HAY EN FRANCIA como un aire de Mayo del 68. De nuevo universidades en huelga, estudiantes protestando, barricadas en el Barrio Latino, enfrentamientos con los guardias de asalto… Pero las apariencias terminan ahí. Aunque las imágenes sean semejantes, y muchos estudiantes retomen algunos de los lemas míticos de aquel mayo legendario -«Bajo el adoquín, la […]
HAY EN FRANCIA como un aire de Mayo del 68. De nuevo universidades en huelga, estudiantes protestando, barricadas en el Barrio Latino, enfrentamientos con los guardias de asalto… Pero las apariencias terminan ahí. Aunque las imágenes sean semejantes, y muchos estudiantes retomen algunos de los lemas míticos de aquel mayo legendario -«Bajo el adoquín, la playa»-, la historia no se está repitiendo.
Con un crecimiento económico avasallador, Francia era hace casi 40 años una sociedad próspera, con tanta oferta de empleo que debía importar millones de trabajadores extranjeros. Los que se sublevaron entonces no lo hicieron por temor a no hallar trabajo, sino -y ahí reside todo el misterio simbólico de aquella explosión- para protestar contra una sociedad muy conservadora en materia de costumbres y cada vez más consumista, que podía castrar los ideales de libertad de toda una generación.
La Francia de hoy tiene muy poco crecimiento y una alta tasa de desempleo entre los jóvenes. Este factor ya fue el detonante, en noviembre del 2005, de la insurrección de las periferias urbanas, donde a veces el 40% de los hijos de los inmigrantes no encuentran trabajo.
Para tratar de resolver este problema, bajo una ortodoxa óptica neoliberal, el primer ministro, Dominique de Villepin, propuso el contrato de primer empleo (CPE). Es sólo para menores de 26 años, que se verán sometidos a un período de pruebas de dos años durante el cual podrán ser despedidos sin justificación alguna.
Al parecer, la intención del primer ministro era vencer los argumentos de tipo racista que existen en las mentes de muchos empresarios y que les impiden dar una oportunidad de trabajar a jóvenes franceses de origen magrebí o africano bajo el pretexto que la legislación laboral no permite despedir con facilidad a un asalariado.
Al suprimir todo riesgo para el empleador, el contrato CPE debía favorecer la puesta a prueba de los hijos de inmigrantes y demostrar que podían ser tan serios, eficaces y profesionales como el que más. Buena, sin duda, la intención. Pero, ya se sabe, de buenas intenciones está empedrado el infierno.
Y resultó que lo que parecía bueno, según el primer ministro, para los marginados de las periferias, se revelaba catastrófico para todos los jóvenes del país. Éstos -y en primer lugar los estudiantes- entendieron de inmediato que, bajo el pretexto de querer insertar a unos pocos, el contrato CPE iba a precarizarlos a todos. Pues a partir del instante en que empezara a aplicarse no distinguiría entre los jóvenes. Todos se verían sometidos a la famosa prueba de los dos años con posibilidad de ser despedidos de la noche a la mañana sin justificación de ninguna clase.
Los sindicatos también lo vieron rápido y se lanzaron con toda su fuerza a la batalla contra el CPE. Para ellos era una cuestión capital, pues comprendían que se trataba de destruir el actual derecho laboral -viejo sueño ultraliberal- y sustituirlo por un sistema de precarización generalizado.
Es interesante anotar que muchos comentaristas, y hasta algunos grandes canales de televisión, han presentado la triste situación de los jóvenes españoles en trabajo precario y mal pagado como el revulsivo absoluto que la juventud francesa debe rechazar. «No queremos ser como tantos jóvenes españoles -dicen muchos estudiantes revoltosos-, no queremos ser una generación basura».