Ya es un consenso desmesurado que vivimos en tiempos de antipolítica, fundada por el desfachatado dictador Fujimori en el mismo momento que consolidó la política económica neoliberal. Acusar a los «partidos, y políticos tradicionales» como los culpables de la debacle del aparato estatal, generó un concierto de argucias y estratagemas que lograron instalarse en el […]
Ya es un consenso desmesurado que vivimos en tiempos de antipolítica, fundada por el desfachatado dictador Fujimori en el mismo momento que consolidó la política económica neoliberal. Acusar a los «partidos, y políticos tradicionales» como los culpables de la debacle del aparato estatal, generó un concierto de argucias y estratagemas que lograron instalarse en el imaginario colectivo como la premisa fundamental de donde, luego de más de veinte años, girondinos y jacobinos, izquierdas y derechas, usan indistintamente este instrumental para definir procesos, establecer debates y propinar diatribas basadas consiente o inconscientemente en esta imposición simbólica: la antipolítica.
Los políticos de «carrera», los que provenían de «partidos tradicionales», aquellos que tenían escuela y responsabilidad política frente a su partido y respondían por sus actos ante su organización, estaban, o quedaron fuera de juego. Era el tiempo de los emprendedores, de los profesionistas, de los industriosos, de los hombres y mujeres de éxito; la única exigencia era que no tuviera un pasado político en su haber. Los improvisados y espontáneos, los intuitivos y cándidos, fueron desde entonces la mejor opción en los sufragios. La política, de repente, se convirtió en experimentación, en terreno de ensayo, el ensayo-error se tornó en el acicate cardinal de nuestras decisiones electorales.
Antes del establecimiento de esta moda de la antipolítica, el ejercicio democrático apenas era un boceto en nuestras mentalidades de fin de siglo; estábamos en pleno proceso de aprendizaje de formas y contenidos de participación, que aún no lográbamos ni institucionalizar, ni internalizar por completo. Cuando se vino la avalancha de la antipolítica, todos de una forma u otra nos hicimos de aquella cultura inopinada, con prácticas candorosas que escondían pasivos monstruosos y aberrantes.
Veinte y más años han transcurrido desde entonces, las consecuencias han sido disímiles y hoy se miden por cientos los casos de corrupción por ignorancia, por avaricia, o por pensar que la cosa pública es la extensión de la inversión privada que uno puede hacer, para hacerse de ésta. Esta secuela, puede ser la más preponderante, pero no es la única. Lo peor de este tipo de ejercicio de la democracia raquítica que significa la antipolítica, es que se encuentra instalada en nuestra cultura, individual y colectiva, de un lado o del otro.
La antipolítica rompe con el pasado, lo denosta directa o indirectamente, todo pasado político queda automáticamente envilecido por el mero hecho de existir; lo nuevo, lo desconocido, lo diferente -que mejor si es ajeno o extranjero-, es apreciado como lo moderno y contemporáneo, como la moda, fresca y lozana; sin impurezas, sin pasado, cero experiencia es sinónimo en esta ecuación simple, a cero corrupción.
Ollanta fue ese moderno personaje, fiel expresión de inocuidad, por el simple hecho que carecía de experiencia política, por tanto -según esta lógica- era absolutamente confiable. El caso de García es otro, el taimado y artificioso personaje, es un experimentado político que sabe adaptarse a tiempos de antipolítica, y ha logrado reinventarse ante la opinión pública como un candidato «nuevo». Toledo fue el caso típico del político sin pasado.
Los aventureros, los oportunistas, los codiciosos, están ahora a la orden del día. Y hoy por hoy, son alcaldes, regidores, concejeros, gobernadores regionales, congresistas, y sin ir muy lejos, hasta presidentes de la república peruana.
La izquierda ataviada también de este instrumental, apoyó a Ollanta, y cayó en la trampa de ilusionarse con un candidato que prometía ser coherente con un discurso político, que contravenía definitivamente con su falta total y absoluta de experiencia. Incluso los partidos de derecha o de centro, han sufrido cambios traumáticos por ésta moda instituida desde 1992.
Castañeda, otro eximio representante de la antipolítica gobierna nuevamente Lima. Un improvisado político que tiene tanto interés -ergo conocimiento- en la ciudad metropolitana, como el interés que podría tener un agiotista en la ruina de sus víctimas.
La desgracia de la antipolítica está generalizada, no es y nunca fue, una solución a nuestro problema de falta de eficacia del aparato público, o de la eficiencia de sus instituciones. Es más bien una factoría de mayores problemas y de consecuencias cada vez más y más imprevisibles.
La democracia se sustenta en partidos políticos institucionalizados, y los partidos se sostienen en cuadros y líderes con mediana o larga trayectoria. La participación en la vida electoral por tanto, queda bajo responsabilidad de instituciones políticas que garantizan a sus candidatos.
En estos últimos años, no hubo partidos políticos nacionales vigentes, la quiebra fue casi total, solo el Apra se mantuvo, con sus singularidades caudillistas y aparatistas; el resto de organizaciones nacionales han sobrevivido a duras y penosas circunstancias, normas y leyes. Esto también ha favorecido que muchas iniciativas regionales o locales, logren organizar sus intereses, que en la mayoría de ocasiones no han respondido a intereses estrictamente políticos, sino más bien, han revelado provechos empresariales, corporativos, personales o de grupo, al punto que con razón se ha dicho que estas iniciativas son en buena parte «organizaciones delictivas». Todo esto responde concluyentemente a la dinámica impuesta por la antipolítica.
La izquierda también cargó con este pasivo de enormes dimensiones, venía de un largo proceso de discusiones y debates internos que terminó en capillismos, donde el espíritu sectario se impuso consecutivamente. Luego atravesó el peor de sus momentos cuando no supo cómo enfrentar el fenómeno de la lucha armada, que pronto adquirió características inusitadas: uno de los blancos de ésta lucha fueron los hombres y mujeres de izquierda. En estos poco más de veinte años transcurridos desde la imposición de una dictadura que dejó secuelas virulentas de neoliberalismo y antipolítica, la izquierda perdió su capacidad de iniciativa unitaria, y junto con la crisis mundial de paradigmas, la caída del muro de Berlín, la hipercrítica a los grandes relatos marxistas, y la boga de la postmodernidad -con su culto sobredimensionado a la circunstancia-; confluyeron en el desastre organizacional de la izquierda, que sobrevivió como pudo, con organizaciones débiles, iniciativas aisladas, y programas extremadamente puntuales.
Muertos nuestros cuadros, los pocos que sobrevivieron fueron convertidos en símbolos, sobre todo de una época de derrota; y muchos otros sobrevivieron como pudieron dentro o fuera de lo público. Un largo periodo de discontinuidad, propició ausencias generacionales muy sentidas. Muchos de los que nos concebíamos parte de esta tradición, nos inventamos organizaciones y a pulso propio nos hicimos de una trayectoria que nos permitió ser aceptados, o reconocidos por los tótems de una u otra capilla aún existente.
Fue un largo proceso, muy largo, donde el neoliberalismo aplastó a muchos, y la antipolítica era el pan de cada día, con la que tuvimos que aprender a convivir, no así a ser parte de ésta, nos quedaba claro qué era qué. Esperábamos desde siempre que volvieran los tiempos donde el espíritu unitario volviera a florecer.
En estos últimos años, los últimos cinco, luego de la decepción racional y sentida, de Ollanta, la izquierda nacional, ha ido observándose a sí misma como una fuerza importante capaz de ser apta para organizarse, organizar al pueblo peruano, y aspirar a ser gobierno. Han habido algunas iniciativas que a la postre se han encontrado con ese viejo hábito de poner límites para el diálogo, y el subconciente ataviado de frustración se impuso en el proceso.
Pero pese a los primeros resultados adversos de estos intentos de unidad, el porfiado optimismo de los que tenemos décadas batallando y soñando con el frente unitario, no perdemos las esperanzas, y se ha vuelto al ataque, presentando un nuevo, y varios otros frentes, con ésta voluntad unitaria. Estos ánimos son encomiables, y nos identificamos con todos los propósitos que se constituyan en este objetivo.
Sin embargo, aun cuando recién empieza el debate entre estas aperturas, la lógica con la que se pretende impedir o cerrar el paso a los participantes de estos entusiasmos, terminan siendo los mismos argumentos que ineluctablemente provienen de la antipolítica. Se condena el pasado político de los que ejercieron una vida pública, según sus horizontes, perspectivas y vocaciones de gobierno. Se arguyen elaboradas imprecaciones para denostar el pasado del que además no queremos saber, ni escuchar explicaciones. Una vez más, el pasado es envilecido por el simple hecho de existir. Bienvenido lo nuevo, lo experimental, lo apenas conocido.
Y asevero aquí, advirtiendo futuras condenaciones contra esta mirada, que no se trata de estar de un lado o del otro, se trata de ser coherente con nuestra forma de mirar la realidad y la vida.
La mirada de la izquierda debería ser, inobjetablemente una mirada histórica, con una visión amplia y conjunta, de todo el proceso que hemos cargado el último medio siglo, y más, de todo nuestro devenir. Los peruanos y peruanas de izquierda no deben proceder «nunca como si la historia empezara con ellos.» Deben saber «que representan fuerzas históricas», decía el Amauta José Carlos Mariátegui. Continuaremos con el debate.
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