La reunión celebrada el pasado sábado, cerca de París, entre el presidente de Rusia, Vladimir Putin, la canciller alemana, Ángela Merkel, y el presidente de Francia, Jacques Chirac, constituyó un recordatorio de la amplia agenda y la trascendencia de los temas que hay pendientes entre la potencia heredera de la desaparecida Unión Soviética y la […]
La reunión celebrada el pasado sábado, cerca de París, entre el presidente de Rusia, Vladimir Putin, la canciller alemana, Ángela Merkel, y el presidente de Francia, Jacques Chirac, constituyó un recordatorio de la amplia agenda y la trascendencia de los temas que hay pendientes entre la potencia heredera de la desaparecida Unión Soviética y la Unión Europea. Por razones comprensibles, la atención se centró en el tema de la energía (Rusia suministra el 30% del gas y el 18% del petróleo que consume Europa) y en la compra por el banco estatal ruso VTB del 5,2% de las acciones del consorcio aeroespacial EADS, fabricante de los aviones Airbus, un porcentaje de acciones levemente inferior al que posee España. Ambas cuestiones son apenas una parte del enorme iceberg de temas comunes, que pueden servir para edificar una alianza estratégica entre ambos poderes o bien, si imperan los criterios de la no enterrada guerra fría, ser fuente constante de conflictos, que dañarían seriamente la estabilidad y seguridad del continente y de su entorno geográfico inmediato.
Tras la debacle soviética, se sucedieron procesos desordenados de reacomodo en la antigua área de influencia de la URSS, unos con buen desenlace, como las transiciones en Polonia o Hungría y otros con desenlace desafortunado, como la gratuita división de Checoslovaquia. Un tercero derivó en tragedia, como ocurrió en la antigua Yugoslavia, cuya historia final está todavía por escribir. Las traumáticas matanzas en los Balcanes tuvieron como efecto paralizar procesos similares -lo que en jerga política se ha dado en llamar «conflictos congelados»-, que afectan a Moldavia (con el separatismo del Transdniéster), Georgia (con Abjasia y Osetia del Norte) y a Armenia y Azerbaiján (por el enclave de Nagorno-Karabaj). La lista no termina allí, pues a los «conflictos congelados» hay que agregar los «conflictos latentes», referidos a los países con considerables minoría rusas o eslavas, como ocurre con Letonia ( 40% de rusos), Estonia (35%) y, especialmente, Ucrania (30%), donde duerme inquieto el conflicto sobre Crimea, península histórica rusa cedida a Ucrania en 1954, y sede de la flota del mar Negro. El eventual ingreso en la OTAN de Ucrania, país unido desde sus orígenes a Rusia, es entendido por Moscú como casus belli y podría ser el detonante de un conflicto geopolítico de onerosas consecuencias.
En la consideración de estos temas se enfrentan dos concepciones antitéticas. Una, propugnada por EEUU, tiene a la OTAN como ariete y plantea la expansión continua de la alianza atlántica sobre las ex repúblicas soviéticas, como paso esencial par impedir la reconstrucción del área de influencia rusa en Europa y Asia Central. Según esta doctrina, el ingreso de Ucrania en la OTAN daría un golpe mortal al resurgimiento de Rusia como gran potencia y afianzaría el control hegemónico de Washington en la región. Merced a la OTAN, EEUU penetraría en las entrañas mismas de Rusia, satelizando Ucrania, que se sumaría a la zona integrada por antiguos miembros del Pacto de Varsovia, convertidos hoy en dóciles aliados, como evidenció su alineamiento en las guerras de Afganistán e Iraq.
Se trata, por tanto, de una política de confrontación, que no deja mayores beneficios a Europa, al quedar reducida a instrumento de la aplicación moderna de la vieja teoría de Halford Mackinder, de impedir una alianza entre las dos mayores potencias terrestres europeas (Alemania y Rusia), en beneficio de la potencia marítima, ayer Gran Bretaña, hoy EEUU. El británico Mackinder, consciente de que una alianza germano-rusa sería fatal para el mantenimiento de la hegemonía inglesa en el mundo, propuso, por una parte, crear una serie de Estados-tapón entre ambos países (lo que EEUU ha conseguido con la adhesión de los Estados centroeuropeos a la OTAN) y, por otra, impedir el surgimiento de vínculos estratégicos y económicos entre Rusia y Alemania. La guerra fría actuó a favor de esa tesis y, con la desaparición de la URSS, EEUU creyó llegado el momento de aplicar esa teoría en Eurasia. Por ese motivo Ucrania se ha convertido en pieza esencial de un juego de porvenir incierto, en el que la UE es reducida a ficha de un tablero ajeno. En el mejor de los casos haría aún mayor la servidumbre europea respecto a EEUU y, en el peor, la haría escenario (y rehén) de una suma de conflictos étnicos y geopolíticos de extrema seriedad.
La alternativa sería sustituir la confrontación por la confluencia de intereses entre europeos y rusos, lo que implica asumir líneas políticas distintas -e independientes- de las que promueve Washington. El campo es vasto y ofrece beneficios incalculables a las dos partes, además de ser la mejor garantía para asegurar la paz y la seguridad en el continente europeo. Así pareció entenderlo el ex canciller alemán Gerhard Schroeder, alentador entusiasta de uno de los proyectos que más contribuirá a cambiar las relaciones entre Rusia y Alemania, como es la construcción del Gasoducto Noreuropeo. Este gasoducto permitirá el suministro directo de gas desde territorio ruso, obviando a Ucrania, que perderá, cuando entre en funcionamiento en 2010, su principal instrumento de presión sobre Rusia y la UE. Con toda razón, la publicación dominical Sonntag Allgemeine Zeitung afirmó que «el Gasoducto Noreuropeo cambiará las coordenadas políticas» de la región, reconocimiento de que esta obra trasciende los aspectos meramente económicos y energéticos.
Si se entiende que el poder es el control de la energía, el ascendiente de Rusia sobre Europa es más que patente. La crisis energética mundial, resultado de la voracidad de potencias emergentes, como China e India, y de la colosal inestabilidad de Oriente Medio, hace imprescindible que la UE garantice al máximo la estabilidad de los suministros. Rusia aparece como el aliado más natural y solvente, pero ello obligaría a los europeos a tomar en cuenta y satisfacer intereses preciados de Rusia en este continente y en sus proximidades.
Un primer paso es entender las preocupaciones geopolíticas y la perentoriedad de respetar las inquietudes rusas en sus áreas históricas de influencia, léase Ucrania, el Cáucaso y Asia Central. Otro es comprender que Rusia quiere ingresar como socio activo en sectores económicos, científicos y tecnológicos relevantes del espacio europeo, como EADS o la industria del acero. Hasta ahora, los europeos han reaccionado con reflejos de guerra fría, haciendo de la UE una tributaria de la OTAN, a la que, en vez de disolver, imitando el ejemplo del Pacto de Varsovia, han convertido en una máquina de guerra con pretensiones de gendarme mundial. Desde esos mismos reflejos se han opuesto -cuando no boicoteado- a las iniciativas empresariales rusas. Así, cuando el ingreso de la rusa Severstal en Arcelor, los europeos prefirieron finalmente a la antes denostada hindo-británica Mittal, lo que fue entendido en Moscú como una decisión antirrusa. El ingreso de Rusia en el accionariado de EADS ha provocado reacciones aún más negativas como si, en vez de ganar un socio, se hubiera infiltrado un enemigo. La desconfianza no es la mejor vía para ganar esos «socios fiables» de que habló la canciller Merkel, en la reunión en Francia.
Rusia posee una potente industria aeronáutica y espacial que interesa a Europa para ampliar sus actividades en ese campo -hoy por hoy, bastante limitadas- y que, a su vez, está necesitada de tecnología europea. EADS, sumergida en el presente en una de sus más graves crisis, recibiría una inyección multimillonaria si Rusia escogiera sus Airbus (y no los Boeing) para la renovación prevista de buena parte de la flota de Aeroflot, cifrada en 300 aeronaves. Si la aerolínea rusa se decidiera por EADS, ésta recibiría un espaldarazo notable, que aliviaría su crisis y mejoraría sus posiciones respecto a Boeing.
Conviene no olvidar que el mayor adversario de Europa en el sector aeroespacial es EEUU, no Rusia, y que es EEUU el rival a batir. Lo mismo puede decirse de otros sectores estratégicos para la UE, como el sistema satelital Galileo (cuyo primer satélite fue lanzado desde la base rusa de Baikonur), destinado a sustituir el sistema GPS controlado por EEUU, o la competencia de mercados en MERCOSUR o el sistema Quaero, alternativa europea al omnipresente buscador Google. Sin olvidar el sistema de espionaje ECHELON, creado por EEUU para espiar a la UE, respondido por ésta con el sistema SECOQC. En sentido opuesto, EADS adquirió el 10% de la empresa rusa Irkut, fabricante de los aviones SU-27 y SU-30, entre otros productos aeronáuticos, un ejemplo de colaboración a imitar. Podría afirmarse que, al menos en estos ámbitos, EEUU es el pasado y Rusia podría ser el futuro.
El fortalecimiento de la seguridad y la paz mundiales es otro campo fundamental de coincidencias, como se puso de manifiesto a raíz de la guerra contra Iraq. La convergencia de Francia, Alemania y Rusia fue un factor decisivo en la derrota política del gobierno Bush y en la no legitimación de aquella bárbara agresión, convertida en desastre. Incluso en términos egoístas, la UE necesita promover esa alianza. Para Europa, que recibe el 40% de su petróleo de Oriente Medio, es imprescindible mantener la región en paz, sobre todo porque su dependencia del petróleo musulmán seguirá aumentando, como lo ha señalado la propia UE. Para EEUU la dependencia no es tan perentoria, pues sus importaciones del golfo Arábigo-Pérsico representan sólo el 19% de su consumo total. Un conflicto mayor en la zona (por ejemplo, un ataque contra Irán) sacudiría a EEUU, pero para la UE supondría una catástrofe. De entrada, la obligaría a recurrir a Rusia para evitar el colapso energético de sus países y la bancarrota de su economía. En otras palabras, tanto para la paz como para la guerra, Europa seguiría necesitando de una alianza estratégica con Rusia.
En un mundo lleno de incertidumbres y con EEUU en declive, se precisan fuerzas capaces de proporcionar cordura y equilibrio y que, en lo inmediato, contribuyan a poner fin a la espiral de guerras y violencia abierta en 1999, con la guerra contra la desaparecida y mínima Yugoslavia. La UE, sola y dividida, no podría. En alianza con Rusia podría aportar estabilidad al mundo. En cualquier caso, iría contra sus propios intereses seguir reducida a instrumento de fracasados sueños de dominio mundial. Rusia, con sus 17 millones de kilómetros cuadrados y su enorme potencial material, científico y humano es una realidad insoslayable. Puesto que está allí y allí seguirá, cada vez más fuerte y recuperada del atroz gobierno de Yeltsin, lo más inteligente será tenerla de aliada. Así lo han entendido Francia y Alemania. Falta que lo entiendan los demás países. Buena parte del futuro europeo depende de su relación con el país más extenso del mundo.
* Profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid [email protected]