Desde hace algún tiempo Grecia ocupa lugar prominente en todos los medios de comunicación. Siguen con interés la batalla que libra el gobierno del primer ministro, Alexis Tsipras, para salir de la profunda crisis económica heredada de administraciones anteriores y lograr un acuerdo justo en una difícil negociación con la llamada Troika, formada por el […]
Desde hace algún tiempo Grecia ocupa lugar prominente en todos los medios de comunicación. Siguen con interés la batalla que libra el gobierno del primer ministro, Alexis Tsipras, para salir de la profunda crisis económica heredada de administraciones anteriores y lograr un acuerdo justo en una difícil negociación con la llamada Troika, formada por el Fondo Monetario Internacional, la Unión Europea y el Banco Central Europeo.
Ese acuerdo no puede ser en los términos leoninos que exigen los acreedores, imponiendo mayores recortes a los salarios, la pensiones y los gastos sociales, es decir, con más neoliberalismo, más capitalismo salvaje, más sacrificios para el pueblo heleno. En un gesto sin precedente, Tsipras convocó al electorado a pronunciarse y lo exhortó a votar No, a rechazar las exigencias europeas.
La Europa que se dice democrática, sus gobiernos, la mayoría de sus dirigentes políticos y su gran prensa multiplicaron las amenazas tratando de infundir temor y lograr una mayoría a favor de la aceptación de las terribles condiciones de los prestamistas. Todas las fuerzas políticas y mediáticas helenas, responsables de la bancarrota financiera y que integran la oposición al nuevo gobierno -el cual tiene apenas cinco meses en el poder- se sumaron a la campaña del miedo, llamaron a votar Sí tratando de hacer creer a los griegos que no había alternativa: acatar el úkase europeo o hundirse en el abismo.
Todas las encuestas de opinión de agencias supuestamente especializadas en la materia, repetían que el criterio de la población estaba dividido en dos mitades y en víspera de la votación anunciaban una mayor inclinación a favor del Sí.
El domingo 5 de julio, pese a todo, el pueblo griego dio una impresionante demostración de dignidad, valor y lucidez votando por el No más del 61% de los que concurrieron a las urnas, superando en más de veinte puntos a los que no se atrevieron a resistir. Es una victoria cuya significación trasciende las fronteras helénicas. ¿Qué sucedería en otros países europeos si sus gobernantes se atreviesen a consultar la opinión del pueblo respecto a sus programas neoliberales? ¿Cuántos gobiernos del viejo continente cuentan con un margen de apoyo semejante?
Obviamente este impresionante resultado no pone fin a la crisis. Habrá que seguir negociando con la famosa Troika, acostumbrada a imponer su poderío a puertas cerradas. Pero los griegos se han ganado la solidaridad y la gratitud de todos los que creen que un mundo mejor es posible.
Al mismo tiempo, otra crisis estallaba en el Mediterráneo americano. El gobernador García Padilla, de Puerto Rico, declaró que la isla enfrenta una situación financiera insostenible y no puede pagar su deuda. Sus palabras se sustentan en informes recién publicados en Estados Unidos y confirman lo que muchos puertorriqueños ya sabían, pues lo sufren en carne propia. Ya en 2013 el Washington Post hablaba del hundimiento económico de la isla y The Economist se refería a ella como la «Grecia del Caribe».
La situación puertorriqueña es particularmente difícil. No puede declararse en bancarrota, como hizo, por ejemplo, Detroit y acogerse a la legislación federal correspondiente, porque no forma parte de la Unión Norteamericana. Tampoco puede adoptar medidas elementales para defender su economía -como sería, para mencionar una, diversificar los medios de su transporte comercial- porque las leyes de cabotaje la obligan a emplear sólo la costosísima marina mercante norteamericana. La lista de acciones que un país enfrentado a tal crisis emprendería es larga, pero están fuera de su alcance. Simplemente porque Puerto Rico no es un Estado soberano. Es una colonia de Estados Unidos. En palabras del congresista federal Luis Gutiérrez: «Como Puerto Rico es una colonia, ni podemos ir a la comunidad internacional a pedirle ayuda al Banco Mundial o al FMI, pero Washington no está asumiendo sus responsabilidades como el poder colonial». Hace tiempo lo definió con claridad meridiana el Tribunal Supremo de Estados Unidos: «Puerto Rico pertenece a pero no es parte de Estados Unidos».
Atrapadas en esa triste condición, a las autoridades del patéticamente llamado «Estado libre asociado» sólo les queda pedir una solución a quienes los gobiernan desde Washington. La situación puertorriqueña no atrae grandes titulares de primera plana ni provoca apresuradas consultas de jefes de Estado. Como posesión norteamericana, Puerto Rico carece de soberanía propia y está sujeta completamente a la autoridad del Congreso Federal, que puede actuar libérrimamente como y cuando tenga a bien hacerlo. Ese Congreso no ha mostrado mucha sensibilidad por las necesidades más apremiantes del territorio.
En noviembre de 2012 en Puerto Rico hubo también un referéndum en el que la mayoría absoluta del pueblo repudió expresamente su actual estatus colonial. La cifra habría sido significativamente mayor, pues fueron muchos miles quienes se vieron privados de su derecho a votar. Los boricuas dieron también un ejemplo admirable exigiendo respeto a sus derechos soberanos en las condiciones más adversas. Han pasado más de dos años y Washington sigue ignorando ese reclamo.
Ahora todos reconocen la bancarrota de un sistema rechazado por el pueblo. ¿Habrá respuesta esta vez?
Publicado en «Punto Final», edición Nº 832, 10 de julio, 2015