En los últimos tiempos buena parte del espectro político y social ha asumido e integrado en su ideario la «parábola democrática» que en su día formulara Colin Crouch. En su famosa obra Postdemocraciai, el sociólogo británico describe la evolución de la situación política actual como un retroceso a momentos predemocráticos. Vivimos, dice, en una época […]
En los últimos tiempos buena parte del espectro político y social ha asumido e integrado en su ideario la «parábola democrática» que en su día formulara Colin Crouch. En su famosa obra Postdemocraciai, el sociólogo británico describe la evolución de la situación política actual como un retroceso a momentos predemocráticos. Vivimos, dice, en una época donde el ideal democrático ha degenerado debido al capitalismo transnacional, la debilidad de los Estados, la baja participación e interés de la ciudadanía y el alejamiento, cada vez más palpable, de los partidos respecto de las bases sociales. Para Crouch, el momento más democrático de la historia contemporánea (el punto álgido de la parábola) se dio a mediados del siglo XX, cuando mediante el pacto Capital-Trabajo se consiguió crear y consolidar el Estado de bienestar (welfare state). Desde entonces, la democracia habría ido perdiendo, cualitativa y cuantitativamente, intensidad y calidad, en un proceso gradual de regreso a los modelos del liberalismo doctrinario, donde el espacio de decisión política y los derechos se ven progresivamente restringidos a pesar de la consolidación del sufragio universal.
Hasta aquí, el análisis es irrebatible. Sin embargo, el problema se plantea en la salida de esa situación, en la solución. Para Crouch (y la totalidad de la mal llamada socialdemocracia e, incluso, para sectores de la izquierda transformadora) el objetivo es regresar de nuevo al modelo perdido, a la democracia ideal que surgió de las cenizas de la II Guerra Mundial. Considerar la situación actual, por tanto, como un simple lapsus en el progreso ascendente de la democracia, que ha de ser olvidado para regresar a la cima de la parábola, al Estado social. He aquí el error.
El origen del Estado de bienestar hemos de encontrarlo en la interrelación dialéctica entre los factores económicos y sociales y las condiciones históricas del momento. La devastación de Europa tras la guerra y la consiguiente destrucción de los medios productivos precisaron la intervención del Estado para garantizar la continuidad del proceso de acumulación capitalista que ahora se planteaba desde un relativo equilibrio de fuerzas Capital-Trabajo. El pacto entre ambas es la piedra angular sobre la que gira el Estado social: el Capital renuncia a una parte de los beneficios trasladándolos al Trabajo mientras éste renuncia a la alternativa revolucionaria. Se logra alejar, por tanto, el fantasma del comunismo que acechaba a la débil Europa, al tiempo que se consigue garantizar la plusvalía capitalista en torno a un pacto que, a pesar de parecer un idílico equilibrio de fuerzas, a quien más beneficia desde el inicio es, evidentemente, al Capital.
Infraestructuras, transportes, investigación, educación… actividades que normalmente el Capital no era capaz de producir por sí mismo al estar fuera de la lógica del beneficio, fueron asumidas con inusitada fuerza por el Estado con el objetivo de aumentar el bienestar de la población y la productividad (plusvalía relativa). Formar grandes masas de trabajadores altamente cualificados o invertir ingentes cantidades de dinero en investigación beneficiaba, sobre todo, a los grandes conglomerados industriales y empresariales. Y más cuando la mayor parte de las inversiones que el Estado hacía en estos sectores se sufragaban a través de sistemas impositivos injustos, donde era (y sigue siendo) el Trabajo el gran contribuyente. El Estado, asimismo, se convertía en la «Cruz Roja del capitalismo», adquiriendo y conservando las actividades económicas de los distintos sectores en crisis que no interesaban al Capital y actuando directamente sobre los puntuales desórdenes del sistema, al tiempo que se convertía en un elemento esencial en la demanda agregada (gastos militares v.g).
En cuanto a la otra gran fuerza del pacto, el Trabajo, las actuaciones del Estado se centraron en la garantía y reconocimiento eficaz de los derechos sociales, que se convirtieron en los instrumentos idóneos a través de los cuales se socializaron los costes de la producción mientras se privatizaron sus beneficios. Solo un ejemplo: la consagración constitucional del derecho a la educación supuso una transferencia incalculable de recursos desde el sector público al privado, por cuanto la formación pública del trabajador iba destinada a la prestación de servicios cualificados en el ámbito privado y cuyos beneficios redundaban, principalmente, en éste.
Este pacto desigual encontró su virtualidad jurídica en la integración del clásico conflicto Capital-Trabajo en las propias constituciones. El reconocimiento jurídico de derechos sociales en el marco de una economía de libre mercado inmutable supuso la absorción de la contradicción entre las fuerzas históricamente enfrentadas, juridificando la imposibilidad de cualquier concepción alternativa al sistema (fuera el comunismo o el anarcocapitalismo) y creando una sensación de equilibrio perfecto entre las partes del pacto. Sensación que derivaba, a su vez, en un efecto de legitimación general del sistema, por cuanto el aumento de los derechos sociales y el acceso al ciclo económico de amplios de sectores de la población antes excluidos, hacía parecer al Estado como el Estado de todos. Mientras tanto, el sindicalismo y la socialdemocracia conseguían aumentar progresivamente los derechos sociales de los trabajadores sin reducir la plusvalía del capital gracias al imparable crecimiento económico.
Parecía pues, el escenario idílico: los trabajadores vivían ensimismados en un bienestar hasta entonces desconocido que les impedía ver la realidad. Mientras, el gran capital conseguía mantener su tasa de beneficio sin temor a que los otrora vientos revolucionarios pudieran desestabilizar el sistema y acabar con el proceso de acumulación.
Pero este falso equilibrio, esclavo de un crecimiento permanente, se rompió cuando el aumento de la plusvalía (tamizado de redistributivo) empezó a tambalearse por las ineficiencias estructurales del propio sistema y, en menor medida, por los factores externos (Crisis del petróleo incluida) que, junto a la irrupción del huracán neoliberal, crearon las bases necesarias para dinamitar gradualmente el Estado social dando primacía exclusiva al Capital. El Trabajo, la otra gran fuerza del pacto, quedó relegado a la mera formalidad de unas Constituciones que pese a la nueva realidad material seguían reconociendo un amplio abanico de derechos sociales, sin posibilidad, ahora, de hacerlos efectivos. Una parte del contrato había, simplemente, vencido.
La socialdemocracia, que ha asumido sin rechistar el planteamiento de Crouch, ve con nostalgia aquel pacto y se propone como objetivo regresar al (falso) equilibrio ideal. Se aferra a los contenidos sociales de las Constituciones, aún no suprimidosii, en una posición de «garantismo»iii inmovilista cuyos únicos logros consisten en pequeñas victorias sectoriales a través de una disfuncional y venial justicia constitucional. En esa lucha permanente, sin duda encomiable pero insuficiente, se olvida lo esencial: que las condiciones que posibilitaron el pacto ya no se dan en la actualidad.
Por un lado, la realidad objetiva sobre la que podría asentarse es completamente diferente en todos sus elementos. El pacto inicial se realizó en el ámbito estatal, cuando los sistemas constitucionales aún tenían relevancia y en ellos convergían los distintos intereses de clase. Ahora, el marco de referencia es el de la globalización institucionalizada, donde amplios ámbitos de la política se han visto relegados a una falsa tecnicidad que esconde el pensamiento único dominante. La «esfera de lo decidible» queda reducida a un papel secundario por cuanto las decisiones de relevancia ya no se toman en las democracias nacionales, sino en los difusos entramados institucionales de dudosa legitimidad que se han venido consolidando en los últimos deceniosiv. No es el regreso al liberalismo doctrinario que indica Crouch, sino el retroceso a la tiranía que convivió con el capitalismo en la Alemania decimonónica.v No es el sufragio censitario de Guizot ni el monarquismo anacrónico de Tocqueville, es algo más. Detrás de la Comisión Europea, del BCE, del MEDE y toda esa caterva de instituciones antidemocráticas se encuentra la concepción hegeliana, donde «los poderes del Estado» se convierten en los «órganos del Estado» (no representativos de la sociedad), definidos no sobre el paradigma de lo político (Soberanía), sino de lo técnico (Derecho). Las instituciones supraestatales antidemocráticas se intentan revestir de un prius objetivo, unitario y permanente que ha de existir por sí mismo, fuera del alcance del voluntarismo político, en tanto orden jurídico inmutable y autolimitadovi. Sustraer la política del vaivén de los deseos siempre caprichosos de las mayorías, protegiéndola de éstas y refugiándola en una esfera indisponible (que beneficia únicamente al Capital), es la última ratio de la Unión Europea, el nuevo Káiser del continente.
Tampoco la contradicción subjetiva Trabajo-Capital que sustentaba el edificio del Estado social es la misma. Los trabajadores ya no son los estables asalariados del modelo fordista ni sus aspiraciones se aúnan en una conciencia de clase. La fragmentación del Trabajo, su carácter líquido como lo ha definido Baumanvii, se concreta en la temporalidad, inseguridad, movilidad y variedad de situaciones laborales o profesionales, en un proceso de desarraigo que no ha hecho más que comenzar. Los detentadores del capital tampoco son ya los industriales o grandes empresarios monopolísticos que invertían en la economía real para aumentar su plusvalía. Ahora, el capital financiero transnacional domina todas las capas de la estructura económica, en un sistema altamente financiarizado, desregulado y globalizado que ha conseguido desprenderse de las cadenas jurídicas estatales. Un Capital que, dada su posición de predominio absoluto tras la victoria sobre el Trabajo, se ha acomodado en sus privilegios y no le interesa, ni siquiera remotamente, ceder parte de sus beneficios a la otra parte del pacto, por cuanto ésta ya no es capaz, por su propia configuración material, de plantear una alternativa revolucionaria.
Por tanto, es impracticable volver a subir la parábola y situarnos en la cima perdida de la democracia con base a un nuevo pacto entre fuerzas. El modelo anterior está, históricamente, agotado. La nostalgia por el Estado social perdido debe convertirse en la esperanza por otro sistema completamente diferente, en la esperanza de un proceso de ruptura que deconstruya lo establecido y recupere el Trabajo como motor de cambio. La repolitización de las decisiones, la configuración de nuevos conceptos e instrumentos democráticos, la constitucionalización de una realidad cada vez más compleja, la ruptura con la cultura hegemónica de la que se sirve el poder para perpetuarse y, en definitiva, la expulsión del Capital de su situación de predominio, se presentan como los paradigmas que han de guiar un futuro de verdadera transformación social.
i CROUCH, Colin, Posdemocracia, Taurus, 2004.
ii En este punto España supone una excepción a la regla general debido a la última reforma constitucional del artículo 135, que introduce como una cuña el pensamiento neoliberal en la Carta Magna vaciando de contenido la solemne proclamación del Estado social.
iii El recurso a la justicia constitucional se ha convertido en el omnímodo de la lucha política diaria. El acercamiento al núcleo esencial de los derechos reconocidos constitucionalmente y su ataque permanente por parte de una realidad que no se adecua a la formalidad constitucional, alientan esta situación. Vid. FERRAJOLI, Luigi, Garantismo, una discusión sobre derecho y democracia, Trotta, 2009.
iv Una defensa de esta forma de gobernanza puede verse en ROSANVALLON, Pierre, La legitimidad democrática, Paidós Ibérica, 2010.
v La tardía incorporación de Alemania al capitalismo y la ausencia de revoluciones burguesas, hizo que coexistiera una clase capitalista (y el consiguiente proletariado industrial) altamente consolidada con la antigua clase estamental heredera del Ancien Règime, que consiguió preservarse en el poder bajo un modelo autoritario y altamente represivo. La burguesía renunció así a la democracia liberal a cambio de que los junkers terratenientes frenaran el movimiento obrero y neutralizaran las aspiraciones revolucionarias.
vi El concepto de «autolimitación» es acuñado por primera vez por Ihering. Supone la conversión en jurídico del poder del Estado (y por tanto, algo atemporal, preexistente y a priori) frente a la concepción política de la soberanía. Vid. JELLINEK, J, Teoría General del Estado, Albatros, 1954.
vii BAUMAN, Zygmunt, Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica de España, 2002 (i.a.).
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