La mayoría de los ciudadanos europeos, afanados en su diario trajín para sobrevivir decentemente en el día a día, no pueden dedicar tiempo suficiente para informarse sobre las decisiones que, bastante a sus espaldas, están conformando Europa, en las raras ocasiones en las que esas decisiones son sometidas a consulta pública. Los españoles, además, nos […]
La mayoría de los ciudadanos europeos, afanados en su diario trajín para sobrevivir decentemente en el día a día, no pueden dedicar tiempo suficiente para informarse sobre las decisiones que, bastante a sus espaldas, están conformando Europa, en las raras ocasiones en las que esas decisiones son sometidas a consulta pública. Los españoles, además, nos enfrentaremos en un par de meses a un anunciado referéndum en el que se nos va a preguntar si aprobamos o no el tratado de la Constitución europea. Tratado que muy pocos habrán tenido para entonces oportunidad de leer y, mucho menos, estudiar y analizar detenidamente. Sobre él, sin embargo, tendremos que emitir un voto positivo, negativo o nulo, o bien abstenernos.
La situación no es muy distinta de la de quien, deseoso de jugar a las quinielas para tentar fortuna, ignora casi todo lo relativo al fútbol, desconoce las peculiaridades de los equipos que se enfrentan y, por tanto, es incapaz de rellenar por sí mismo el boleto correspondiente. Hay que suponer que excluye, como procedimiento para acertar, la pura casualidad y no desea rellenarlo al azar, pues se esfuerza por completar un boleto dotado de cierta racionabilidad. ¿Qué hacer? Puede asesorarse de alguien más preparado que él o entrar en una peña quinielística. En cualquier caso, se pondrá al servicio de otro cerebro que pensará por él, lo que de un plumazo resuelve su incertidumbre técnica sobre cómo hacer una quiniela.
Pero eso no soluciona su problema. ¿A quién recurrir? ¿A qué peña afiliarse? Son interrogantes que conducen, como siempre, a la vieja disyuntiva: o cerrar los ojos y pasar de todo, o tomar la decisión de fiarse de alguien y hacer lo mismo que él haga. Claro está que existe una tercera vía, anterior al dilema: esforzarse por alcanzar una opinión propia, informándose debidamente, lo que sería muy arduo de lograr en un par de días para quien toda su vida haya vivido de espaldas al llamado deporte rey.
Perspicaces políticos españoles hubo en épocas pasadas remisos a extender el derecho de voto a las mujeres, al sospechar que éstas, en no pocos casos, votarían aconsejadas por su confesor. No obstante, hay que reconocer que, en último término, un gran porcentaje de los votos emitidos en cualquier consulta pública no procede de la voluntad libre e informada de cada ciudadano, sino de la opinión del dirigente carismático, del líder del partido al que vota, del contertulio radiofónico preferido (en función análoga a la de los antiguos confesores) o la del editorial del periódico o revista de cabecera. ¡Para ese viaje no necesitábamos alforjas!
También es evidente que son distintos los niveles de información y decisión con que los ciudadanos se enfrentan. En las reuniones de la comunidad de vecinos se discuten problemas inmediatos y de repercusión directa en la vida cotidiana, sobre los que se suele poseer información de primera mano. No es preciso buscar un vecino asesor, a menos que uno se inhiba descaradamente de lo que más le concierne. No muy distinta es la situación en comicios locales o municipales, dada la inmediatez de los problemas, el contacto directo con los responsables políticos que deben resolverlos y la necesidad de encontrarles soluciones satisfactorias para la mayoría.
Pero si cuando se trata de participar en elecciones nacionales muchas cuestiones desbordan ya la capacidad de información y decisión personal del ciudadano, no digamos ahora, cuando a nivel europeo se nos pide participar con nuestro voto en asuntos sobre los que la información difundida es mínima, cuando no confusa o sesgada. La situación es peor, todavía, cuando lo que en verdad se nos pide no es participar sino asentir a lo ya decidido, como parece ser el caso del tratado de la Constitución europea. Toda la información proveniente de los niveles políticos estatales y europeos está abrumadoramente orientada hacia el voto afirmativo sobre una cuestión que ya ha sido zanjada a puerta cerrada con casi nula participación ciudadana.
No sorprende mucho comprobar que, según las últimas encuestas, más de un 80% de los españoles desconoce el texto sobre el que va a votar el próximo mes de febrero, pero sí produce honda estupefacción saber que más del 40% afirma su opinión favorable al mismo. ¿No parece todo esto una amarga broma? ¿Cómo se puede estar a favor o en contra de algo que se afirma desconocer? Siendo así, uno de los principios básicos de la tan alabada democracia europea resulta de una endeblez preocupante.
Es probable que estemos llegando a un punto donde un nuevo despotismo ilustrado europeo, mezclado con el famoso conservadurismo compasivo que nos llega desde EEUU, tras el triunfo electoral de su principal propugnador, sean, junto con la hegemonía del gran capital y los intereses de las corporaciones multinacionales, los que hayan de regir nuestras vidas en el siglo hace poco iniciado. Pero, por lo menos, que nos lo digan y sabremos a qué atenernos.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)