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La Europa desalmada

Fuentes: Rebelión

>Más de mil doscientos africanos murieron ahogados en las aguas del Mediterráneo en los cinco días que van del 15 al 19 de abril del presente año. Venían huyendo de los conflictos armados, de los países destruidos por las guerras de invasión imperialista, del hambre y de la pobreza generadas por décadas de saqueo neocolonial. […]

>Más de mil doscientos africanos murieron ahogados en las aguas del Mediterráneo en los cinco días que van del 15 al 19 de abril del presente año. Venían huyendo de los conflictos armados, de los países destruidos por las guerras de invasión imperialista, del hambre y de la pobreza generadas por décadas de saqueo neocolonial.

Cementerio flotante

Al amanecer del pasado 19 de abril, lanchas de rescatistas navegaron esquivando los 800 cadáveres que flotaban en el mar. Buscaban sobrevivientes. Sólo lograron salvar a 28 de los desesperados pasajeros que habían partido 24 horas antes de las costas de Libia. Cuatro días atrás, la cifra de muertos sumaba cuatrocientos frente a las costas de Calabria, al sur de Italia. En total, grosso modo, unos mil doscientos muertos fue la cosecha macabra de esa semana.

No obstante, esto es apenas un episodio de un torturante goteo de muerte. El número de víctimas se multiplica. Un goteo diario deja sembrado de muerte los desiertos, el fuego cruzado, las persecuciones y toda clase de violaciones de derechos humanos a lo largo de un continente sufrido, víctima de todos los desmanes. Se calcula que el año pasado murieron tres mil quinientas personas intentando cruzar el Mediterráneo, un promedio de diez personas cada día.

Europa ha blindado sus fronteras terrestres a África y dificultado las vías legales de acceso a su territorio desde ese continente. De esta manera, obliga a las desesperadas víctimas de la guerra y el hambre a la migración por el mar. Además de las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla, escenarios de las crueles prácticas de repatriaciones en caliente y del doloroso espectáculo de hombres sin esperanzas en lo alto de tres cercas de protección, España ha contado con la eficiente colaboración de las autoridades marroquíes para frenar el flujo de los desplazados subsaharianos que huyen del hambre, las enfermedades y la violencia. Otros países con mucho menos recursos y más dificultades que Europa han tenido que asumir gran parte de la tragedia. En Turquía hay millón y medio de refugiados, en Libia un millón y en Jordania seiscientos mil. La suma de todos los países europeos durante 2014 fue de 218.000.

La respuesta europea

La dimensión del drama golpea las conciencias. Zeid Ra’ad Al Hussein, jefe de Derechos Humanos de la ONU, acusa: «Europa está dándole la espalda a algunos de los inmigrantes más vulnerables del mundo y se arriesga a convertir el Mediterráneo en un vasto cementerio».

Los Jefes de Estado y de Gobierno de Europa, presionados por la opinión pública de sus países, se han visto obligados a reunirse en Bruselas el pasado 23 de abril. En una muestra incomparable de cinismo, al tiempo que guardan un minuto de silencio por las víctimas de los naufragios, deciden incrementar sus esfuerzos, no para salvar vidas en el mar, sino para reforzar y hacer impenetrables las fronteras europeas.

Y van a más: Apuntan a la destrucción de las embarcaciones que llevan refugiados a Europa. ¿Cuáles embarcaciones? Las que la mafia compra o roba a los pescadores libios arruinados por la guerra.

«La solución está en África», dicen. Y cuando se esperaba que formularan planes para aliviar el hambre y la guerra generadas por la invasión a Libia, por la desestabilización de Siria y por el sin fin de conflictos promovidos al vaivén de los intereses imperialistas, anuncian que van a combatir las «mafias de los traficantes de inmigrantes». Aparece entre los argumentos, aunque usted no lo crea, la idea de que el salvamento de naves en zozobra tiene un «efecto llamada» sobre quienes se aventuran a cruzar el Mediterráneo: la certeza de que serán socorridos y salvados y, en consecuencia, incentivaría nuevos intentos.

La parola vergogna

Esta palabra, curiosamente, hermana al Papa Francisco, al filósofo Jean-Paul Sartre y al revolucionario Carlos Marx.

«Me viene la palabra vergüenza… Es una vergüenza», dijo el Papa Francisco ante la imagen terrible de 360 cadáveres africanos en las playas de Lampedusa el 3 de octubre de 2013. «Vergüenza», dijo Sartre, en el Prólogo al libro Los condenados de la Tierra de Frantz Fanon, para referirse al sentimiento de pena que despertaba en los europeos la conciencia del daño que le había infringido Europa a la sufrida África durante siglos de colonialismo y explotación.

Marx, quien se sitió avergonzado de los atropellos que hacía el Estado alemán a la libertad y a la democracia, había dicho, sin embargo: «La vergüenza es un sentimiento revolucionario».

Porque quien se avergüenza -de su pasado, de sus actos o de sus omisiones- adquiere conciencia de su responsabilidad. De allí surgiría la decisión de enmienda, el deseo de remediar los males y la acción para construir otra realidad.

Pero en Europa no hay vergüenza. Por lo menos, entre las clases dirigentes que toman las decisiones. No hay sensibilidad ni humanismo. El que hay, como dijo Sartre, es un humanismo racista que «no ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos… Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje… Nuestros caros valores pierden sus alas; si los contemplamos de cerca, no encontraremos uno solo que no esté manchado de sangre».

La esperanza, una vez más, es el pueblo. Asumir la vergüenza y la lucha. Inundar las calles con la voz de los oprimidos y crecer en la solidaridad y en la conquista de otro mundo posible. Acabar con el imperialismo, esa forma de relación expoliadora que establecen los centros de poder mundial para saquear a los pueblos y condenarlos a la dominación y la miseria.


Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.