Al referirse a Jorge del Prado vienen a la memoria tantas y tan variadas vivencias, que no resulta simple escoger motivos para abordar al personaje y proyectar su perfil en el escenario en el que nos hallamos. Quizá podríamos hablar del Parlamentario de Izquierda, del Constituyente y Senador Comunista que durante doce años levantó […]
Al referirse a Jorge del Prado vienen a la memoria tantas y tan variadas vivencias, que no resulta simple escoger motivos para abordar al personaje y proyectar su perfil en el escenario en el que nos hallamos.
Quizá podríamos hablar del Parlamentario de Izquierda, del Constituyente y Senador Comunista que durante doce años levantó su voz respetable para defender causas populares, para subrayar identificaciones políticas, para horadar caminos en busca que persuadir a congresistas de otras bancadas.
Tal vez del político activo, del conductor del Partido, del líder natural de su estructura, del diseñador de una estrategia definida para alcanzar mayores objetivos. Quizá del luchador callejero que se batía esforzadamente arriesgando la vida para representar una causa. O también del artista que hacía volar sobre el lienzo los pinceles como si fueran ágiles palomas. O del dirigente obrero Secretario General del Sindicato Minero de Morococha y líder de la Federación Minera en los años de la Masacre de Malpaso
Todas estas imágenes, que acuden a nosotros como símbolo de un itinerario, en realidad provienen de una misma cantera: de su vida. Por eso probablemente sea más justo hablar del hombre, de sus inquietudes más sentidas, de sus ideas, sus expectativas, su esperanza, de su entorno poblado de nombres que acuden a partir de la bruma o la leyenda: Alfonso Barrantes, Isidoro Gamarra, Gustavo Mohme. Hablar de sus sueños, aquellos que pudo concretar. Y los otros que quedaron volando al aire libre a la espera de nuevas circunstancias.
«La vida -decía el maestro uruguayo Jesualdo- no es más que uno mismo, y hay que ser dueño, por lo menos de una estrella y de una flor cuando no nos dejan tener otra cosa».
Y en verdad, del Prado tuvo una vida excepcional en la que supo, sobre todo, ser él mismo. Y a falta de bienes materiales dejó una estrella -su pensamiento-, y una flor -su acerada voluntad de lucha- como semillas en una tierra que sin duda será fértil.
Conocí a Jorge hace muchos años, a fines de la década del 40 del siglo pasado, y yo era simplemente un niño. Eran años de pobreza para todos, pero sobre todo para él, dedicado desde antes a la actividad conspirativa, a la acción ilegal, al trabajo en la sombra contra la tiranía imperante. Allí se confirmó lo que decía Rolland: «La miseria es un maestro no sólo del pensamiento, sino del estilo; enseña la sobriedad, lo mismo al espíritu que al cuerpo». Jorge era ya un hombre austero, metódico, sencillo, sin pretensiones materiales, pero con un profundo apego a la vida y a la libertad.
Intuyendo quizá el sentido de su mensaje, pero imbuido también de ideas políticas derivadas en buena medida de la militancia de mis padres, mantuve con él una relación viva, permanente, constante, no exenta de dificultades, desacuerdos y contradicciones, pero que se manifestó sobre todo en la identificación con una causa que enarbolamos como ideal y que perdura en nuestro tiempo; que se alimentó con identidades comunes, coincidencias básicas y una vocación por la lucha franca, abierta, desembozada, a grito herido; que maceró con un accionar conjunto a lo largo de los años y que tuvo probablemente su punto más alto en la mañana sombría, tumultuosa, convulsa, del 22 de marzo de 1984, en la Plaza Dos de Mayo, bajo la bandera de la CGTP, y en la que él, casi perdiera la vida.
Dos fueron en vida las obsesiones de este hombre valeroso. Una, fue la lucha permanente contra el orden de dominación imperante. Y la otra, fue la batalla por la construcción de un modelo social que respondiera a las necesidades, inquietudes y requerimiento de nuestro pueblo, un orden socialista.
El capitalismo en todas sus variantes, modalidades y matices fue para del Prado siempre un régimen de opresión. Una tiranía de clase que arrebataba a los trabajadores no sólo su bienestar material, sino ante todo su razón y su dignidad. El Socialismo, en cambio era para él, como para Tomás Borges, la creación del hombre nuevo: un hombre que tenga horror a los lugares comunes y a la arrogancia, que entienda la libertad como algo inherente a la revolución, y que sea crítico y soñador.
El acoso del enemigos, por un lado, y la propaganda distorsionadora por el otro, lograron construir para él, sin embargo, una otra imagen: la del hombre arisco, duro, cincelado en piedra, intransigente y obcecado; perfil distinto y distante del que realmente tenía sensibilizado por sus inquietudes literarias, su asombrosa facilidad para el Origami, su vocación de pintor, su predilección por la campiña, su apasionado amor por la infancia, una vocación entrañable mezclada con la miel de la sonrisa y la fuerza del cariño.
Su vida entera estuvo ciertamente matizada de episodios como estos que recordaban lo que dijera Ilya Ehrenburg: «lo importante en la vida es que un hombre tenga un generoso corazón». Y así lo fue, en efecto.
Por eso del Prado aportó con su generoso corazón en distintos planos. Fue un aguerrido constructor sindical y un valeroso defensor de la causa obrera. Pero fue también un militante de partido, de objetivos precisos e ideas netas. Y un constructor de la más amplia unidad, a la que dedicó gran parte de su esfuerzo y de su sacrificio.
En suma, un revolucionario a carta cabal. Ascendió conociendo distintos avatares, pero luchó en los socavones de las minas, en las concentraciones obreras, en los valles rumorosos, en las barricadas de Arequipa en la insurrección del 50, en el escenario exterior. Y recibió por eso los más elevados reconocimientos. Ningún peruano ostentó, en efecto, las Ordenes de Estado que recibiera del Prado por su activa presencia en el movimiento revolucionario mundial.
Hoy a veinte años de su muerte, bien podemos decir que hombres de esa fibra necesita el tiempo nuestro. No sólo por su accionar resuelto, constante y consecuente; sino también por su ética, por la pureza de sus objetivos, por la prístina transparencia de su conducta, por su entrega sin cortapisas al ideal buscado. Gente que como del Prado fuera intransigente en la defensa de lo fundamental -los principios-, pero amplio, generoso, comprensivo y tolerante en todo aquello que formaba parte de la vida cotidiana.
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