¿Es esta la única Europa posible? ¿La Europa de los recortes del incipiente estado del bienestar? ¿La Europa que quita competencias a los gobiernos y a los parlamentos estatales para traspasarlas a instituciones carentes de legitimidad democrática? ¿La Europa que tolera los recortes del estado de derecho para las minorías, como sucede en las repúblicas […]
¿Es esta la única Europa posible? ¿La Europa de los recortes del incipiente estado del bienestar? ¿La Europa que quita competencias a los gobiernos y a los parlamentos estatales para traspasarlas a instituciones carentes de legitimidad democrática? ¿La Europa que tolera los recortes del estado de derecho para las minorías, como sucede en las repúblicas bálticas? ¿La Europa que permite que uno de sus miembros, Hungría, plantee volver a implantar la pena de muerte?
Es la Europa conservadora de Jean-Claude Juncker, Donald Tusk, Angela Merkel o David Cameron, la que pretende imponer sus políticas por encima de la soberanía popular, la que hace unos meses amenazaba más o menos sutilmente el pueblo griego para que no votara Alexis Tsipras y Syriza en las recientes elecciones del país heleno.
Es la Europa neoliberal que apoya y comparte la política imperialista de Estados Unidos, que ha provocado la caída de numerosos regímenes considerados «enemigos», pero también la muerte de miles de personas inocentes, para acabar cayendo a menudo en el caos más absoluto, como ocurre actualmente en Libia o en las zonas controladas por el Estado Islámico. Una política imperial que ha provocado demenciales reacciones anti-occidentales como los atentados del 11-S en Nueva York (2001), del 11-M en Madrid (2004), de Londres en 2005 o de París más recientemente.
Lamentablemente, es la Europa conservadora y neoliberal a la que socialdemocracia se ha acabado adaptando, una socialdemocracia cada vez más alejada de su ya muy descafeinada tradición de izquierdas, como demostró hace unos años la «tercera vía» de Toni Blair y el llamado «Nuevo Laborismo». Una tercera vía especialmente compartida hoy por el Partido Democrático italiano, un revoltijo de excomunistas «arrepentidos» y democrata-cristianos desorientados que ya hace unos años afirmaban, a través Walter Veltroni (su líder en ese momento), que eran «reformistas, no de izquierdas».
No es casualidad que otro de sus líderes, el defenestrado primer ministro Enrico Letta, comparta actos con Josep Antoni Duran Lleida, o que Matteo Renzi haya gobernado a menudo con el apoyo de la derecha y haya conseguido recientemente la aprobación de una reforma electoral dudosamente democrática, con el rechazo de toda la oposición e incluso de una parte significativa de su propio partido.
Esta nueva «tercera vía» social-liberal ya cuenta con un referente internacional, la Alianza Progresista, una organización fundada hace poco más de dos años por socialdemócratas alemanes, laboralistas británicos, demócratas italianos y demócratas estadounidenses, y que pretende sustituir la ya muy desacreditada, dentro del ámbito de la izquierda, Internacional Socialista.
Pero eso es cada vez más necesario reforzar y consolidar la izquierda alternativa en todo el continente, hoy agrupada especialmente entorno al Partido de la Izquierda Europea. Una izquierda plural, heredera de acontecimientos tan diversos, e incluso aparentemente tan contradictorios, como la revolución francesa, la revolución de octubre, la lucha contra el nazismo y el fascismo, la primavera de Praga, el mayo francés, la revolución de los claveles o la caída del muro de Berlín.
Hace ya muchos años, incluso bastante antes de que cayera el muro de Berlín, numerosas personas que nos reivindicamos inequívocamente de izquierdas acabamos reconociendo el fracaso de aquel modelo, el llamado «socialismo real». Ahora lo que hace falta es que también mucha gente, del Este o del Oeste, se dé cuenta del fracaso sin paliativos del «capitalismo real».
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