso las guerras se convierten en magnificas oportunidades de nuevos procesos de acumulación). En estas condiciones no puede haber historia, tampoco política, porque si el ser humano no es creador de acontecimientos tampoco puede siquiera imaginar proyectos de expectativas comunes.
Entonces, la estrategia actual de acumulación global de capital y su actual narrativa, confirma la clarividencia de los poderes fácticos ante la interpelación que los pueblos indígenas han originado en este nuevo siglo: otro mundo es no sólo posible sino más necesario que nunca. Hace poco, Charles Krauthammer, en el Washington Post, de modo enfático señalaba que, desde la caída de la URSS, «algo nuevo había nacido, un mundo unipolar dominado por un único súper-poder sin rival alguno y con un decisivo alcance en cada rincón del planeta. Un nuevo escenario que aparece en la historia, jamás antes visto desde la caída del imperio romano. Es más, ni siquiera Roma es modelo de lo que es hoy USA». Esto expresa la doctrina Wolfowitz como primer objetivo de la política exterior gringa: prevenir cualquier ascenso de un nuevo rival, ya sea en la ex URSS o en cualquier otro lado; de ese modo asegurar el dominio de regiones cuyos recursos puedan, bajo control, consolidar el poder global.
Esto quiere decir que el poder es también una cuestión de percepción. USA hace de su percepción la plataforma de propaganda global que moldea la despolitización global como el terreno para imponer un mundo sin alternativas. Ya no se trata sólo de desmovilizar a la gente sino de abandonarla en la inacción total (lo cual también se logra manteniéndole ocupado, por eso el trabajo se realiza ahora bajo presión; los individuos creen superar sus problemas sumergiéndose en sus trabajos, pero lo único que logran es alienarse de sí mismos y que la fuerza requerida para recomponer sus vidas sea transferida a la reproducción del capital). Esto quiere decir que, cuanto más se valoriza el valor, más voluntad de vida se nos expropia. El capital es ahora el creador y el ser humano su creatura. Hacerlo a su imagen y semejanza significa constituirlo en capital humano. Por eso hasta en sus sueños no puede haber otra cosa que acumulación. La invasión de los sueños es una política del mercado total; si se puede moldear los sueños y las expectativas entonces no hay lugar para el espíritu utópico y sin éste no puede haber política.
Ese es precisamente el fin de toda narrativa del fin: acabar con el espíritu utópico. Pero la utopía es condición humana; sin esperanzas, sueños o utopías, no puede haber existencia humana y, en consecuencia, tampoco historia. Por eso la narrativa del fin de ciclo no es otra cosa que la reposición de aquella otra, que nos imponía el fin de la historia. Ambas se diseñan para desacreditar toda posible alternativa y, de ese modo, imponernos un mundo sin alternativas.
Un mundo sin alternativas es el paraíso neoliberal. Por eso, ante la narrativa del fin de ciclo, debemos oponer otra: el fin de siglo. Porque el ciclo no era ciclo y lo que parecía una continuidad en la regularidad cíclica del capital era, en realidad, una ruptura epocal. Para ingresar a una nueva época, era necesario dejar atrás el siglo de oro del capitalismo y, paradójicamente, también, el siglo de la izquierda. Por eso los siglos no terminan o acaban en las fechas; si no hay capacidad histórica para ingresar a una nueva época, entonces son los eventos los que condenan aquella incapacidad (Europa ingresa dramáticamente al siglo XX con la primera guerra; su no adecuación a las nuevas circunstancias da lugar al surgimiento de un nuevo poder que se impone definitivamente en la segunda guerra).
En Bolivia habíamos ingresado al siglo XXI el 2003, por eso incluso la «guerra del gas», que sucede en octubre de ese año, anunciaba ya la tónica geopolítica que iba a desatar la lucha global por el control de los recursos energéticos. El horizonte del «vivir bien» anunciaba la transición civilizatoria necesaria ante la orfandad utópica que carga la decadencia del mundo moderno, el Estado plurinacional ponía en cuestión el concepto decimonónico del Estado moderno-liberal, y la descolonización remataba con el urgente desmantelamiento de la provinciana visión que el primer mundo se había hecho del resto. Por eso la insistencia: el poder es también una cuestión de percepción; si la percepción no cambia, tampoco cambia el mundo. La descolonización va por ese lado. Si no somos capaces de proponer una nueva narrativa histórica -más allá del eurocentrismo reinante hasta en la izquierda-, entonces, nuestras respuestas políticas, a preguntas actuales de profunda novedad, seguirán siendo las mismas viejas respuestas del siglo pasado.
El mundo está cambiado radicalmente, pero las percepciones continúan moldeando estos cambios bajo esquemas ortodoxos. Los economistas perciben, por ello, sólo lo que el capital permite percibir: que esta crisis no es sino uno más de los ciclos acostumbrados del capital. Por eso también, a nivel global, se posponen decisiones apremiantes ante la crisis climática y se insiste en una confianza hasta cándida en el mercado y el capital. El mundo moderno ha producido una suerte de servidumbre voluntaria a fetiches que deciden sobre la vida y la muerte como auténticos dioses.
Los gobiernos de izquierda, incapaces de generar un nuevo espíritu utópico, porque no pueden superar su siglo de referencia, tampoco pueden asumir los desafíos que conlleva un tránsito hacia un nuevo horizonte, que es lo que viene proponiendo el nuevo sujeto de una política trans-moderna. Todos los análisis geopolíticos insisten que el mundo está experimentando una transición civilizatoria, lo cual significa implícitamente que el mundo moderno y su disposición antropológica y geopolítica centro-periferia está por concluirse. Esta situación es la que avizoran los think tanks del primer mundo y, por ello mismo, son los más interesados en preservar la provinciana percepción imperial como «realismo político». La cuestión es que si no hay alternativas, entonces lo único que nos queda es defender lo que hay como lo único posible. Pero lo que hay es lo que nos está conduciendo, a la humanidad y al planeta, a la imposibilidad de la vida. Entonces, cambiar de percepción ya no es cuestión de pareceres sino de apuesta vital.
Desde Marx sabemos que la realidad que ha producido el capitalismo está invertida. Lo que toman por «realismo» los analistas es esta realidad invertida. Ponerla de pie significa restaurar en nosotros mismos la condición de sujetos. La realidad es producción humana, la objetividad del mundo es producción de subjetividad. La capacidad de ser sujeto consiste en ser causa y no efecto de lo que se vive. Las leyes que actúan a espaldas de los actores son producto de la fetichización de las relaciones mercantiles. La expansión de éstas al infinito es el neoliberalismo. Por eso no se trata sólo de una economía sino de toda una cultura: necesita producir un individuo acorde a este tipo de expansión y, mediante el tipo de producción y consumo actual, lo que produce es el vacío de voluntad de un alguien que vive una sucesión de instantes sin proyección alguna, por eso hasta en su voto manifiesta un puro acto emocional sin criterio político alguno.
Frente a esta situación, lo que debían proponerse los gobiernos de la región, era disputar el universo simbólico de las expectativas históricas. Frente a la crisis civilizatoria del mundo moderno y fieles al horizonte de una nueva forma de vida -lo que llamamos «vivir bien» -, debían proponerse la constitución de una nueva subjetividad como trasfondo de una nueva forma de producción y consumo. Porque no se trata sólo de sacar gente de la pobreza, sino de que ellos sean los protagonistas de una nueva forma de vida. De lo contrario, en ese ascenso social se vuelven conservadores y una vez mejoradas sus condiciones de vida y contemplando siempre su éxito como éxito individual (asumiendo el modelo empresarial), abandonan el proyecto que los sacó de la pobreza. Defender lo logrado, de modo individual o corporativo, se convierte entonces en tierra fértil de un neoconservadurismo.
Si recordamos, las primeras medidas más revolucionarias de la revolución cubana no son económicas sino culturales: la creación del ICAIC (donde aparece la Trova cubana) y la Casa de las Américas. Porque una revolución que no produce al sujeto de esa revolución, inevitablemente fracasa (por eso el proceso de cambio en Bolivia se identificaba originalmente como una revolución democrático-cultural). En eso se distinguen reforma de revolución. Lo que distingue a una revolución es la proyección de un nuevo horizonte de vida como fundamento de una transformación de las estructuras mismas que sostienen al mundo que se quiere dejar atrás.
Por eso debíamos producir la capacidad de ingreso auto-consciente a una nueva época; pero la colonialidad de una izquierda que, muy a su pesar, reedita la paradoja señorial, evidencia la contradicción reinante de un desempeño gubernamental que no se corresponde con los sentidos que se deducen del nuevo horizonte del «vivir bien»; por eso sus apuestas siguen siendo modernas, persiguiendo el mismo desarrollo y progreso que han originado la crisis climática actual.
Ni la izquierda ni la derecha están a la altura de los desafíos del nuevo siglo; por eso la derecha no puede proponer ninguna alternativa que no sea la reposición de la hegemonía del dólar en nuestras economías (lo cual no constituye alternativa alguna ante la decadencia del dólar), tampoco podrían cancelar las conquistas sociales para favorecer a una elite cada vez más inclinada al desmantelamiento estatal como condición sine qua non de su sobrevivencia en la economía global patrocinada por la especulación financiera. En medio de la actual incertidumbre, a propósito del colapso del dólar y la economía mundial, las elites latinoamericanas carecen de más opciones que no sea morir con el dólar (porque no se trata sólo de una moneda sino de una forma de vida). Persistir en ello es cuestión vital para ellas y eso manifiesta su más acabada colonización.
Lo que viene sucediendo en Argentina es muestra de la urgente necesidad que tiene el dólar de deshacer definitivamente la soberanía de nuestros Estados y sostener sobre nuestros recursos estratégicos las pretensiones de su supremacía global. Por eso cuando nos referimos al fin de siglo, no lo hacemos en los términos de fin de ciclo, porque no se trata de un cambio automático ni de una sucesión natural. Se trata de una sintomatología epocal que precisa de la intervención decisiva de los pueblos, aun a pesar de una dirigencia que no reúne las condiciones de una nueva apuesta. No se trata de que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer, sino de que los poderes fácticos han colonizado la percepción de los acontecimientos, de modo que produce, hasta en las apuestas de izquierda, una resignada admisión de que lo único posible y deseable son las ilusiones del mundo moderno: un crecimiento sin límites y un desarrollo y progreso infinitos. Vale, para estos, la sentencia que hace Kenneth Boulding: «cualquiera que crea que el crecimiento material infinito es posible en un planeta físicamente limitado, o es un loco o es un economista». El capitalismo es imposible sin crecimiento, pero un crecimiento ilimitado o un progreso infinito no sólo es iluso sino suicida, porque lo único que crece, en cuanto acumulación de capital, lo hace a costa de la vida misma. El siglo XX fue el siglo del progreso. Capitalismo y socialismo son hijos de ese paradigma, por eso nunca cuestionan a la sociedad moderna, porque es también la sociedad del progreso. Pero esta sociedad es imposible sin fuentes infinitas de energía, es decir, abundante, continua y barata. En un siglo de vigencia de este paradigma, se han producido los mayores daños ecológicos jamás antes experimentados. Persistir en ello constituye la ceguera moderna que abraza también la izquierda, y es lo que no le permite ingresar, de modo consciente, al nuevo siglo.
Un siglo no acaba cambiando de números. El siglo XX ha sido el triunfo del capitalismo, porque hasta la izquierda, a pesar suyo, no fue capaz de superar el horizonte civilizatorio que lo sostenía. Por eso se presenta incluso más moderna que cualquiera, no teniendo en cuenta que modernidad y capitalismo son el entrelazamiento perfecto de una forma de vida que, desde 1492, ha venido destruyendo toda otra forma de vida para aparecer ella como la única posible (así como el protestantismo se presta, de modo más eficaz, a terminar lo que la iglesia católica no pudo, o sea, extirpar la idolatría del corazón del indio; así también la izquierda siempre se afanó en concluir el proyecto de la derecha: acabar con el indio es más eficaz cuando éste renuncia a su propia forma de vida). Para que un nuevo siglo nazca plenamente, se debe reunir las condiciones existenciales que permitan el abandono del siglo pasado. El fin de ciclo no anuncia nada nuevo sino la imposibilidad de dejar atrás lo viejo conocido y, de ese modo, conservar a toda costa un mundo sin alternativas.
El fin de ciclo describe una situación típica que coincide con la retórica apocalíptica del fin de los tiempos; con ello se insiste siempre en la cancelación de toda alternativa posible. El milenarismo actual da lugar a una marcada inacción pertinente a la conservación de lo establecido. Pero la perorata del fin esconde que, con el fin de algo no acaba todo sino más bien empieza algo, y ese algo, sólo puede ser algo nuevo.
Por eso el fin de ciclo es más bien otro repetido ciclo del fin. El miedo a enfrentar lo nuevo produce la dramática paralización de la contemplación del posible fin de todo. Es curioso cómo el individuo moderno, gracias a su tele-adicción, es capaz de imaginar el más terrible de los escenarios de una catástrofe nuclear, pero es incapaz de imaginar lo contrario; formateado por la estética del desastre, se halla inhabilitado para algo más que no sea la pura contemplación -hasta morbosa- de un fin apocalíptico. Esta inacción produce su despolitización, es decir, su incapacidad de cambiar la fatalidad que tiene enfrente.
Cuando el comandante Chávez dijo que «llegó la hora de los pueblos», no se equivocaba, pero, como dijo también Fidel, «la revolución sólo será posible cuando el pueblo crea en sí mismo». Es menester que nuestros pueblos vuelvan a creer en sí mismos, para superar esta coyuntura. El mundo está cambiando y, en ese contexto, no encontraremos mejor lugar para lograr nuestra definitiva independencia. Ante la amenaza de una conflagración nuclear (pues ya sabe la OTAN que no puede vencer a Rusia, y menos a la alianza China-Rusia, en una guerra convencional), como única opción de reposición de la supremacía del dólar, sólo la movilización del sur puede desencadenar una reconfiguración geopolítica restauradora.
Para dejar de ser periferia hay que dejar de ser consciencia periférica. El centro es centro gracias a nuestra transferencia sistemática de voluntad, ya que seguimos creyendo en su forma de vida y deseando su riqueza, cuando es ésta la causa de nuestra miseria. Si hasta en la alimentación ya se sabe que lo más racional es volver a lo nuestro, en economía lo más racional sería para producir para reproducir la vida y ya no exclusivamente la ganancia. Eso no produce ricos pero tampoco produce miseria. La crisis climática sólo será resuelta si se restaura el equilibrio sistémico de la naturaleza, como condición además de restaurar el equilibrio que, como humanidad, hemos perdido en el mundo moderno.
Parte de la restauración de ese equilibrio consiste en no someterse a otro ciclo sino en potenciar lo que habíamos logrado como pueblo: un nuevo horizonte de vida. La humanidad está hambrienta de alternativas, pero eso no nace de arriba sino se construye desde abajo. El mundo seguirá siendo el mismo si nuestra percepción es la misma, esto confirmará nuestra condición periférica; pero si cambiamos de perspectiva, el mundo ya no será patrimonio de la visión de unos cuantos y lo que parecía imposible se hará posible. Lo más verdadero de los pueblos son sus mitos, la verdadera fuerza proviene de ellos. Porque en ellos se encuentra el espíritu que ha hecho posible su resistencia y es lo que hará posible nuestra liberación definitiva. Por eso ante el anuncio del fin de ciclo responderemos con el renacer de un nuevo tiempo.
Rafael Bautista S., autor de «la Descolonización de la Política. Introducción a una Política Comunitaria». Dirige el «taller de la descolonización» en La Paz, Bolivia.
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