No resulta muy decoroso que el primer ministro de un Estado democrático pase sus jornadas de asueto entregado a los placeres mundanos, en una villa de ensueño y en compañía de una esperpéntica cohorte de publicistas, cantantes melódicos, putas y narcotraficantes. Sin duda que hay algo de cómico y de risible en estas chabacanas orgías […]
No resulta muy decoroso que el primer ministro de un Estado democrático pase sus jornadas de asueto entregado a los placeres mundanos, en una villa de ensueño y en compañía de una esperpéntica cohorte de publicistas, cantantes melódicos, putas y narcotraficantes. Sin duda que hay algo de cómico y de risible en estas chabacanas orgías de Villa Certosa, de las que desde hace algún tiempo disponemos de bochornosa constancia fotográfica. Pero no nos dejemos llevar por la risa demasiado pronto. Hace mucho que el problema de Italia dejó de ser el decoro.
En Italia vivían en 2008 unos 165.000 ciudadanos de etnia gitana. Hoy no llegan a 35.000. Abundan los testimonios de colaboración directa entre bandas de extrema derecha y fuerzas de seguridad del Estado para hostigar a las comunidades gitanas mediante amenazas, palizas, incendios… Disponemos de una denominación exacta para este tipo de acontecimiento: «limpieza étnica». Coaligado con varias formaciones políticas fascistas en un frente de derechas denominado (tremenda ironía) El Pueblo de la Libertad, Berlusconi ha dado rienda suelta a los grupos ultras, a los que una nueva legislación permite patrullar uniformados por las calles italianas. Además de a los gitanos, las agresiones fascistas se han extendido a otras minorías raciales, a inmigrantes, a homosexuales y lesbianas, a sindicalistas, a periodistas… Y todo ello, a sumar a la tradicional violencia mafiosa: Italia es el país más violento de la Unión Europea y el segundo país del mundo, sólo por detrás de Colombia, con mayor número de sus ciudadanos viviendo bajo escolta armada.
Berlusconi no debe provocar la risa sino el lamento, porque en Italia no se está viviendo un sainete, sino una tragedia: la demolición desde dentro del Estado de Derecho y la democracia, en beneficio de un nuevo tipo de régimen político en el que lo corrupto y lo violento, lo mafioso y lo fascista, alcanzan una virulenta amalgama de rápida propagación y violentamente corrosiva sobre la vida pública y las instituciones. Desde la II Guerra Mundial, el Estado y la mafia han cohabitado y combatido en Italia en una compleja dialéctica, que ha concluido con la victoria de la mafia y la completa colonización mafiosa del aparato del Estado. Desde la II Guerra Mundial, las pulsiones fascistizantes de la cultura política italiana han latido con violencia en los márgenes de la esfera pública y en las cloacas del Estado: hoy, el alcalde de Roma, antiguo escuadrista de ultraderecha, es recibido en su toma de posesión por centenares de energúmenos que le ofrendan el tradicional saludo fascista. Un sonriente Silvio Berlusconi posa a su lado. Nadie se esconde de los fotógrafos. A la vista del mundo, mafia y fascismo, coaligados, han ganado la partida en Italia. Los incontables canales de televisión, radios, periódicos, editoriales y agencias publicitarias del magnate y primer ministro han obrado el milagro (subrayemos lo de «milagro», en consideración al importante papel que también la jerarquía eclesiástica italiana y el Vaticano han desempeñado en su ascenso). ¿Y la izquierda? Al menos hasta ahora, apenas una testimonial nota a pie de página en esta historia ominosa, aplastada en las calles y en las urnas por la arrolladora potencia del «acontecimiento Berlusconi», e incapaz de repensarse y reconstruirse a sí misma a la altura del desafío histórico que el berlusconismo le presenta.
Sería erróneo confiar en que se trate de un fenómeno exclusivamente italiano. El modelo berlusconiano es expansivo. Los déficits, las flaquezas y los olvidos democráticos que le sirven de caldo de cultivo están presentes en todas las democracias europeas. En todas florece la corrupción en todos los estratos del poder político y económico. En todas, las puertas giratorias entre la política y los negocios se han convertido en una maquinaria autónoma que pervierte a los partidos políticos y en ocasiones los abduce por completo. En todas, los medios corporativos ofrecen una intragable papilla sensacionalista que degrada la mente social y empobrece la cultura política. En todas, nuevas realidades como la inmigración disparan la paranoia securitaria y amplían la clientela de las creencias autoritarias, racistas y militaristas del fascismo… El capital mafioso que socava los cimientos de la democracia italiana se extiende por los circuitos financieros de Europa corrompiendo todo lo que toca. Y más rápido aún que el dinero, se expande la mentalidad delincuencial y fascistizante que sustenta ideológicamente al berlusconismo y le granjea la simpatía enfermiza de las multitudes atemorizadas, desmemoriadas, desorientadas y descontentas. No hace falta tener ningún aprecio por el parlamentarismo partitocrático, ni por la rancia derecha, el voraz neoliberalismo o la claudicante socialdemocracia que hoy ocupan sus posiciones centrales en Europa, para vislumbrar en la ascensión de Berlusconi que lo que viene a sustituirles constituye, aún dentro de la geografía y la genealogía malditas del capitalismo, un sustantivo cambio para peor.
Los europeos no sólo tenemos un compromiso de solidaridad con esa otra Italia decente, y por ahora perdedora, que disiente y que resiste, con los Saviano, Fo, Grillo, Camilleri, Rossanda… y con los cientos de miles de savianos, fos, grillos, camilleris y rossandas anónimos que mantienen viva la llama de la resistencia democrática italiana en las calles, en las instituciones, en los tajos, en los centros de enseñanza o en los medios de comunicación… Posicionarse pública y activamente contra este denigrante estado de cosas es también una cuestión de vital importancia, en primera persona, para cada ciudadano y ciudadana europeos. Porque la Europa todavía democrática no podrá convivir durante mucho tiempo con la anomalía italiana y mantenerse inmune a su patología. Todas las sociedades europeas están maduras para la eclosión de variantes locales, más o menos específicas, del berlusconismo. Algo que estos días debería resultarnos especialmente evidente para los españoles, conforme los aspectos más escabrosos y repugnantes del llamado «caso Gürtel» van conociendo la luz pública. De ahí que lo que en los próximos meses suceda en las calles, los tribunales y las urnas españolas al respecto de los Correa, Bárcenas, Gordon, Costa, Camps y compañía, será indicativo de hasta qué punto, mientras el lascivo reyezuelo de Villa Certosa disfruta de la Italia conquistada entre los agasajos de sus incontables bufones y meretrices, el berlusconismo se ha convertido ya en un peligro claro y presente para el resto de las democracias europeas, y muy en concreto para la nuestra.
Jónatham F. Moriche, Vegas Altas del Guadiana, Extremadura Sur, octubre de 2009
http://jfmoriche.blogspot.com [email protected]
[NOTA: una versión reducida de este texto se publicará en el número 61 (octubre 2009) de La Crónica del Ambroz. Versión digital disponible en http://www.radiohervas.es]
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