A casi seis meses de haber tomado posesión de su cargo, Nayib Bukele ha dejado clara la orientación ideológica de su gobierno. Pese a que su retórica se ha cimentado sobre el esfuerzo de convencer a la población de estar situado fuera del extremo binomial «derecha-izquierda», sus decisiones y las líneas de su gobierno ya […]
A casi seis meses de haber tomado posesión de su cargo, Nayib Bukele ha dejado clara la orientación ideológica de su gobierno. Pese a que su retórica se ha cimentado sobre el esfuerzo de convencer a la población de estar situado fuera del extremo binomial «derecha-izquierda», sus decisiones y las líneas de su gobierno ya ponen en evidencia el sentido tradicional bajo el cual su gestión se conduce. Estamos ante la presencia de un político clásico, marcado por el pragmatismo y la complacencia hacia el poder. Prueba de ello es el contraste entre el discurso del político que aspira a conquistar el poder «contra viento y marea», y el político que una vez que se ha hecho con el ejecutivo apaga la luz, dando el juego por finalizado, para proclamar el momento de la reconciliación con «los mismos de siempre».
Es verdad que el caso carece de novedad. En momentos de crisis, las élites se permiten crear outsiders con el propósito de engañar a la población, evitando que el descontento se conduzca por derroteros que atenten contra sus privilegios. Casos como el de Ecuador, Francia o España, para mencionar solo algunos, evidencian la enorme capacidad de los poderosos para crear figuras políticas, crear narrativas y apropiarse de demandas legítimas de la población para mantener el control del gobierno en sociedades formalmente democráticas.
En nuestro país ahora mismo gobierna una persona que prometió nada menos que hacer que los ricos pagaran más impuestos, desarrollar un sistema de salud público de calidad y luchar, en las calles si era necesario, por dotar a la Universidad de El Salvador de un mayor presupuesto. Los pasos dados hasta ahora, han ido en la dirección opuesta. Un gobierno no puede complacer a todo el mundo, tiene que elegir entre proteger a la población vulnerable o mantener y fortalecer los privilegios de los ricos. En uno o en otro caso el estado es un poderoso instrumento; el único con el que cuenta la población mayoritaria, para hacer frente a las injusticias que la agobian cotidianamente. Los poderosos pueden contar con otros mecanismos proporcionados por su fortuna para defender sus intereses.
El estado, en consecuencia, es una herramienta valiosa de la cual se puede disponer para aliviar el sufrimiento de los más desfavorecidos. Justamente este sentido democrático y de mayoría, es el que Nayib abandona cuando enuncia que «el mejor programa social es el empleo» asumiendo como la principal tarea de su gobierno el crear las condiciones adecuadas para la «Inversión y el desarrollo económico». Con esta terminología, tomada del lenguaje empresarial, el presidente anuncia el carácter clasista de su gobierno, dando por finalizadas las expectativas de aquellos que vieron en él una figura capaz de dirigir un gobierno progresista que resolvería la desesperada situación que agobia a los salvadoreños. En lugar de desarrollar un sistema de salud pública de calidad, se habla ahora de crear condiciones propicias para la inversión, en lugar de fortalecer la Universidad pública, se asumen las exigencias empresariales para la apuesta educativa, en lugar de convertir la justicia fiscal en el eje para vertebrar un gobierno progresista que amplíe los derechos sociales y disminuya la desigualdad, se sigue abusando del crédito y recortando subsidios.
En definitiva, el camino trazado por el gobierno se mueve enteramente en la órbita del capitalismo neoliberal. Así lo confirman los elogios que, cada vez con mayor fuerza, recibe de los sectores empresariales, los únicos con los que el presidente se ha sentado en una mesa, en contraste con la distancia que mantiene con los sindicatos, las asociaciones estudiantiles, los colectivos de mujeres e incluso con su propio partido Nuevas Ideas. Y esto en un país en el que según Oxfam 160 personas acumulan el 87% de la riqueza, dos personas poseen un patrimonio tres veces más alto que el presupuesto de la nación. Un país que es defraudado cada año con aproximadamente $1.200 millones de dólares en concepto de elusión fiscal y casi $700 millones en evasión y en el que cada año los multimillonarios incrementan su patrimonio mientras el nivel de vida de la población se deteriora incesantemente.
Bajo estas condiciones, un gobierno sensato pondría en marcha una reforma fiscal a fin de hacer más justa y equitativa la estructura tributaria del país; combatiría la evasión y elusión fiscal y gravaría impuestos al extraordinario patrimonio de las grandes fortunas. A pesar de que todo esto fue prometido en campaña, el actuar del gobierno sugiere el abandono de cualquier perspectiva encaminada en esta dirección. Al contrario, el gobierno capitula ante una agenda puramente empresarial, mientras recorta subsidios, programas sociales y confiesa su voluntad de renunciar a proteger a los más necesitados, trasladando esa responsabilidad a los empresarios. Atrás quedaron las promesas electorales de hacer pagar a los que más tienen, combatir el fraude fiscal, gravar bienes de lujo. La dirección del gobierno sigue el mismo guion de siempre: servir al poder y castigar a los más desfavorecidos.
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