Francia está sumida en una crisis global espantosa de la cual ha nacido un movimiento social inédito, histórico, quizás sin precedentes desde el Frente Popular en 1936. Habrá un antes y un después. Gran parte de «los de abajo» expresan desde hace casi dos meses, a plena luz, una ira subterránea que, mal que bien, […]
Francia está sumida en una crisis global espantosa de la cual ha nacido un movimiento social inédito, histórico, quizás sin precedentes desde el Frente Popular en 1936. Habrá un antes y un después. Gran parte de «los de abajo» expresan desde hace casi dos meses, a plena luz, una ira subterránea que, mal que bien, aguantaban, desde hace mucho tiempo. Y con un grito unánime de cólera, se han lanzado a la lucha, con mucha pujanza, acaso lindando con la desesperación. «Ya no se puede vivir así», «basta ya» de tanta injusticia social, «el 15 del mes, ya no alcanzamos, y las neveras están vacías».
Al irrumpir con mucha fuerza, y sorpresivamente, en el espacio público así como en el movimiento social y ciudadano, el maremoto francés llamado los «chalecos amarillos», con su heterogeneidad, su gran alcance, nos pilló a todos desprevenidos. Dejó a la mayoría de las izquierdas paralizadas y a las derechas en pie de guerra contra «los populistas, los revolucionarios, los manipulados, los «extremos», los que quieren acabar con Europa…» y muchos cuentos que ya bien conocemos.
El estallido nos sorprendió a todos, incluso a los que desde décadas sabemos mucho del capitalismo voraz y destructor. En silencio ha tenido que ser la larga gestación de los «chalecos amarillos». No se trata ni de un movimiento estructurado, ni de un brote espontáneo, sino de un extenso proceso social y político (por mucho que sus actores se defiendan de ello). Los «chalecos amarillos» tienen raíces profundas y vienen desde lejos. Desde hace más de treinta años de «liberalismo», de golpes de gran magnitud en contra de los servicios públicos, del poder adquisitivo, de la salud, de la enseñanza… Exigen la «justicia social». Esa ola violenta de regresión social y su fracaso rotundo (pagado por los trabajadores), han acarreado cantidad de sufrimientos sociales, de pobreza (casi diez millones de personas, según los institutos de sondeo, y los economistas progres, malviven bajo el umbral de la pobreza)… El balance de cuarenta años de dominio férreo de la banca y de la «regulación por el mercado», de política de la oferta, ha dejado ruinas industriales de norte a sur de Francia, millones de vidas segadas, 6,5 millones de parados declarados, enormes fracturas y desigualdades sociales que alcanzan niveles sumamente preocupantes…
La política de «chorreo» del dinero del «presidente de los ricos», Emmanuel Macron, consiste en «engordar» hasta el empacho a las «élites», a las clases dominantes más adineradas, sin que se les obligue a rendir cuentas en ningún momento… para que den limosna a los trabajadores. Los «regalos fiscales» del gobierno a los ricachones, alcanza los cinco mil millones de euros. Mientras tanto, se esquilma, se despluma a los jubilados y a las clases medias; son los más presionados fiscalmente. La mayoría, pauperizados, exigen una auténtica «justicia fiscal». El movimiento amarillo va para largo. Ojala pueda converger con la movilización de los sindicatos de clase. Aunque «no había dinero», el gobierno encontró un maná de 300 euros para cada policía y demás «fuerzas del orden». A los funcionarios, al personal de la salud y de la enseñanza públicas se les dijo: «nada hay que negociar». Estos se levantaron y salieron de la «concertación». El gobierno procede por «decisiones de clase», más que ningún gobierno precedente; bastante irónico para un gobierno que se preciaba de ejercer la política de una forma nueva. El presidente trata al pueblo, y no solo a él, con arrogancia y condescendencia. E. Macron concentra el odio de una mayoría de franceses, y ha creado entre el pueblo y él una ruptura que difícilmente podrá superar. Con condición de que quiera superarla… Al borde del abismo, parece no tener conciencia del peligro, sigue empecinado en su política. Convoca un debate nacional, pero reafirma que «no cambiará de rumbo», aunque ello sea una de las soluciones más acertadas.
El movimiento salió a luz pública en los primeros días de noviembre del 2018 con la firma multitudinaria de una protesta (de «anónimos» en las redes sociales) contra el aumento de las tasas sobre los carburantes. En unos cuantos días, el movimiento se extendió, se radicalizó, y ahora exige reformas de estructuras, de ruptura: «justicia social», igualdad, restablecimiento del Impuesto sobre las grandes fortunas (ISF), suprimido por el presidente, un nuevo sistema, «el poder al pueblo», una democracia plena y verdadera inscrita en una Constitución enmendada (o nueva), la posibilidad de acudir a un referéndum de iniciativa ciudadana (RIC), etc. Su alcance se ha vuelto verdaderamente «revolucionario», pese a las maniobras del partido de ultraderecha de Marine le Pen que intenta capitalizar el levantamiento. El peligro es evidente si los militantes de una «izquierda» muy floja y dividida no se juntan y ni hacen que converjan las iras con la de los «chalecos».
Se trata de un movimiento a la vez rural y urbano; los «chalecos amarillos» han cubierto todo el territorio, los espacios rurales y las medianas ciudades, así como las grandes ciudades, donde son muy numerosos los pobres. Desde hace casi dos meses, el movimiento, horizontal y auto-organizado, sin «jefes», se ha apoderado de las rotondas y encrucijadas, acampando en ellas, levantando piquetes filtrantes en las carreteras, bloqueando parcialmente las entradas de los supermercados, los peajes de autopista, imponiendo la gratuidad… Cada sábado se manifiestan en París -ya van ocho «actos», y también en la mayor parte de las ciudades y pueblos del país.
Lo más impactante -aunque la realidad es otra- son los aspectos casi insurreccionales de ese inesperado levantamiento de pobres -son mayoría en su seno-, de personas hasta hoy ajenas a las luchas, a las que nunca habíamos visto en ninguna huelga, en ninguna marcha o manifestación, y que muy pronto, en los retenes, se han politizado; aunque rechaza con fuerza, odian a los partidos políticos y a los sindicatos de «colaboración», la mayoría no se define como «apolítica». Lo que sí les da miedo es la posibilidad de ver su movimiento «recuperado» por el sistema, sus élites, sus partidos, etc.
Rápido, los «chalecos amarillos» han aprendido a coordinarse, a autoorganizarse, a presionar a los medios, agresivos y mentirosos para con ellos, haciendo éstos últimos énfasis únicamente en la quema de coches, de tiendas ricas, en los desmadres de un puñado de alborotadores infiltrados en las filas del movimiento. Los medios dan pretexto al endurecimiento de una represión que no hace sino envalentonar a los que luchan. Hasta hemos visto tanques desplegados en los Campos Elíseos, para reprimir a los «chalecos amarillos» y «¡¡¡proteger la imagen del país!!!» ¡Quién lo iba a creer!
El movimiento ha celebrado su octavo acto (12000 personas, cifra falseada por la policía) el 29 de diciembre en la «Noche buena» y este 31 de diciembre, en «noche vieja» y en mala hora. Lleva el respaldo, según las encuestas, de la gran mayoría de los franceses, pese a «la violencia», y su tratamiento mediático. En las provincias, ha alcanzado un nivel de lucha similar, e incluso a veces superior al de la capital, en Toulouse, Lille, Bordeaux, Nantes, Rouen, Amiens, Marseille…
Los «chalecos amarillos», decepcionados por las sucesivas respuestas en trampantojo del presidente, han anunciado ya que iban a continuar la lucha pacíficamente en el 2019, hasta la victoria. Han vuelto a poner la «cuestión social» en el centro del debate público y político, un tema que los liberales llevaban desde mucho tiempo marginado. En su mensaje televisivo con motivo del año nuevo, momento generalmente solemne y nuclear, el presidente Emmanuel Macron reiteró su aspiración a la mayor autoridad del estado, al «orden», esperando cortar así al movimiento. Habló del movimiento, sin citarlo, pero tachándolo indirectamente de «muchedumbres llenas de odio». Cuando, en el mismo tiempo, este mismo presidente, vertical y aleccionador, se ve involucrado en oscuros «casos» y mentiras varias. El año pasado, en su alocución de año nuevo, había anunciado que «2018 iba a ser el año de la cohesión social»… Algo le habrá fallado en el ínterin…
Si Emmanuel Macron, muy debilitado políticamente, sobrevive a la crisis, por ahora, se debe sobre todo a que las izquierdas francesas, atomizadas, no son capaces de proponer alternativas anticapitalistas suficientemente aglutinadoras y fuertes.
Jean Ortiz, profesor (jubilado) de la Universidad de Pau (Francia)
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