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La difícil disyuntiva que enfrentan los países latinoamericanos en su relación con China

Fuentes: Rebelión

Ponencia presentada en el IV Encuentro Latinoamericano Economía de las y los trabajadores, 21, 22 y 23 noviembre 2024, Paseo Cultural “Pedro Ignacio de Castro Barros”, La Rioja, Argentina

Altos funcionarios, diplomáticos y académicos participaron en el primer Foro de Desarrollo de China-América Latina y el Caribe, celebrado del 27 al 28 de agosto, e hicieron ver que el comercio bilateral está en expansión, además de que la región tiene menos déficit comercial con el país asiático.

«Ha habido un cambio drástico en la matriz del comercio bilateral entre China y América Latina y el Caribe. Es el primer socio comercial de América del Sur. El comercio con China es el que más crece en la región», afirmó durante su intervención en el foro Osvaldo Rosales, consultor del Sistema Económico Latinoamericano y del Caribe (SELA).

Desde comienzos del siglo XXI, el comercio entre las partes no ha parado de crecer, con un volumen anual que ha batido varios récords tras superar los 10.000 millones de dólares en 2000, 100.000 millones en 2007 y 400.000 millones en 2021.

Las políticas chinas también han tenido un impacto positivo sobre los flujos comerciales, dado que 22 de los 26 países -Brasil, México y Colombia son los tres ausentes de gran peso y las excepciones son Guatemala y Paraguay que siguen reconociendo al régimen de Taiwán-[1] que tienen relaciones diplomáticas con China habían firmado memorandos de entendimiento sobre la Iniciativa de la Franja y la Ruta hasta diciembre del año pasado. Aunque México mantiene pendiente una respuesta a la propuesta de concertar un TLC directo con Beijing, que está vetado por las cláusulas del T-MEC suscripto con Estados Unidos.

Delegaciones de muchos países latinoamericanos visitarán China este año, muy probablemente buscando cooperación e inversiones para el desarrollo industrial. Ayudará mucho para caminar hacia una diversificación industrial moderna que podamos tener la cooperación de China, que en este momento es la campeona mundial en materia de registro de patentes y nuevas tecnologías. Aunque esa no parece ser la política del gigante asiático.

Por otro lado, cuando EE UU empezó a endurecer la competencia con China, vio que en la región Pekín estaba haciendo todo tipo de acuerdos y financiando proyectos de infraestructura, con lo cual empezó a tener una línea más agresiva para defender lo que considera su “patio trasero”. El tema es que Washington ejerció más presión que seducción, y además China es inevitablemente un aliado comercial para todo el mundo, además de otras promesas de inversiones. Por lo cual, EE UU no puede revertir el avance de China en la región. Después están los que se ilusionan de que China pueda ser un aliado más benigno que Washington y, sin romper con este último, apuestan a profundizar los lazos con el primero. No creo que esta expectativa tenga mucho asidero. Después, hay otros que se ilusionan de que se puede “jugar” en la competencia entre EE UU y China, para sacarles concesiones a ambos. Esto puede dar beneficios de corto plazo. Por ejemplo, el gobierno argentino obtuvo financiamiento de China mientras negociaba con el FMI que aprobara el cumplimiento de metas para desembolsar plata del acuerdo vigente desde 2022. Pero hay otros temas donde más bien, lo que termina ocurriendo es que ambos competidores aprietan y no se los puede contentar a todos. Es el caso de las licitaciones del 5G, por ejemplo, donde o se beneficia a Huawei de China o se da preferencia a las firmas de EE UU y sus aliadas europeas.

China y el mundo “en desarrollo”

Para potencias emergentes como China, el llamado mundo ‘en desarrollo’ adquiere creciente importancia como destino de inversión, de aprovisionamiento de materias primas estratégicas y de asociación política. En diversas regiones, la asociación comercial con el gigante asiático ha ido profundizando un esquema económico reprimarizador que, aunque genera divisas y diversifica los vínculos exteriores permitiendo cierta toma de distancia respecto de la tradicional hegemonía de Estados Unidos, al mismo tiempo -tal como sucedió respecto de otras potencias desde fines del siglo XX- limita el desarrollo integral de las economías, intensificando la especialización en la producción de bienes primarios para mercados externos y abriendo paso a la extranjerización de sus estructuras productivas y financieras. En las últimas dos décadas, el carácter de las inversiones de China y el de su ‘cooperación para el desarrollo’ han sido examinados intensamente, especialmente a partir de la vorágine de endeudamiento externo en que diversos países de Asia, África y América Latina ingresaron respecto de China y de otros Estados e instituciones financieras internacionales, constituyendo un factor de limitación y deformación de los propios objetivos de desarrollo de esos países. Aunque con frecuencia se invoca la conocida tradición de unidad y solidaridad antiimperialista y antihegemonista con los países del ‘tercer mundo’ que la República Popular China (RPCh) sostuvo durante las tres décadas de su era socialista (1949-1978), en el presente esa recordación apunta más bien a velar el abandono de aquellas políticas y el profundo viraje que la dirigencia de Beijing practicó en su política exterior desde la ‘gran reversión’ de 1978.

Los países ‘en desarrollo’ siguen constituyendo un área decisiva de las relaciones internacionales de China, pero hoy lo son en un sentido radicalmente diferente. Tras el viraje capitalista iniciado por Deng Xiaoping en 1978, la nueva burguesía dirigente desechó las orientaciones fundamentales del período socialista. Anteriormente la China maoísta era, y se consideraba, parte de los países de un “tercer mundo” oprimido por las grandes potencias, y se unía a ellos en la lucha común contra el imperialismo y el hegemonismo. A partir de la ‘reforma y apertura’ de fines de la década de 1970, Beijing relegó el apoyo a los movimientos de revolución social y de liberación nacional, priorizó su propio crecimiento económico, y dejó de lado los cuestionamientos de fondo al orden internacional vigente. La dirigencia china se limita a objetar las tendencias unipolaristas de Washington, reclamando un ‘orden’ internacional no ‘sin’ polos de poder sino ‘multipolar’ en el que, mientras Estados Unidos sigue siendo la superpotencia militar, económica, política y financiera más agresiva y de mayor gravitación en el mundo, la dirigencia china pasó a reclamar un lugar eminente entre el puñado de poderes que rigen la ‘gobernanza’ mundial. A fines de la década de 1980, el término países ‘en desarrollo’ -un concepto económico y descriptivo-, reemplazaba ya en la terminología de relaciones internacionales de Beijing al de ‘tercer mundo’, un concepto eminentemente político que aludía al orden internacional regido por los grandes poderes mundiales en desmedro de los países oprimidos y dependientes al que, en las décadas de 1960 y 1970, confrontaban las corrientes tercermundistas opuestas a las dos superpotencias de la época, EE UU y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Aunque Beijing y muchos analistas de diversos países suelen subrayar las ‘peculiaridades chinas’ de las inversiones y préstamos de China y de su cooperación para el desarrollo, las prácticas de inversión, cooperación y ayuda de la potencia asiática hacia el mundo “en desarrollo” no muestran diferencias esenciales con las que practican las otras grandes potencias.

Más allá del intenso debate doctrinario existente acerca de si China es una potencia “integrada” al actual sistema internacional o si es, por el contrario, “revisora” del mismo, lo cierto es que, desde el viraje político y social de 1978, salvo genéricas recomendaciones para democratizar las relaciones internacionales acrecentando el rol de la ONU, la dirigencia de Beijing no hace cuestionamientos de fondo al actual “orden” mundial regido por las grandes potencias, en el cual asentó durante cuatro décadas su extraordinario crecimiento económico. Beijing es, además, parte constitutiva de ese “orden”, como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, miembro del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, etc.

Hasta inicios de la década de 2010, el éxito del gran empresariado estatal y privado de China se erigió sobre la explotación intensiva de la fuerza de trabajo y -especialmente desde inicios del siglo XXI cuando Beijing impartió a sus corporaciones la directiva oficial de ‘salir afuera’- sobre la enorme masa de ganancias e intereses provenientes de las inversiones y préstamos públicos y privados de China en los países y regiones ‘en desarrollo’. Adoptando e implementando las tesis liberales de la globalización, el multilateralismo y el libre comercio y los preceptos neoliberales de apertura, privatización y endeudamiento la clase dirigente convirtió a China en un gran centro manufacturero tecnológico global y se abrió paso en el reducido círculo de las grandes potencias mundiales. Mediante el llamado ‘poder blando’ -básicamente su poderío comercial, financiero e inversor, y el encanto diplomático que esas capacidades le permiten ejercer sobre las clases dirigentes y sectores de intelectuales y académicos-, la dirigencia post-1978 acompasó, en sucesivas etapas, sus relaciones internacionales y sus políticas exteriores al nuevo rol que la China de la reforma y apertura aspiraba a desempeñar en el mercado mundial y en el sistema internacional. La ayuda internacional de China ya no tendría como objetivo apuntalar la independencia económica y el auto sostenimiento industrial de los países oprimidos y dependientes. La retórica de la dirigencia de Beijing sobre el ‘desarrollo’ apuntaría más bien a que numerosos gobiernos de África, Asia y América Latina optaran por una estrategia de ‘alineación’ o ‘coordinación del desarrollo’ con la potencia asiática en base a la complementariedad de las estructuras primario-exportadoras de aquéllos con el poderío de China como gran mercado comprador de alimentos y materias primas, gran productor y proveedor de bienes industriales, de capital y tecnológicos, y fundamentalmente como gran inversor y financista en grandes obras de infraestructura, concebidas a su vez como indicadores de desarrollo.

El modelo chino de desarrollo para los países ‘en desarrollo’

La retórica del desarrollo es un eje central de las relaciones de China con los países de Asia, África y América Latina. En nombre de una política exterior pragmática y desideologizada, la diplomacia china cultiva lazos con las clases dirigentes nacionales y locales que le permiten acceder a recursos naturales, mercados y campos de inversión independientemente de la estructura social y régimen político de los países clientes. Por lo general en acuerdo o asociación con sectores poderosos de esas clases y gobiernos, Beijing destina sus inversiones y cooperación principalmente a grandes emprendimientos de infraestructura -centros urbanos, ferrocarriles, puertos, electricidad, petróleo-, y al desarrollo de industrias extractivas y de procesamiento primario de productos alimentarios o mineros requeridos por las industrias de punta de China y sostenidos con financiamiento público o privado de China. La recurrencia masiva de muchos países de Asia, África y América Latina a las inversiones y préstamos de las corporaciones chinas estatales y privadas para ese tipo de proyectos ha generado en muchos casos niveles de endeudamiento insostenibles, comparables a los generados por otras potencias o instituciones financieras internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el BM, a lo que suelen sumarse los sistemáticos desequilibrios en el comercio bilateral con China -tanto en volumen como en composición-; incluso en los casos de países cuya balanza comercial con China es superavitaria, esto se funda mayoritariamente en grandes exportaciones de petróleo, minerales o alimentos, lo que refuerza la especialización primario-exportadora de los países receptores y debilita su desarrollo industrial. Además, por esta misma estructura de la relación, en las importaciones de las naciones del ‘tercer mundo’ desde el gigante asiático tienen peso creciente los bienes de capital, casi siempre correlato de las propias inversiones y préstamos de China. De igual modo que en las demás regiones ‘en desarrollo’, las sistemáticas dificultades de los países del Asia-Indo-Pacífico para pagar los préstamos chinos y multilaterales se deben no sólo a circunstancias externas -guerra de Ucrania, inflación internacional, disrupciones comerciales por la pandemia. Según un informe elaborado conjuntamente por AidData, el Banco Mundial, la Harvard Kennedy School y el Instituto Kiel, China ha sido parte activa en el proceso de endeudamiento de los países en desarrollo, habiendo prestado en los últimos 20 años US$ 240.000 millones a 22 países principalmente en el marco de la IFR.

Casi el 60% de los países de bajos ingresos corren un alto riesgo de sobreendeudamiento o ya se encuentran en esa situación. En las últimas décadas, en esos y otros países del llamado mundo ‘en desarrollo’, las clases dirigentes no han promovido una modificación sustancial de esas estructuras, sino más bien su ‘adaptación’ a un modelo de desarrollo apalancado en la asociación estratégica con China. Aunque la inversión china aporta temporariamente en generación de empleo y en capacitación de la fuerza laboral, el objetivo de sus compañías no apunta a cimentar un desarrollo industrial independiente en base a la propiedad, la inversión, el desarrollo tecnológico y mayores márgenes de autonomía y autosostenimiento nacionales, sino a asegurar la rentabilidad de la inversión, a capacitar a los trabajadores en el manejo de la tecnología china, o a implantar industrias sólo complementarias de las empresas de tecnologías avanzadas instaladas por China.

Endeudamiento

Entre los académicos y analistas de las relaciones del mundo ‘en desarrollo’ con la potencia asiática, la cuestión del endeudamiento hacia las entidades estatales y privadas de China es interpretada de modo divergente. La versión oficial de Washington es que Beijing practica una “diplomacia de trampa de la deuda”, sugiriendo con ello una política deliberada del Estado chino con el fin de reducir a los países receptores a la dependencia. Ese relato, en verdad, no hace más que proyectar sobre China las prácticas habituales que ejercen sobre los países acreedores del ‘tercer mundo’ las grandes potencias de ‘Occidente’ y las instituciones financieras internacionales: en Asia, África y América Latina éstas promueven -frecuentemente a través de sus socios e intermediarios dentro del aparato estatal y económico local- sus propios programas de inversión, cooperación o ayuda, igualmente basados en préstamos y financiamiento externo. Las potencias e instituciones imperialistas utilizan los problemas de endeudamiento de los países ‘en desarrollo’ para imponer condicionamientos de política interna (los conocidos planes de ajuste estructural, privatizaciones, recorte de servicios públicos, etc.) y para intervenir políticamente en ellos en detrimento de su independencia y soberanía, a fin de consolidar y profundizar su dominación y asegurarse su adhesión a las estrategias del ‘Occidente’ liderado por Washington.

En comparación con estas prácticas, los préstamos y financiamientos de China presentan ciertamente diferencias, pero también similitudes de fondo. Si bien en la letra los préstamos y financiamientos chinos no imponen garantías políticas de pago -por ejemplo, ajustes del presupuesto público monitoreados por el FMI-, sus prácticas habituales evidencian otros condicionamientos y exigencias -de carácter económico pero con claras implicancias políticas-: compromiso de utilizar empresas constructoras, insumos y tecnología chinas, y a veces incluso técnicos y trabajadores chinos; aprobación de proyectos nuevos o en cartera; contratos que incluyen cláusulas de “incumplimiento cruzado” según las cuales la interrupción de un proyecto en construcción conlleva el cese del financiamiento y ejecución de otros proyectos de China en curso o en cartera en el país.

En cuanto a los planes chinos de “alivio de la deuda”, en 2021 la mayor parte de los préstamos chinos “de emergencia” -es decir a países con problemas de pago- fueron a tasas altas y en yuanes. Las tasas elevadas sirven a los bancos chinos para compensar los impagos de otros deudores, descargando por anticipado sus potenciales pérdidas sobre los nuevos tomadores de préstamos. Los préstamos y swaps en yuanes son sólo utilizables para pagar deuda a China o para pagar compras de bienes y servicios a China; apuntalan, así, tanto el comercio exterior de China como el objetivo político de Beijing de desplazar el dólar como moneda de referencia y avanzar en su política de internacionalización del yuan (de hecho, países como Mongolia y Argentina ya tienen gran parte de sus reservas en yuanes).

Muchos gobiernos de los países ‘en desarrollo’ consideran las inversiones y préstamos chinos como una plataforma para el desarrollo, e incluso como una vía exitosa de emancipación económica y política de la influencia estadounidense o europea. Sectores intelectuales y académicos de esos países comparten este enfoque e interpretan que la versión sobre una ‘trampa de la deuda’ de China es sólo resultado de las acusaciones interesadas de voceros de Washington.

Entre 1993 y 2018 Brasil, Venezuela, México, Argentina, Perú, Chile, Costa Rica, Ecuador y Bolivia establecieron ‘asociaciones estratégicas’ con China. Entre 2012 y 2019 las asociaciones con Brasil, México, Perú, Argentina, Venezuela, Chile y Ecuador fueron elevadas a la categoría de ‘integrales’, trascendiendo el marco económico e incluyendo aspectos políticos, culturales y de coordinación en temas como el cambio climático, la producción alimentaria y la ‘seguridad’.

En ambas direcciones se sucedieron visitas gubernamentales del más alto nivel. En 2004 China obtuvo estatus de observador en la Organización de Estados Americanos (OEA), y en 2008 se integró al Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Beijing intensificó sus vínculos con organizaciones regionales como el Mercosur y la Comunidad Andina, y en 2015 se constituyó el Foro China-CELAC (Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe). Numerosos foros, consejos y comités empresariales chino-latinoamericanos vinculan y asocian los intereses de parte del empresariado de países de ALC con sus pares y con los círculos gubernamentales de China.

También contribuyen al intercambio desigual las políticas de Beijing dirigidas a promover el desarrollo industrial propio (la harina de soja argentina fue desplazada por el desarrollo de la industria de trituración que el gobierno chino impulsa desde los ’90, sustituyendo las importaciones de ese derivado industrial desde Argentina por soja no elaborada). Esto dificulta a los exportadores regionales de bienes elaborados el acceso al mercado chino, y a su vez empuja a los sectores terratenientes y empresariales de la región ligados a la producción de bienes primarios a presionar a los gobiernos para que abran los mercados regionales a las manufacturas chinas, como ha hecho el gobierno de Ecuador atendiendo a las presiones de las compañías bananeras.

Pese a la existencia de foros regionales de discusión con China como el Foro China-CELAC, la cooperación regional es muy limitada, y las relaciones de China con los países de la región siguen siendo principalmente bilaterales de una “diplomacia de trampa de la deuda” de China, sino de un “desarrollo de trampa de la deuda”.

Es notable el contraste con las políticas que la China popular mantuvo hacia los países del ‘tercer mundo’ -incluidos los latinoamericanos- durante la era maoísta. A título de ejemplo: en marzo de 1971 durante su visita a Beijing, Carlos Altamirano, emisario extraoficial de la cancillería de Chile bajo la presidencia del socialista Salvador Allende, recibió seguridades de ayuda financiera que un mes después se concretarían en el acuerdo de intercambio y cooperación firmado con el ministro de Economía Pedro Vuskovic: un convenio muy modesto y acorde con las posibilidades de la China socialista de entonces, complementado posteriormente por varios acuerdos de préstamo y crédito firmados en enero de 1973 con el canciller Clodomiro Almeyda, en condiciones ventajosas y destinados al desarrollo de la pequeña y mediana industria. Durante la negociación de esos apoyos, los funcionarios chinos insistieron en sus consejos de moderación y austeridad, sugiriendo a sus pares chilenos persistir en el camino de la independencia y el autosostenimiento financiero. Por esos años la República Popular China buscaba desarrollar entre los países pobres un nuevo tipo de cooperación, basado no en la concesión de créditos externos sino en la solidaridad económica, comercial y política.

El caso de las represas sobre el río Santa Cruz en Argentina

El proyecto de las represas sobre el río Santa Cruz, motivado por la urgencia argentina por diversificar la matriz energética, no sólo es la obra pública más grande licitada por Argentina en los últimos 25 años, sino también la mayor inversión realizada por China en el extranjero en ese momento. Al mismo tiempo, este proyecto ha sido calificado como un emblema de la alianza estratégica integral entre Argentina y China, lo que lo torna especialmente relevante para comprender la naturaleza de este vínculo. Las relaciones de poder que emergen entre los capitales chinos y el gobierno argentino confieren a los primeros una influencia decisiva en el diseño e implementación del proyecto. Como resultado, los objetivos financieros de China, vinculados a garantizar el cumplimiento de las condiciones del préstamo, adquieren preponderancia en la obra. Ello reconfigura las formas de control de la naturaleza, lo que es acompañado de severas implicancias ambientales que ponen en cuestión el aporte de la iniciativa hacia la transformación de la matriz energética, al tiempo que se acentúan las asimetrías de poder.[2]

El acuerdo con Argentina por el financiamiento condensó de modo más explícito las asimetrías de poder desde que los bancos introdujeron una cláusula de cross-default. Esta cristalizó el limitado margen de maniobra de Argentina frente a los bancos, ya que implica que cualquier riesgo a la ejecución de las represas comprometerá el financiamiento del ferrocarril Belgrano Cargas, otro proyecto clave en el país.

Las represas en el Río Santa Cruz exponen claramente que las asimetrías de poder entre el nuevo líder en el desarrollo y financiamiento hidroeléctrico y un país en crisis, dependiente del financiamiento externo, permean la ejecución del emprendimiento.

La principal expresión de esto es la amenaza del cross-default, que somete a Argentina a los intereses financieros y las presiones de China, a través de sus bancos. No obstante, vale destacar que la asimetría entre las partes se evidencia asimismo en el esfuerzo activo de Argentina, guiada por el consenso de Beijing, en facilitar la ejecución de las represas, incluso desestimando cualquier evaluación ambiental que pudiera obstaculizar la obra.

En definitiva, los graves impactos socioambientales que conllevan las mega-represas financiadas por China en diferentes países latinoamericanos ponen en cuestión su sustentabilidad y su contribución a una matriz energética verde. Más aún, en Argentina, la endeblez de los estudios no sólo permitió el avance de una obra potencialmente destructiva para el ambiente, sino que paradójicamente ocultó los riesgos geológicos y sísmicos que amenazan la obra. El desplazamiento del suelo y la grieta en una de las represas exponen que las tensiones en la obra están lejos de desaparecer y, por lo tanto, que el poder de China continuará expresándose.

Todos los tratados que ha promocionado China acrecientan la subordinación económica y la dependencia. El gigante asiático afianzó su estatus de economía acreedora, lucra con el intercambio desigual, captura los excedentes y se apropia de la renta.

China no actúa como un dominador imperial, pero tampoco favorece a Latinoamérica. Los convenios actuales agravan la primarización y el drenaje de la plusvalía. La nueva potencia no es un simple socio y tampoco forma parte del Sur Global. Su expansión externa está guiada por principios de maximización del lucro y no por normas de cooperación.

Beijing amolda los acuerdos con cada país de la región a su propia conveniencia. En Perú y Venezuela concertó asociaciones con empresas estatales. En Argentina y Brasil optó por la compra de compañías ya asentadas. En Perú se ha convertido en un gran jugador del sector energético-minero. Maneja el 25% del cobre, el 100% del mineral de hierro y el 30% del petróleo. Esa flexibilidad de tratados con cada país es determinada en China por rigurosos cálculos de beneficio.

Conclusión

Las rivalidades y acuerdos entre las potencias dificultan las posibilidades de un desarrollo industrial diversificado y autónomo y de una mayor integración de la región, y a la vez, a través de sus vínculos internos dentro de las clases dirigentes de los diversos países, contribuyen a la inestabilidad del escenario político regional y a la imposibilidad de adoptar políticas conjuntas frente a un escenario mundial disputado.

Un potencial desemboque conflictivo de la pulseada en curso entre las grandes potencias precipitaría a su vez en la región las presiones, divisiones y pugnas intra e internacionales en favor de viejos o nuevos alineamientos estratégicos.

América Latina necesita una estrategia propia para retomar su desarrollo y crear los cimientos de un rumbo autónomo. Estos pilares pueden sintonizar, pero no convergen espontáneamente con la política exterior de China. El gigante asiático es un potencial socio de ese desenvolvimiento, pero no un aliado natural y resulta indispensable registrar esas diferencias observando lo ocurrido en otras zonas del planeta.

Notas

[1] Los aliados restantes de Taiwán en ALC a principios de 2023 son Belice, Haití, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía y San Vicente y las Granadinas. Santa Lucía reconoció a la República Popular de 1997 a 2007 antes de volver a reconocer a Taiwán.

[2] La demanda de energía para alimentar el crecimiento económico estimuló un extraordinario desarrollo y expansión del sector hidroeléctrico en China. Con la mitad de las represas construidas en el mundo ubicadas dentro de su territorio, China adquirió un liderazgo en hidroelectricidad que progresivamente se extendió más allá de sus fronteras. Mientras que en la década del 2000 las fuentes fósiles fueron el destino prioritario de las inversiones chinas en energía en el exterior, desde 2012 se aceleran los proyectos en energías renovables, encabezados por la hidroelectricidad. Muestra de ello es que en 2016 el 60% de las inversiones chinas en energía en todo el mundo se concentraron en carbón, gas y petróleo, en tanto que el sector hidroeléctrico recibió un 23% de ese total. Tras él se ubicaron la energía eólica (9%) y solar (4%). Otro indicador del avance de China en el desarrollo hidroeléctrico en el mundo es que antes del 2000 sólo había tres represas de construcción china fuera de ese país. En cambio, en 2019 las empresas chinas estaban invirtiendo y construyendo alrededor de 320 represas en 140 países. Estos proyectos se concentraron en el sudeste asiático, seguidos de África, América Latina, Europa y Asia Central, con una predilección por los países de bajos ingresos que ingresaron a la IFR.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.