¿Cuáles serían las implicaciones más serias de un escenario en el que las consecuencias particulares que ha tenido la diseminación del Covid-19 por Italia se reprodujesen en el resto de las sociedades occidentales (y no occidentales, también)? Hasta hace unas semanas, cuando los efectos de esta nueva cepa de coronavirus aún causaban sus mayores estragos en el territorio continental de China y otras partes de Asia, la posibilidad de que el virus en cuestión causase un apocalipsis bacteriológico de proporciones mayúsculas era aún, en la conciencia de Occidente, un horizonte lejano. Ello, en particular, debido a los bajos índices de morbilidad y de mortalidad propiciados por la infección.
En días recientes, no obstante, la experiencia italiana en torno de los estragos causados en su sociedad por esta enfermedad ya comienzan a introducir en el debate público sobre el tema numerosas preguntas acerca de la necesidad de pensar, por principio de cuentas, qué sucedería si el caso específicamente italiano tiene todo el potencial para replicarse en otros países, a pesar de que el registro histórico reciente de la evolución de la epidemia en China y el resto de Asia no ha mostrado tendencias similares. Y es que, en efecto, lo llamativo de la situación italiana es que en su caso se enraiza la sospecha de que la letalidad del virus en realidad no depende de su propia acción en el organismo humano, al margen de cualquier otra consideración médica, sino, antes bien, ésta se incrementa —en cierto sentido— de manera proporcional a las condiciones generales de salud de la colectividad en la que actúa.
En los hechos, ello extrapolado a otras latitudes del planeta, significaría, por supuesto, que si el estilo de vida, los hábitos alimenticios, los antecedentes clínicos, el registro de actividad física, etc., por un lado; y la propensión o susceptibilidad a padecer ciertas enfermedades crónicas y/o degenerativas (como la diabetes, la hipertensión arterial y las cardiopatías isquémicas), por el otro; son rasgos comunes y compartidos por sociedades similares a la italiana, en proporciones semejantes, al final, uno de los escenarios potenciales y más probables que cabría esperar es que el número de muertes en esas otras latitudes sean parecidas a las de aquella nación.
Y lo cierto es que tal preocupación no es para menos. Después de todo, aunque sin duda es verdad que el régimen general de salubridad de una población en específico es siempre una singularidad que debe ser comprendida en términos de la complejidad que entrañan los múltiples y diversos factores sociales, ambientales, físico-químicos, etc., que la configuran, no es menos verdad, tampoco, el hecho, comprobable, de que tendencias y trayectorias similares son fáciles de hallar en otras colectividades alrededor del planeta. De ahí que, de ser verídicos y totalmente confiables y comprobables los resultados arrojados por el Instituto Superior de Sanidad italiano, respecto de los factores comunes encontrados en la mayor parte de los decesos causados por Covid-19 (que indica que el grueso de esas muertes se debieron al agravamiento que sobre la infección produjeron patologías como las arriba señaladas); la primera consecuencia lógica que venga a la mente sea el inquirir qué va a pasar en sociedades como las mexicana, que es segundo lugar en obesidad y diabetes; o la brasileña y la india, que son cuarto y segundo lugar mundiales en casos confirmados de esta segunda condición. ¡Y qué decir de prácticamente la totalidad de las poblaciones que habitan en África, continente en donde se hallan los niveles más altos registrados de hipertensión arterial!
No es, sin duda, que se trate de una relación mecánica entre patologías precedentes e incremento del potencial de letalidad del Covid-19. El caso mismo de China lo ejemplifica: a nivel global, esa sociedad es reconocida por la Organización Mundial de la Salud como el primer lugar en casos confirmados de diabetes. Y, sin embargo, a pesar de ello, los reportes dados a conocer por defunciones a causa del Covid-19 no indican ni que la mayor parte de los decesos se diesen entre personas con estas patologías ni que el número de defunciones sea tan elevado como los casos de diabetes bien podrían sugerir. Es decir, no hay, pues, en China, una correspondencia entre una afectación y la muerte causada por Covid-19 como la que sí es observable en el escenario italiano.
¿Cómo comprender, entonces, las disparidades tan grandes que existen entre la experiencia china y la italiana? Y sobre todo ¿cómo obtener lecciones pertinentes de ambos casos para modelar y adecuar la respuesta más eficiente y eficaz a la dispersión del virus en América? Lo primero que habría que señalar, llegados a este punto, es que, más allá de las distancias que separan a China e Italia en términos de la cantidad y la gravedad cualitativa los casos de patologías crónicas y/o degenerativas que sufren los individuos de cada sociedad, la mayor diferencia en ambas trayectorias se halla en la capacidad y la velocidad de reacción a partir de la cual en uno y otro país se implementaron intervenciones sanitarias y medidas de distanciamiento social para disminuir la velocidad y la escala espacial de diseminación del agente patógeno entre los diferentes estratos que componen la población.
Y es que, de acuerdo con lo observado hasta ahora, en este país (Italia), las medidas de intervención social con propósitos de contención y mitigación que se supone debieron de haberse tomado en el momento en que la dinámica de los contagios pasó a ser predominantemente doméstica, de brotes y transmisiones comunitarias, no fueron implementadas ni intensa ni extensivamente justo cuando mayores efectos positivos eran capaces de inducir. En China, por lo contrario, el potencial de reacción que tiene esa nación, gracias al enorme despliegue tecnológico sobre el cual se encuentra montada una parte importante del ejercicio de gobierno, facilitó y radicalizó tanto como se pudo el aislamiento y la desmovilización.
Italia, además, atraviesa desde hace varios años una situación de aguda falta de recursos que, entre otras situaciones, debido al tamaño de su deuda soberana (alrededor del 134% de su PIB) y a los mecanismos de control que ejerce sobre su economía la Unión Europa, no le posibilitaron el intervenir con un despliegue masivo de recursos materiales, financieros y humanos en las magnitudes en las que la economía china lo hizo. Fue solo hasta que Italia comenzó a tener decesos del orden de los setecientos casos (o superiores) por día que la Unión y sus instituciones económicas decidieron relajar las ataduras a su economía; justo cuando la crisis ya había estallado y la implementación de intervenciones sociales tienen un margen de reducción de los contagios marginal.
En América, en general; y en sociedades como la mexicana, en particular, el caso italiano ofrece en perspectiva varios puntos de riesgo a tomar en cuenta cuando se trata de pensar la radicalidad de las medidas de intervención social, de contención y mitigación, sobre todo. México es, en la actualidad, el décimo país más poblado del mundo, con un elevado porcentaje (de aproximadamente el 66%) de esa población en edades entre los quince y los sesenta y cuatro años (19.35% del total se halla entre los treinta y los sesenta y cuatro años; es decir, dentro de los márgenes en los cuales el Covid-19 tiene efectos más agudos). En el país, además, las dos principales causas de muerte a nivel nacional son enfermedades cardiacas, con una cuota del 19.9%; y diabetes, con una participación del 15.4% del total. Poco más del 73% de las mujeres adultas, y 69.4% de los hombres adultos, aunado a ello, presentan algún grado de obesidad o sobrepeso; esto es, dos de las causales más comunes entre los casos que exponenciaron el grado de letalidad del Covid-19 en Italia.
Esa combinación de factores, en un país cuya población en situación de pobreza ronda los cincuenta y cuatro millones de personas; la de pobreza extrema los diez millones; la vulnerabilidad de ingresos, los nueve millones; y la vulnerable por carencias sociales, los treinta y seis millones; da cuenta de un escenario en el que los peores miedos de lo observado hasta el momento en Italia bien podrían replicarse en este país y en otras sociedades cuyas estructuras demográficas y condiciones generales de salubridad sean próximas a su ejemplo. De ahí, justo, la pertinencia y la trascendencia de las medidas adoptadas por las autoridades mexicanas, tendientes a adelantarse, por un margen temporal de dos semanas, al punto promedio de mayor diseminación de los contagios domésticos en el país. Y es que, sin duda, al contar México con una población con una pobre condición general de salud entre sus individuos, y unos niveles exorbitantes de carencias, posibilidades adquisitivas y recursos monetarios, aunado a las condiciones de desmantelamiento y de reparto privado en las que administraciones anteriores dejaron al sistema de salud nacional (y a su subsistema hospitalario), de las cuales recién comienza a recuperarse y reestructurarse, ofrece una suma de factores de riesgo que se antoja tener como resultado más previsible una situación de profunda precariedad e insuficiencia de la respuesta del gobierno para tratar la coyuntura.
Las reacciones adelantadas a los brotes comunitarios y los contagios domésticos en México y en otras partes de América y del resto del mundo aún en situaciones manejables, por lo tanto, tiene que ver menos con un tema estrictamente médico (pues se da por hecho que el pico de contagios con una multiplicad de casos se vivirá, eventualmente) que con un problema de economía política, regulación y gestión de la regularidad de los contagios. Es decir, por un lado, con las capacidades del andamiaje institucional en diversos ramos para responder a situaciones de profusión en la transmisión y de amplitud en la cobertura de la enfermedad; y por el otro, con la capacidad de manejo y sostenimiento, el mayor tiempo posible, de la practica paralización de la matriz económica de la sociedad sin que dicha situación se prolongue y se profundice lo suficiente como para que a una posible superación de las capacidades de respuesta del sistema de salud nacional por una explosión de casos simultáneos (de graves a agudos, y no tanto de ambulatorios) se sume una crisis aún más profunda y difícil de sobrellevar en el terreno de las capacidades de producción y las necesidades de consumo de la nación.
El tema de fondo, en ese sentido, quizá por eso no deja de gravitar en torno de la resistencia de la economía mexicana (y sobre todo del grueso de su población más pauperizada) para sostenerse, más allá de las determinaciones del mercado global, en un débil equilibrio en el que la desmovilización de la colectividad no lleve al límite de la inacción al conjunto de andamiajes institucionales de primer orden en la respuesta a una pandemia en territorio nacional, al mismo tiempo que permita mantener a la población más vulnerable en condiciones de vida óptimas y suficientes por periodos relativamente prolongados de inactividad. Francia, con sus múltiples medidas económicas en torno a la liberación de gastos corrientes por parte de la población (impuestos, rentas periódicas, etc.), y Alemania, con sus planes de financiamiento y cobertura de las necesidades básicas de su ciudadanía (a través de una suerte de renta básica universal extraordinaria) son dos ejemplos muy concretos y esclarecedores de cómo, a pesar de seguir transitando por el periodo más crítico de las infecciones en el viejo continente, la prioridad ha sido el encontrar ese equilibrio; pues de lo contrario aquello bien podría desencadenar una serie de revueltas y movilizaciones sociales de gran envergadura que terminen por poner en jaque a la totalidad de cada sistema político en cuestión.
Falta, por supuesto, ver el tamaño de las burbujas, la profundidad de la especulación y el grado de endeudamiento que el estado de excepción y las medidas excepcionales tendrán, al final de la tormenta, como resultado. Y falta, también, no perder de vista que aquello que hoy se aplaude de y se recomienda a las economías centrales de la economía mundial son medidas que en definitiva en las periferias mundiales constituyen algo más que un privilegio: de raza, de clase y de género. No sólo por las reacciones endógenas que se tengan en esas zonas, de manera tardía, ante la amenaza, sino y sobre todo, porque son las periferias los espacios-tiempos de externalización de costos y de explotación humana que hacen posible, en principio, la ejecución de los privilegios excepcionales en el centro; y en seguida, la recuperación de los grandes capitales afectados durante la crisis.