La agenda geopolítica de Latinoamérica está anclada en la situación de Venezuela. Sin embargo, esa sobreexposición mediática oculta situaciones que pretenden ser disimuladas o directamente veladas, en aras de posicionar imágenes y relatos funcionales al sentido común hegemónico. Los sucesos acaecidos en las últimas semanas en Colombia, donde se multiplican los asesinatos de líderes sociales […]
La agenda geopolítica de Latinoamérica está anclada en la situación de Venezuela. Sin embargo, esa sobreexposición mediática oculta situaciones que pretenden ser disimuladas o directamente veladas, en aras de posicionar imágenes y relatos funcionales al sentido común hegemónico.
Los sucesos acaecidos en las últimas semanas en Colombia, donde se multiplican los asesinatos de líderes sociales y políticos, sumados a la primera marcha contra el Presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), permanecen invisibilizados detrás del bombardeo noticioso centrado en la situación del gobierno de Nicolás Maduro, desafiado por el autoproclamado presidente Juan Guaidó y sus pilares del Pentágono.
En el caso de Colombia, el gobierno de Iván Duque se ha constituido en el aliado más cercano de Estados Unidos en la región. En mayo de 2018 se ha sumado, como integrante (limitado) a la Organización del Atlántico Norte (OTAN), en contradicción de los protocolos firmados por todos los Estados de América Latina, comprometidos a garantizar el subcontinente como una zona de paz, libre de armas nucleares. El 22 de febrero último, luego de la visita de Duque a la Casa Blanca, Bogotá autorizó el uso de su territorio para vulnerar la frontera con Caracas, bajo el pretexto de una supuesta ayuda humanitaria, que no había sido autorizada por el gobierno chavista.
Días después del fracaso fronterizo, liderado por Duque, Guaidó y el Comando Sur, Washington intentó relanzar el Grupo de Lima, conformado por los países alineados en la cruzada contra el chavismo. La oposición de México, luego del triunfo de AMLO, y la opción propuesta por Uruguay, ambas orientadas a negociaciones de tipo diplomático, redujeron al capacidad de movimiento y la cohesión de dicho colectivo sometido a la voluntad del Departamento de Estado. En ese lapso, varios sucesos internos de México y Colombia pasaron desapercibidos pese a su fuerte incidencia doméstica y sus implicancias futuras para el resto del continente.
El último martes 7 de mayo, la líder social Francia Márquez, distinguida en 2018 con el premio Goldman -galardón análogo a un Premio Nobel del medio ambiente-, sufrió un atentado con granadas y armas de fuego. Márquez había recibido en 2015 el Premio Nacional de Derechos Humanos por defender a las comunidades campesinas de la minería ilegal y enfrentar a las autoridades que promueven en forma sistemática el uso de pesticidas para simular el combate contra las plantaciones de coca, controladas por narcotraficantes asociados a los partidos conservadores. En los cuatro meses de 2019 han sido asesinados 30 referentes sociales y durante 2018 el número alcanzó los 113, a manos de sicarios ligados a la sustracción de tierras campesinas.
Desde el inicio del denominado Plan Colombia, en el año 2000, financiado en su totalidad por Washington, se han inyectado 10.500 millones de dólares con el objetivo de reducir los cultivos de coca. Sin embargo, en forma llamativa, no ha dejado de crecer la extensión de tierra dedicada a dichas plantaciones. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODOC), la siembra en el territorio colombiano han alcanzado las 171.000 hectáreas en 2017, un 17% más que el año anterior.
La superficie total a nivel a mundial alcanza las 213.000 hectáreas. Un 69 % tiene sede en Colombia. Las innovaciones biotecnológicas introducidas por los poderosos carteles han llevado, además, a que las plantaciones tripliquen su potencial productivo. Si se suma la superficie cultivada por el otro socio estratégico de Washington en América del Sur (Perú), el porcentual llega al 90 % global. Este vínculo entre los dos integrantes del Grupo de Lima ha permitido el ingreso de grandes flujos de divisas que han contribuido tanto al desarrollo de los respectivos mercados internos (mediante el blanqueo de activos) como al deterioro de los organismos de seguridad y la degradación de los estrados judiciales, inficionados por los circuitos prebendarios del dinero negro.
Latifundio blanco
Desde 2013 el territorio sembrado se ha incrementado un 45 por ciento, inyectando 2500 millones de dólares anuales dentro de la economía negra de ese país, parte de los cuales se utilizan para financiar a los paramilitares que asesinan a quienes buscan salvaguardar las tierras comunales pertenecientes a los campesinos.[1]
Un cuarto de siglo después de que fuera ultimado Pablo Escobar en Medellín, y que se firmara el acuerdo de paz con la guerrilla más numerosa del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en 2016, las plantaciones de coca han crecido en forma sistemática. Por su parte, como retribución a los aportes realizados por Washington, el gobierno colombiano ha decidido que la forma más eficiente de combatir a los cocaleros es a través del rociamiento indiscriminado de glifosato. El efecto de esa medida ha sido la expulsión de las comunidades campesinas, que empezaron a sufrir graves enfermedades respiratorias, epidérmicas y degenerativas. Sus campos se vieron afectados por los pesticidas al mismo tiempo que fueron forzados a abandonar sus tierras para ampliar aún más las zonas controladas por los paramilitares cocaleros.
El consecuente incremento de la producción de clorhidrato de cocaína y pasta base no ha sido óbice para la expansión de las bases de Estados Unidos en Colombia ni para la continua participación de ejercicios militares combinados entre Washington y Bogotá, como los recientes Red Flag (entrenamiento en combate aéreo), realizado en 2018, y el Amazon Log, llevado a cabo en la triple frontera compartida por Perú, Colombia y Brasil. Uno de los logros más curiosos del vínculo militar con Washington fue la migración de los centros de comercialización desde Cali y Medellín hacia el denominado triángulo norte, bajo la hegemonía y control de los carteles mexicanos, prioritarios responsables actuales del ingreso de los estupefacientes al mercado estadounidense.
El incremento de los territorios ocupados por la coca, la ampliación de la oferta y la sistemática reducción del precio internacional de cocaína amplió además la cantidad de líderes sociales campesinos y ambientalistas asesinados, a quienes se persigue por defender tierras sin control de los carteles. Las grandes extensiones de cultivo se encuentran en la zona limítrofe con Venezuela, territorios donde se encuentran desplegados la mayor parte de los paramilitares que controlan las plantaciones. Colombia concluyó el año 2018, según ACNUR, la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, en plena ofensiva contra el gobierno de Maduro, como el país con más desplazados internos en todo el mundo.[2]
La lucha contra el narcotráfico, en el formato sugerido por Washington, continúa en México su capítulo sangriento, donde la comercialización ha sido monopolizada por los carteles responsables de ingresar la producción colombiana y peruana a territorio estadounidense. Desde principios del siglo XXI la guerra contra el narcotráfico, en su formato neoliberal, se ha cobrado un cuarto de millón de muertos. El promedio de asesinados ligado a la economía negra del narco asciende, en promedio, a 25.000 homicidios anuales desde el año 2000, sumados a 50.000 desaparecidos. Los costos sociales que ha generado la aplicación del neoliberalismo en México han incrementado los flujos migratorios como producto de la desocupación y del acople asimétrico con su vecino del norte. En Estados Unidos viven 12 millones de mexicanos a los que se les suman otros 20 millones de descendientes de nativos, cuyos derechos cívicos son mayoritariamente conculcados. La frontera se encuentra controlada por los carteles que han diversificado sus funciones, configurándose en empresarios de la migración ilegal y el tráfico de personas tanto para mexicanos como para ciudadanos provenientes de Honduras, Guatemala y El Salvador.
Los fifí al ataque
El gobierno de AMLO ha renunciado públicamente a las políticas neoliberales y optado por propiciar políticas orientadas al desarrollo del mercado interno. Estos programas (entre los que figuran aumentos en las pensiones para la tercera edad, becas para estudiantes y apoyos crediticios para minifundios y pymes) han sido caracterizados como populistas y movilizado a los sectores más ligados a las transnacionales.
La semana pasada se produjeron en diferentes ciudades mexicanas movilizaciones destituyentes, en las que se le reclamó la renuncia al Presidente recientemente asumido, luego de que éste advirtiera sobre el fin de los privilegios para los grupos más concentrados. Dichas marchas fueron catalogadas por el propio Presidente como expresiones fifí en directa relación a la proveniencia social (encumbrada) se sus mentores y activistas.
La decisión del partido Morena de enfrentar a las mafias de los hidrocarburos (dedicadas en forma sistemática al hurto de gasolina de los ductos y su posterior comercialización a las empresas expendedoras, actividad conocida como huachicoleo) sumada a la reconfiguración de PEMEX, con el objetivo de garantizar el autoabastecimiento (prescindiendo de las refinerías radicadas en territorios de su vecino del norte), aglutinaron a quienes perciben que AMLO procura ser fiel a sus compromisos de campaña.
En las últimas semanas los think tanks de Washington convergieron con la marcha fifí en cuestionar las políticas del gobierno mexicano, orientadas a recuperar los resortes estratégicos de la planificación de PEMEX. Sus críticos locales y vecinos coincidieron, en forma nada casual, en catalogar como vetustas y contrarias a las modernizaciones encaradas por los gobiernos neoliberales que lo precedieron. [3]
Canadá, Estados Unidos y México se encuentran abocados a reconfigurar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (en inglés North American Free Trade Agreement, NAFTA) bajo los parámetros exigidos por Trump, luego de asumida su presidencia en 2016. Esa demanda del magnate republicano consiste en la búsqueda por recuperar los puestos de trabajo en territorio estadounidense que el neoliberalismo transfronterizo y financiarista instaló como lógica desde los años ’80. El nuevo acuerdo comercial, que aún debe ser aprobado por los parlamentos de los tres socios, se titula Tratado México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) o USMCA y no parece gozar con mucha simpatía por parte de la bancada demócrata, mayoritaria en la actualidad en una de las dos Cámaras del congreso ubicado en Washington.
Además de la disputa del muro fronterizo, otra de las disputas que se avecinan se vincula con el Plan para la Pacificación del país que ha lanzado el Gobierno de AMLO y que pretende legalizar la comercialización de marihuana en conjunto con una desmilitarización de la lucha contra el narcotráfico y la aplicación de enfoques de inclusión laboral de los jóvenes para evitar su cooptación por parte de las corporaciones del narcotráfico. La negativa de AMLO de no suscribir la ofensiva injerencista contra Venezuela y sus políticas de clara orientación soberana preanuncian crecientes niveles del conflicto con su vecino norteño.
Colombia y México están separados por 1500 kilómetros. Pero comparten, al decir de ciertas reminiscencias guadalupanas, una lejanía existencial y una cercanía maldita: «Pobres de aquellos que se encuentran tan lejos de Dios y, al mismo tiempo, tan cerca de Estados Unidos».
Notas
[2] http://bit.ly/2VfiZan y http://bit.ly/2HaKk8M
Jorge Elbaum es sociólogo, doctor en Ciencias Económicas y analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la).
Artículo publicado en cohetealaluna.com
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.